Traficantes de libros prohibidos
Hoy cuesta trabajo creerlo, pero en nuestro país de no lectores hubo alguna vez traficantes de libros que debieron ingeniárselas para burlar controles inquisitoriales y aduanales e introducir al virreinato los prohibidos objetos de papel y tinta como quien cruza una frontera con drogas o armas de alto poder. Cierto, nunca se pudo hablar de un tráfico a gran escala ni de barcos cargados con toneladas de ejemplares, pero la realidad es que siempre hubo quienes con enorme riesgo se las arreglaron para introducir a la Nueva España obras que estaban prohibidas por el Tribunal de la Santa Inquisición. Tal vez la demanda no era enorme por la sencilla razón de que sólo una minoría de los habitantes del virreinato sabía leer y tenía inquietudes intelectuales, pero en cualquier caso el movimiento de obras no santas fue constante a lo largo del periodo virreinal, si bien se agudizó durante el Siglo de las Luces. El Índice de Libros Prohibidos por la Iglesia Católica era vastísimo e incluía todo tipo de obras que iban desde los textos científicos que contradecían las Sagradas Escrituras, como las teorías de Galileo y Copérnico, hasta los libros considerados inmorales como el Decamerón de Bocaccio o inclusive La Celestina de Fernando de Rojas, uno de los primeros productos no sacros arrojados por la recién inventada imprenta de Gutenberg en el Siglo XV. Durante la segunda mitad del Siglo XVIII el índice engordó considerablemente con la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert o las obras de los ilustrados franceses como Voltaire, Montesquieu y Rousseau. En su ambicioso ensayo historiográfico Los delincuentes de papel. Inquisición y libros en Nueva España 1571-1820, el historiador José Abel Ramos documenta la existencia de 552 expedientes sobre libros prohibidos abiertos por la Inquisición. El índice de libros prohibidos, que incluía más de 2 mil títulos, era exhaustivo y detallado en sus descripciones. ¿Quiénes eran los prototípicos lectores de textos anatemizados? Sin duda no los indígenas y mestizos, condenados en su mayoría al analfabetismo, sino los peninsulares y criollos ilustrados. En el caso de las lecturas prohibidas, la Iglesia Católica dormía con el enemigo en casa, pues los principales lectores de esos textos impuros en la Nueva España solían ser clérigos inquietos y en menor medida funcionarios públicos. La investigación de Abel Ramos, que durante años se sumergió en los archivos del tribunal de la fe, ha documentado la existencia de 207 expedientes abiertos a eclesiásticos implicados en la lectura de libros prohibidos y 46 contra funcionarios y empleados de la Corona española. La mayoría de los biógrafos de Miguel Hidalgo y Costilla, coinciden en que el Cura de Dolores poseía una nutrida biblioteca en donde yacían ocultas algunas obras prohibidas de librepensadores ilustrados. Hidalgo, quien era francoparlante, pudo leer a Voltaire y a Montesquieu en su lengua original. Lo que la historia no aclara es cómo se las arreglaba para conseguir esos libros y cuánto pagaba por ellos en el mercado negro, pues una ley atemporal e inquebrantable es que cualquier producto ilegal eleva su precio a veces hasta niveles impagables. Los traficantes de libros, por supuesto, tenían que improvisar sus mañas, como ocultar las letras prohibidas bajo portadas de textos sacros o sobornar funcionarios aduanales. Hoy y siempre, traficantes y compradores se las han arreglado para burlar guardianes.