La Vorágine
Hay quien dice que en los instantes previos a la muerte uno ve su vida entera como una película. Tal vez esta comparación sea particularmente odiosa y desafortunada, pero creo que en los minutos previos al fallo final del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez pude ver, como si estuviera en un acantilado, mi camino de vida dedicado a la escritura. Lo dimensioné absurdo y sublime; ridículo y heroico; maldito y bendecido, condenado a cargar la cruz de lo tragicómico. Nunca como en este otoño me había hecho tantas preguntas en torno a la escritura como vereda existencial. En la límbica región de las noches insomnes y en las errabundas caminatas sin rumbo mi imparable diálogo interno naufraga en un océano de dudas. ¿Qué papel desempeño en este juego? ¿Por qué diablos hago esto? ¿Para qué o para quién escribo? De pronto el mundo literario está ahí, tan inmenso e insignificante a la vez. Por un instante el universo de la escritura me parece descomunal, complejo e inabarcable en su eterna competencia, pero después lo dimensiono pigmeo y estúpido, una vil extravagancia de chiflados, un clubcito tan trascendente como el de unos coleccionistas de mariposas o adictos a la filatelia. Los acomodadores de palabras jugando su carrera de ratones.
No voy a negarlo o a minimizarlo: he vivido días extremos e intensos y en mi cabeza se ha desatado una tormenta tras otra. Quise blindarme contra la ilusión pero no pude. Creí poder resistir el embate de los sueños y las vanas esperanzas pero mi coraza fue despedazada. Me ilusioné y el que se ilusiona tiene un nombre: iluso. Bastaron unas cuantas piedras para despedazar mi blindaje.
En poco tiempo he ido acumulando cierto kilometraje en certámenes literarios, pero juro que nada se compara a la dinámica del Premio García Márquez. Su juego de suspenso y teatralidad te sumerge en un ciclón. Aunque quieras apartarlo de tus pensamientos el tema del premio te sale al paso una y otra vez.
Lo más sorprendente y gratificante fue sentir el respaldo de muchísimos tijuanenses. Gente con la que no tengo una relación cercana y algunos a los que apenas conozco me expresaron con brutal honestidad su apoyo y su fe en mi trabajo. Nunca me había sentido tan cobijado y hoy me duele comprobar que muchos se ilusionaron tanto como yo. También fue emocionante convivir en Colombia con mis colegas finalistas, Liliana, Alejando y Federico, dueño cada uno de su propio e intrincado universo. Fue imposible no quererlos y verme reflejado en ellos.
Los minutos previos al fallo fueron un ritual de solemnidad y sufrimiento. El elegante Teatro Colón de Bogotá atiborrado de periodistas y funcionarios del Ministerio de Cultura, el grandilocuente discurso del presidente del jurado, la lectura del acta y el triunfo de Alejandro Morellón Mariano, un joven escritor español que ha construido un alucinante mundo fantástico en su cabeza, un tipo extraordinario que irradia un aura de autenticidad y nobleza, un personaje literario en sí mismo. Su triunfo es justo y el premio queda en buenas manos, pero creo que nunca podré superar haber visto cómo se rompía la ilusión de mi hijo Iker mientras el acordeón vallenato inundaba el recinto.
Mi única certidumbre es que en Bogotá terminó una etapa en mi vida. Llegué a la estación final de una época extraordinaria y tras el forzoso aterrizaje aún no consumado, sólo puedo concluir que en este noviembre lluvioso comienza un nuevo camino que por supuesto aún no sé a dónde diablos me llevará.