Muerte sin fin de una obstinada muerte
No
tengo un gran kilometraje como lector de poesía, pero esperar el amanecer
leyendo Muerte sin fin de José Gorostiza es un ritual alucinante. Y vaya
amaneceres los de otoño, envueltos en un abrazo de densísima niebla.
Las
siluetas de halloweeneras me miran desde la ventana como un “desplome de
ángeles caídos”, la red neuronal es una playa aún mojada por el océano
surrealista de la duermevela y mi cabeza está particularmente receptiva a la
idea de estar “sitiado en mi epidermis por un dios inasible que me ahoga” con
las “alas rotas en esquirlas de aire” navegando por el “río hostil de mi conciencia”.
“Reloj de cristal de roca”, le llamó Octavio Paz a este poema. Capturar el
absoluto en vaso de licor pagano, le llamo yo.
Miren
colegas, yo soy un ignorante en materia de poesía, pero Muerte sin fin es un
poema capaz de volarme la cabeza y abstraerme como pocos. Sus interpretaciones
pueden ser múltiples, pero su atmósfera e imágenes son contundentes. Es un pura lírica en crescendo, una montaña
rusa. La sensación es como estar escuchando el 2112 de Rush o Starway to Heaven
de Zeppelin.
Gorostiza
escribió muy poco a lo largo de su vida, pues sus quehaceres como funcionario
del servicio exterior lo absorbían, pero allá por 1938, durante una temporada
de blancas noches enfermizas en las “desapacibles úlceras del insomnio”, inmerso en una “febril
diafanidad tirante” fue suficiente para
crear uno de los poemas más ambiciosos y complejos del Siglo XX mexicano. Me recuerda
esa ficción de César Aira llamada Varamo en la cual un apocado burócrata panameño
escribe en una noche un poema total, “muerte sin fin de una obstinada muerte”.