Nací al pie del Cerro de la Silla en épocas ancestrales, en el Año del Tigre (chino y de la UANL), cuando la Naranja Mecánica de Cruyff sucumbió ante la máquina teutona de Bekenbauer. La única y última vez que presenté un libro en mi tierra
natal, se remonta a mayo de 1994 (Colosio estaba recién muerto y el subcomandante Marcos aun generaba sueños húmedos) En aquel entonces Gerardo Ortega, Mara Gtz, Jorge Saenz y otros secuaces presentamos en el Lope de Vega un poemario universitario llamado Después del Eclipse. 18 años han pasado (es decir una mayoría de edad) y la verdad de las cosas no se puede decir que sacar a pasear libros a Monterrey sea la más cotidiana de mis actividades. Los he paseado en otras ciudades, pero no en la que dicen es mi ciudad natal. Pero si la aleatoriedad no dispone otra cosa, este sábado 13 de octubre a las 18:00 en la sala C de la Feria del Libro de Monterrey Gerson Gomezenko Salasinki y yo les vamos a presentar un Tigre blanco a mis paisanos regios. Al final, todo en mi vida queda entre Tigres.
Thursday, October 11, 2012
Raza regia: nos vemos este sábado 13 en la Feria del Libro Monterrey en Cintermex, en la Sala C (así, simplemente, al estilo Tec, la pura C, sin nombres rimbombantes) a las 18:00, es decir, al atardecer. No se supone que vaya a ir a amar a Dios en tierra ajena, primero porque soy ateo y en segundo porque al lugar donde voy se supone que es MI tierra, o al menos el lugar donde la aleatoriedad tuvo a bien ponerme a nacer y aunque yo me haya autoexiliado voluntariamente, supongo que no es tierra ajena. La actividad a la que los invito es la presentación de un libro, algo tan sencillo como decir: hola te presento a mi libro. Mucho gusto señor libro. El gusto es mío. Tan-tan.
Wednesday, October 10, 2012
Brinda Tomás Perrín con Agua de la Presa
Si en verdad el Agua de la Presa tiene el poder de hechizar a quienes la beben y enamorarlos perdidamente de Tijuana, ello quedó de manifiesto en una noche de auténtico embrujo en el Lugar del Nopal, donde Tomás Perrín y sus amigos celebraron en grande el 30 Aniversario de la novela que arrojó una salvaje declaración de amor por la ciudad.
El Agua de la Presa, publicada originalmente en 1982, celebra su aniversario con una cuarta reedición en el marco de los festejos de Tijuana Innovadora y vaya que lo festejó en grande, pues en la fiesta de la treintañera hubo poesía, canto, teatro, música y un espíritu bohemio que acabó por contagiar a todos.
Desde la semblanza del autor a cargo de Bárbara Perrín Escobar, Le Efant Terrible del teatro tijuanense, ya se presagiaba una noche atípica, una sui generis velada que nada tiene que ver con la formalidad que a veces rodea a las presentaciones librescas.
La noche empezó a calentarse con las interpretaciones de Lorena Villaseñor en la voz y Sabino Villalobos al piano, quienes fueron poniendo calor a la noche para dar paso al prólogo a cargo de quien esto escribe y continuar con una representación teatral de un diálogo de la novela a cargo del grupo Teatro en el Incendio.
El decano del periodismo tijuanense Óscar Genel derrochó sabias palabras y una dosis de nostalgia en su presentación, misma que antecedió a la sublime interpretación Gabriela Bojórquez y a una nueva interpretación de los teatreros del Incendio.
Punto fuerte de la velada fue cuando la voz Azzul Monráz los llevó a todos de ronda, dejando la temperatura del corazón en punto de ebullición para que el padre de la novela festejada subiera a recitar el Regalo de Sara’s.
