MTY 417
El Cerro de la Silla y los Ojos de Agua de Santa Lucía ya estaban ahí. También la M de la Sierra Madre, el Topo Chico y las Mitras (los hoyos de la pedrera, cuya dinamita arrulló mi infancia, llegaron mucho después) Hace 417 años Diego de Montemayor (andaluz, nacido en Málaga como mi Abuela) trazó en la regia tierra el punto embrionario de una nueva ciudad. Antes de él habían llegado los Carvajal y de la Cueva, judíos conversos portugueses que en secreto seguían practicando la ley de Moisés. La semilla fundacional de Monterrey tiene que ver con un dilema de intolerancia religiosa y un adulterio lavado con sangre. A los Carvajal los procesó y condenó la Inquisición. Montemayor en cambio hizo justicia por su propia mano y acuchilló a su adúltera esposa, la portuguesa Juana Porcayo, quien tenía amoríos con su yerno, el también portugués Alberto del Canto, fundador de Saltillo y esposo de Estefanía de Montemayor, también procesado por judaizante.
La historia oficial de asamblea inmortalizó únicamente la estampita de los Niños Héroes, pero lo cierto es que el gran acto heroico de resistencia ciudadana a la invasión estadounidense se dio en Monterrey el 21 de septiembre de 1846. Cinco días de resistencia feroz desde el Cerro del Obispado, hasta que al final acabaron izando las barras y las estrellas sobre una ciudadela ensangrentada. Nada fácil la tuvieron los gringos con los regios.
A veces pienso que todas estas historias corresponden a una ciudad prehistórica. Que el Monterrey que quiso comerse el mundo y ser más texano que Texas nació con la Cervecería, con la Fundidora, con la Vidriera y los Garza Sada, cuya vocación, estilo y razón de vida se inventó en las aulas del Tec. A veces veo a Monterrey como una ciudad mutante cuya piel cambia como la de los reptiles. A veces pienso que el Monterrey por el que siento nostalgia es una ciudad que ya no existe. Añoro una ciudad que se fue para siempre. La arqueología de mi infancia se hizo polvo. Quedan los atardeceres de la Huasteca y Las Mitras, pero hasta el Río Santa Catarina se hizo cirugía facial, como los nuevos metrosexuales de corporativo climatizado y club de golf. De las calles y edificios ni hablar: no los reconozco ni me reconocen. Somos perfectos y hostiles extraños. Hay una ciudad que dejó de ser mía y sin embargo me duele. Me duele la ciudad de las llamas sobre el Casino Royal; la ciudad de los narcobloqueos y los colgados en los puentes; la ciudad de mil y un estresados ejecutivos luchando a brazo partido contra la vida por no cometer el delito de parecer pobres. Y sin embargo la aleatoriedad me llevó nacer ahí y por más que me autoexilio no dejo de ser regio. Hay nostalgias que te habitan. Una ciudad fantasma o acaso invisible que es fundada y reinventada una y otra vez en el siempre mentiroso reino de mis recuerdos. Felices 417, lejana ciudad mía. DSB