Sí hay tal lugar
Lo ordinario es que al llegar los últimos días de diciembre todo mundo empieza a subir sus listas con los mejores libros del año. Pues bien, dado que estamos llegando al final de la primera mitad del 2025, yo me permitiré alterar la costumbre y compartir el que considero el mejor libro que leí en estos seis meses: se llama Sí hay tal lugar y lo escribe Federico Guzmán Rubio. Un ajolote narrativo entre crónica viajera y ensayo a lo Montaigne. Federico agarró la mochila y se fue recorrer las ruinas de siete utopías latinoamericanas que trascendieron lo ideológico para intentar llegar a lo geográfico. Nacieron en el escritorio y llegaron (al menos por un corto periodo) al territorio. Por fortuna, Federico no se limitó a investigar y escribir desde una biblioteca de académico y honrando a los grandes cronistas de antaño, narró describiendo aquello que miró pero sobre todo aquello que sintió al recorrer esos sitios. Ahí están estas ruinas que vio (Ibargüengoitia dixit) aunque en algunos casos quedara poquísimo por ver. Las utopías visitadas son Fordlandia y Colonia Cecilia en Brasil (utopías industrial y anarquista); Nueva Germanía en Paraguay (utopía nazi); la Isla Martín García en Argentina (la utopía republicana); Solentiname en Nicaragua (la utopía revolucionaria) y Pátzcuaro y Santa Fe en México (utopías cristiana y neoliberal). Leí la mayor parte de este libro viajando en tren por Japón (una divina y perfecta utopía en sí misma) De hecho ese primer ejemplar se quedó a vivir en tierras niponas, pues se ocultó en un vagón en el tramo entre Hakodate y Kanazawa. De regreso a Tijuana volví a pepenarlo y me permití releerlo (ahora mismo lo releo mientras finjo participar en una asamblea del comité de vecinos de mi fraccionamiento, una descomunal utopía que a gritos y sombrerazos suma 22 años de convivencia frente al Pacífico). Pienso en lo odioso que debe haber sido Henri Ford, en que me da una hueva enorme la puritana ética empresarial protestante y en que todos en algún momento hemos alucinado con la idea de una comuna anarquista, aunque esté a priori condenada al fracaso. También me hizo recordar el peor carro que he tenido en mi vida, una Ford explorer que me hizo gastar miles de pesos en gasolina y mecánicos. Pienso en que las utopías nazis latinoamericanas siempre acaban luciendo ridículas, patéticas e involuntariamente cómicas. Pienso en que sería bueno mandar a Milei a vociferar y gritonear a la Isla Martín García (alguna vez navegamos a su alrededor pero no nos fue dado desembarcar). Pienso que yo también escuché la palabra Solentiname gracias a Mano Negra, que me inspiró el lago de Pátzcuaro y que nunca me he sentido a gusto cuando he ido a Santa Fe. Pienso que Baja California nació como una desquiciada utopía misional jesuita, que en 1911 los magonistas consolidaron por unas cuantas semanas su utópica república anarquista y que en cierta forma vivir aquí sigue siendo un intento por dibujar una realidad aparte, un absurdo paréntesis interzonal, una península que tarde o temprano se separará de continente (en cierta forma ya lo está) Pero pienso, sobre todo, en que independientemente del tema, lo que más aprecio de un libro es su buena prosa y Federico es un prosista simplemente chingón. Me seduce la idea de la prepotencia del amanecer y su alarde de luz anunciando la categórica violencia del mediodía y coincido en que una revolución a menudo es un cuento fantástico de interpretaciones opuestas o una discreta visita al baño para vomitar y después callar. Un derroche de frases e ideas ingeniosas, de ácidas ironías y un diálogo interno que horada en lo profundo y me hace dudar y cuestionarme mi propio rol como terco e incurable utopista zarandeado por la méndiga realidad. Federico viaja para dudar y para divagar que son las mismas razones que me hacen abrir un libro o cargar una mochila. Me gusta leer a Federico, pues he llegado a la conclusión de que entre matar al rey o beberme una cerveza, siempre será preferible la segunda opción.