Bien sabido es que Tomás Perrín suele tener en la punta de la lengua la palabra mágica para redondear un poema, para vender un buen whisky o para nombrar a una orquesta infantil; lo que pocos sabían es que este innovador mercadólogo también sabe tocar la armónica haciendo dueto con el padrino del rock mexicano, el mismísimo Javier Bátiz, con quien Perrín cerró la velada interpretando 68 para despedirse con el emotivo poema Tiempo y Tierra Nueva. Una noche embrujada para festejar las primeras tres décadas de una novela que tiene cara de eternidad.
Monday, October 08, 2012
Empecemos semanita con nuevos fragmentos del Racimo de Horcas
No soy ni pretendo ser nueva a la hora de marcar mi fecha de caducidad. Ya otros suicidas vocacionales, afectados casi todos por el complejo de ser o sentirse artistas, se encargaron de ponerle una edad límite a la vida, aunque por supuesto no todos cumplieron. A otros simplemente los sorprendió la muerte o la depresión fulminante y se los llevó sin decir agua va. El escritor colombiano Andrés Caicedo me superó por cuatro años a la hora de marcar la propia fecha de caducidad y lo verdaderamente atípico, fue que cumplió con el plazo. Caicedo consideró infame vivir más de 25 años y actuó en consecuencia. Para él, los míticos 27 de Morrison, Hendrix, Joplin, Cobain y Winehouse significaba ser demasiado viejo. El 4 de marzo de 1977, día en que recibió el ejemplar impreso de su novela Viva la Música, Caicedo decidió tomarse 60 pastillas de secobarbital. La tercera fue la vencida: tras dos intentos fallidos, Caicedo pudo por fin encontrar la muerte y empezar a construir su mito. Dejó tras de sí una obra precoz, compulsiva, desordenada, escrita con la prisa y el atropello de quien tiene prisa y sabe que no hay demasiado tiempo. Una obra por momentos inocentona, que apesta a espíritu adolescente. El mejor libro del escritor que se suicida joven, es la historia de lo que pudo haber sido, la eterna interrogante sobre la tinta que esa pluma pudo desparramar si le hubiera sido dado vivir más años. Los amigos se dan a la tarea de recoger papeles dispersos, diarios garabateados y poemas de servilleta para editar la obra completa de la promesa incumplida y empezar a construir su leyenda.
Caicedo no alcanzó a pudrirse como sí se pudrió el pobre Parménides García Saldaña, que tuvo que esperar a sus 38 años para morirse sin que la más elemental malicia literaria hubiera llegado a su inocente obra que jamás superó la adolescencia. No fue el suicidio, sino una pulmonía mal cuidada y su alcoholismo teporochesco quienes acabaron por cobrar la factura. Parménides vivió trece años más que Caicedo; también bebió y se drogó mucho más que él, pero acaso le sobró algo de litio en la cabeza o careció del afán de construir un mito y hacer de su muerte prematura una obra de arte. Alex Lora y José Agustín se han encargado de mantener viva su leyenda. La diferencia entre Parménides y Caicedo es que el primero no alcanzó a ser un bello cadáver. Sólo quien muere en sus veintes alcanza la aureola de infernal santidad del genio maldito. 38 años son muchos años. No hay glamour alguno en morir gordo y cuarentón como Elvis Presley.
El tercer intento también fue el efectivo para Alejandra Pizarnik, que ingirió diez pastillas menos que Caicedo para quitarse la vida el 25 de septiembre de 1972. Tenía 36 años. Había traspasado la mítica década de los veinte como para inscribirse en el sensual pandemonio de la eterna juventud suicida. Tampoco, que yo sepa, marcó fecha de caducidad ni edad fatal, pero su cuadro psiquiátrico permitía presagiar su destino. A diferencia de Caicedo y Parménides, Alejandra superó la adolescencia literaria y dejó una obra mucho más vasta y exquisita, además de la promesa incumplida de su apoteótica novela, que revolucionaría la gramática. Alejandra murió sin ojos para recordar angustias de antaño y sin labios para recoger el sumo de las violencias y yo empecé poco a poco a sumergirme en su poesía, esa tribu de palabras mutiladas que buscaba asilo en su garganta.