Si algo hemos de festejar este día festejemos el cumpleaños de Fernando Pessoa. Su Libro del desasosiego funge en mis amaneceres como una suerte horóscopo o I Ching. Con la primera luz y el primer café suelo leer siempre un párrafo al azar. “He construido, mientras me paseaba, frases perfectas de las que después no me acuerdo en casa. La poesía inefable de esas frases no sé si será parte de lo que fueron, si parte de no haber sido nunca”. De lo del día del escritor apenas me acabo de enterar hoy (y obvia decir que Pessoa me puede infinitamente más que Lugones). No creo ni celebro nunca el día de nada y en todo caso me correspondería festejar el día del lector, porque eso sí que soy sin duda alguna. Escribir es algo que he hecho a veces con algo de fortuna y astros alienados, pero leer es algo que hago siempre, todos los días de mi canija vida. Si a mí me preguntan a qué me dedico yo les digo que soy un lector que se ha ganado la vida como reportero. Todo lo demás, cualquier otra cosa, ha sido una lógica e inevitable consecuencia de lo anterior. He leído cien veces más de lo que he escrito y aún de esa furtiva escritura que yace en mil y un cuadernos he publicado menos de la décima parte. Alguien me ha preguntado qué pienso de que haya tantísimos escritores saliendo debajo de las piedras. Lo único que puedo decirles es que me parece fascinante que en estos tiempos híper digitales haya aún miles de personas que optan por la palabra escrita como medio de expresión. Si quieren escribir, escriban. Parece que hay a quienes les obsesiona poder determinar quién sí es escritor y quién no. Vaya pregunta estéril. Es algo que me tiene sin cuidado. De verdad ¿a quién carajos le importa? Por ejemplo, a mí me encanta tomar fotos (y de hecho he publicado fotos) y eso, por supuesto, no me convierte en fotógrafo. Al final de cuentas, en la escritura lo que vale es la carrera de resistencia.
Tuesday, June 13, 2017
Sunday, June 11, 2017
En las calles mojadas de mi duermevela Sergio está vivo. Invoqué mis recientes lecturas de El hombre sin cabeza y le hablé de mi fascinación por su manera de relacionar la pulsión ritual con la frialdad del robot, los rituales de sangre y sacrificio fluyendo como siniestros ríos subterráneos bajo el informe de una agencia de espionaje e inteligencia. Le hablé de mi pepena de El artista adolescente que confundió a su mujer con un cómic e Infecciosa y me menté la madre por no traerlos para una furtiva dedicatoria. Con claridad reparé en que Huesos en el desierto carece de firma, y entonces supe que de no ser en ese preciso momento entonces ya no la obtendría nunca. Acaso en el fondo siempre intuí que aquello era una visita al más allá, una correría por el limbo más descaradamente límbico donde uno puede ir con sus libros a pedir el garabato pendiente de un autor adelantado en la vereda. Todo eso a medias lo recordé en el baño y hace un segundo un puñito de arena empapada por océanos oníricos me hizo evocar la facilidad con la que emprendía ya la correría del ensayo sobre la obra de Sergio Acuario que inscribiría al sombra sino resolana y cuya escritura “parecía que la empujaba el viento” (Nayar Luna dixit). Escribir con fluidez sobre el mito de un salvaje detective con el que sólo bebí una noche de gélida primavera y a quien al parecer (o al perecer) me ha dado por querer mucho.
Hablemos de la afilada claridad irradiada por la mansión en tinieblas, del peregrinaje avenida arriba (¿era acaso el sampetrino Rosario por donde caminábamos?) y de la descarada certidumbre de ser cazadores de orgía y desenfreno. Si el deseo reprimido deviene en cáncer y pestilencia (William Blake dixit) nosotros vamos en pos de una cura de furtivo orgasmo y derrame. Sólo la impureza redime, gloria bendita en la humillación, la santidad de lo abyecto, el éxtasis místico de la sodomía. Llevábamos la dirección anotada y la calle tenía un nombre rimbombante de filósofo o pensador al estilo Polanco o acaso todo quedaba en un simplísimo Cristóbal Colón sin glamour. Da lo mismo. En torno al nombre de la calle albergo dudas, pero no en cuanto al número: era el 15. La vuelta era a la derecha y las palaciegas cúpulas podían verse desde la esquina. El detalle a resaltar es que la calle no era a cielo abierto; era el pasillo de un centro comercial lo cual no menguaba lo descomunal del castillo. Cierto, el palacio impresionaba pero sin ocultar su gastada elegancia y su odiosa pretensión de nuevo rico de los tempranos ochenta. Un anacrónico teléfono y una decoración propia de abogadete arribista. Imagino (aunque no vi) sillones Luis XV y ceniceros de falso marfil, pero aún frente al kitch se intuía en el aire lo real del aquelarre, el clímax litúrgico en un altar de sexuales sacrificios, la eucaristía del enculamiento. Violarías y serías violado. ¿En qué momento apareciste tú? Eso no me queda claro, pero pronto intuí que aquello podía ser también un liberador ejercicio de swingers, un asesinato a mansalva de mil y un tabús. Redimirte en violación para arrancarte de tajo la modorra y la abulia. Todo quedó ahí. No hubo imágenes explícitas y ni siquiera sugeridas. La censura no podría calificarlo como porno. La interpretación podría parecer muy clara: hace falta beatificarse en la porquería. La única redención posible pasa por el camino de lo vejatorio, embarrarte en semen infeccioso. Algún día recordarás la irrupción de la mansión en los minutos previos al amanecer, después de un insomne medio tiempo en el Barrio del Once y su correría criminal, mientras en el Valle de Texas una vida nueva alumbra para compartir cumpleaños con Pancho Villa y el tren del desenfreno que ya no fue se aleja de la estación de tu vida destellando su luz moribunda en la lejanía.