El último Samurái cumple cien años
Nació un 14 de enero hace
exactamente 100 años. Se llama Kimitake Hiraoka,
pero tú y yo lo conocemos como Yukio
Mishima y es posiblemente la figura más enigmática, compleja y extravagante que
ha arrojado ese mar de extravagancias llamado literatura universal.
Yo he llegado con considerable
retraso a su universo y confieso que estoy aún muy lejos de poder siquiera dimensionar
la profundidad de su misterio. Mishima va mucho más allá de un excéntrico
suicida con tendencias autodestructivas. Cualquier lugar común o estereotipo se derrumba
frente a la obra de arte que fue su vida y la indescifrable complejidad de su
personalidad.
Mishima Yukio 三島 由紀夫
nació
el 14 de enero de 1925 en un Tokio imperial recientemente devastado por un
catastrófico terremoto. Durante años insistió en que él había presenciado su
propio nacimiento y lo recordaba a la perfección. Su condición de niño débil y
enfermizo lo hizo obsesionarse con la fuerza física y las pruebas de
resistencia extrema. Su abuela Natsu era descendiente de una estirpe samurái
del Shogunato Tokugawa, herencia que lo marcó de por vida. Al parecer llevaba
el destino en el nombre, pues Kimitake significa príncipe guerrero y como tal
se concibió toda su vida.
Amaba las leyendas del Japón
Antiguo, la historia de Genji y la ética samurái, pero aunque era un devoto de
las tradiciones niponas, nadie como él leyó tan profundamente la literatura
occidental de su tiempo. Dostoievski le voló la cabeza. Más tarde descubrió a
Oscar Wilde, a quien consideraba un alma gemela, y se sumergió en Rilke, Proust
y Mann a los que pudo leer en su lengua original, pues hablaba francés y alemán
con fluidez. Descubrió a Raymond Radiguet, el suicida veinteañero que escribió
El Diablo en el cuerpo y se enamoró de su pluma y su trágico destino.
Su filia por los códigos de
honor samurái no le impidió vivir a plenitud su confesa homosexualidad y su
frágil salud infantil, no fue impedimento para convertirse en campeón de karate
y en un experto en el manejo de la katana.
Deseó alistarse como piloto
kamikaze en 1945 e inmolarse en un cielo en llamas mientras enfrentaba a la
aviación estadounidense, pero un principio de tuberculosis provocó su rechazo
en el ejército, lo que no le impidió seguir cultivando su cuerpo a un nivel obsesivo.
Kawabata fue su mentor y
padrino literario. Tuvo un debut incendiario con Confesiones de una máscara, donde
el descubrimiento de su homosexualidad se funde con la humillación y el trauma
del imperio nipón derrotado tras las bombas estadounidenses.
Consciente de que la
existencia no da tregua y sintiéndose un San Sebastián eternamente flechado,
Mishima se dedicó a vivir tan intensamente como le fue posible. Amaba tanto la
belleza que sentía la necesidad de destruirla, como el monje de El Pabellón Dorado.
La belleza es cosa terrible y espantosa y por ello su personaje hace arder en
llamas el monasterio más hermoso de Japón.
En 1957, cuando ya era el
novelista más célebre de Japón y empezaba a ganar fama en el mundo entero, visitó Yucatán y la Ciudad de México en un misterioso
viaje que Cristian Lagunas noveló recientemente en El lado izquierdo del sol. Dicen
que prologó una edición del Popol Vuh (yo aún no la he leído) y fue considerado
un serio candidato al Nobel que en el 68 quedó en manos de su maestro Kawabata.
Ignoro por qué me han dado el Nobel a mí, existiendo Mishima. Un verdadero
genio literario como el suyo lo produce la humanidad cada dos o tres siglos,
dijo Kawabata al recibir el premio.
Sin embargo, más allá de su
genio literario, Mishima decidió ser fatalmente fiel a su destino de Samurái. Detestaba
la paulatina occidentalización de su país y por ello formó un escuadrón ultranacionalista
llamado Tatenokai con el que pretendía dar un golpe de estado para restaurar la
divinidad del Emperador y reedificar el Imperio donde shogunes y samuráis imponían
su ley.
El 25 de noviembre de 1970,
luego de entregar a su editor el manuscrito de su última novela, La corrupción de
un ángel, Yukio Mishima irrumpió con su escuadrón en un cuartel del ejército
japonés. Ahí pronunció un incendiario discurso sobre la necesidad de devolver
el poder absoluto al Emperador y retornar a las tradiciones que dieron grandeza
al Imperio nipón. Terminada su arenga, se colocó el sable sobre el abdomen y en
dos impecables movimientos se rebanó los intestinos consumando un perfecto
seppuku de samurái. Acto seguido, su compañero Hiroyasu Koga procedió a
cumplir su última voluntad y con el mismo sable le cortó la cabeza. Su suicidio
ritual fue su última obra de arte
Más de medio siglo después
Yukio Mishima no solo es recordado como uno de los mayores genios de la
literatura japonesa, sino como un símbolo del nacionalismo nipón y la
resistencia Samurái.
Hiroyasu Koga, el hombre que lo decapitó, aún vive y es un monje sintoísta.