Alegría es emborracharte de instante, aletear con las manos, ser un niño de ocho años brincando en la cama
Tristeza es saber que ni siquiera seremos la nostalgia que podríamos ser.
Miedo es sabernos barcos de papel sobre las fauces del abismal vacío
Rabia es patear la calle, pegarle a los muros y arañarle la cara al destino.
Rabia es enseñarle los dientes a la corrosión de la conformidad.
Saturday, January 13, 2018
Monday, January 08, 2018
Puedo imaginarlo perfectamente como un personaje de Roberto Bolaño en La literatura nazi en América. He llegado a creer que fue él quien inspiró el libro. Es obvio que el chileno tuvo conocimiento de la existencia de su obra y curioso y bibliófilo como era (además de aficionado a la historia militar) no es para nada descartable que Bolañito haya leído Derrota mundial durante sus correrías infrarrealistas.
Filias y fobias aparte, lo cierto es que como personaje literario las posibilidades de Salvador Borrego son vastísimas. Un escritor con malicia e imaginación podría sacarle harta tajada a su figura. Su condición de profeta para una pequeña pero combativa cofradía y la autoría de una obra seminal y proscrita como Derrota mundial, lo colocan en los márgenes y en una atípica forma de subversión. Sus casi 103 años de vida, sus 58 libros y sus más de 250 ediciones abonan a la leyenda. Me llama mucho la atención ver que sus obras suelen ser distribuidas en ferias por los puestos que venden textos sensacionalistas sobre ovnis, profecías y enigmas. El horroroso y anacrónico diseño editorial de la mayoría de sus libros, lo emparenta en el envoltorio con toneladas de chatarra en donde se mezclan templarios, faraones egipcios y extraterrestres. La gran paradoja, es que dejando de lado sus filias nazis y su catolicismo radical, la visión del mundo de Salvador Borrego y su conspirafobia es casi idéntica a la de millones de chairos. Aunque con orígenes en apariencia contrastantes, al final del camino la cosmovisión de un Salvador Borrego o de un Eduardo Galeano coincide en imaginar siniestras conspiraciones supra-capitalistas en Washington y Nueva York que pretenden debilitar soberanías latinoamericanas, destruir nuestros valores culturales e imponer la dictadura del dinero y el libre mercado. Podríamos verlos como los irreconciliables extremos de una cuerda, pero los pocos filonazis catolicones de Borrego y los millones de chairos lectores de Galeano y similares tienen enemigos comunes a los que odian con vehemencia: la globalización, el neoliberalismo, el capitalismo mundial y todo lo que huela a Tío Sam. Al final de cuentas no son tan distintos. Se quieren y no son novios.
Cuando la historia se torna odiosa
Irremediablemente llega un momento, al tercer o cuarto día de haberla comenzado, en que empiezo a odiar la historia que estoy escribiendo. Es inevitable y he aprendido a resignarme a ello. Las fases del desarrollo de una creación literaria en estado larvario o embrionario no suelen tener demasiadas variaciones en esta etapa de mi vida. Podría hasta hacer un manual y tratarlo como un proceso fisiológico en donde el molde sólo puede ser roto por una severa anomalía. Cuando se enciende en la cabeza el foco de la historia suele haber un momentáneo y siempre fugaz lapso de éxtasis, como el marinero que inmerso en un espejismo cree distinguir una isla en donde solo hay nubes. Equiparo esta sensación al repentino avistamiento de aletas o colas de cetáceo en el Pacífico. Duran apenas un segundo o fracción. A veces logro tirar de ese hilo difuso y entonces, por un solo instante, el relato parece lleno de sentido, con mil y un posibles senderos narrativos para desarrollar. Estas cosas me ocurren desde niño. Como un destello de luz, irrumpe en mi red neuronal un posible cuento que parece alucinante y sorprendente, un engranaje casi perfecto y estructurado dentro de su aparente locura. La historia puede permanecer días, meses o años en esa condición de larva, como una eterna e inmaculada promesa de cara a un mañana por siempre postergado. Desde hace más de siete u ocho años tengo en mente una historia sobre los últimos días de Iosu Expósito de Eskorbuto pero es fecha que no escribo la primera palabra. Sé también que voy a narrar una historia sobre Jeff Hanemann y la reclusa parda que le pudrió el brazo y la vida pero el mañana se expande como un chicle hecho globo. Sé que quiero escribir una absurda historia sobre Salvador Borrego que este día ha muerto a los 102 años, sobre aquella absurdísima noche en la Casa del Lago en donde coincidieron tres hipsters y un joven neonazi. Borrego, anacrónico y desafiante, pariendo libros hermanados por el diseño editorial más chafa posible. Borrego, como un sobreviviente de la bolañesca literatura nazi en América. Una historia donde revisionistas, conspirafóbicos, cazadores de ovnis y tribuneros se den la mano en una librería pordiosera. Pero no estamos hablando de Borrego, sino de mis compulsivos legrados literarios. El 1 de enero, un video de los 69 Eyes me hizo concebir la idea de un traba gordinflón y oscuro yaciente en una silla de ruedas, empujado por un predicador cristiano de traje raído y percudido en medio de una avenida en el desierto. El entusiasmo duró tres días y al tercero simplemente abortó. Ahora me obligo a escribir una historia que odia la idea de ser escrita, que se resiste y da coletazos. Una historia que me escupe a la cara, zangolotea entre mis brazos y se escurre como un molusco lovecraftiano embarrado de aceite y mantequilla. Una historia que odia la sola idea de existir.