en mi calidad de alacrán libresco no me es dado tener alas
Será una de esas canijas mentadas de madre del destino o que en mi calidad
de alacrán libresco no me es dado tener alas, pero el caso es que nuestra vida
diaria transcurre en un municipio donde no hay librerías. Si quieres pepenar
buena literatura en Rosarito la vas a pasar muy mal. En mi caso es el
equivalente a que un teporocho habite en un lugar donde no hay licorerías en
muchísimos kilómetros a la redonda. Sí, ya sé que hoy en día los libros se
compran en Amazon, que a la puerta de mi casa puede llegar el ejemplar que se
me antoje, que puedo llenar mi iPad de e-books y bla, bla, bla. Bullshit. Se les olvida que
para mí una librería es un fin y no un medio. Uno va a una librería por el puro
gusto rondar por ahí para ser acechado y sorprendido por el más improbable de
los libros, ese con el que ni siquiera contabas y que es capaz de atraparte con
el embrujo de su portada. En un mundo
ideal, sería lindo que en el centro de Rosarito hubiera una bonita librería.
Felices los que viven en el Chilango y pueden pasar la tarde entera en El
Péndulo. Ni hablar de los porteños y su calle Corrientes. Aquí eso es lujo prohibido.
En Rosarito librerías no hay. Para ir a El Día, en Tijuana,
debo manejar unos 30 kilómetros desde casa y no es así como que me quede
de paso. Bueno, me dirán que por estos rumbos existe una librería evangélica,
que la Cruz Roja suele rematar en morralla best sellers gringos, que hay por ahí un café con una pequeña biblioteca y el infaltable Walmart tiene su respectiva mini sección de
chatarra auspiciada por Gandhi, pero para el caso es lo mismo. Me jacto de ser
un lector omnívoro que lo mismo disfruta
exquisitez gourmet que carroña vil, pero recorriendo el mini pasillo del Walmart
concluyo que ni uno solo de sus libros me interesa en lo más mínimo. Ni aunque me los regalaran. Mi alto nivel de tolerancia chatarrera no cae
tan bajo. Hubo un tiempo, hace muchos años,
que en mercado Ley podías pepenar literatura. Ahí llegué a encontrar libros de
Saer, Onetti, Tomás Eloy. Hoy ni
siquiera marranilla Sanborns puedes hallar por estos rumbos. Creo que el único reducto literario
rosaritense que resiste como aldea de Astérix, es una pequeña papelería en la
Constitución, donde entre cartulinas, colores y envolturas de regalos se asoman
tímidas baratísimas ediciones escolares
de algunos clásicos. Como tuzas en los
hoyos de la yerma pradera, brotan Madame Bovary, Crimen y Castigo, Moby Dick, Demian
y la Carta al padre. Son ediciones feúchas, la mera verdad, pero están ahí,
enarbolando su humilde y solitaria bandera de resistencia aunque nadie las pele.
Vaya, no son precisamente bellezas de Acantilado
o Zorro Rojo, pero se aferran, como esas matitas baldías que brotan entre
baldosas de hostil cemento.