La novela es como el estuario o el arroyo donde desembocan varios ríos. Ríos caudalosos con torrentes furiosos y cascadas, ríos de aguas cristalinas atiborrados de peces pero también ríos de aguas negras, ríos sucios y contaminados, ríos de aguas estancadas o plano pantanos. Todo cabe y todo desemboca. Es como el Tigre en Argentina, un arroyo desembocadura de muchos ríos que bifurca entre un montón de islas. Así veo a la novela. Los ríos son los géneros literarios y la novela es el gran estuario en donde todos pueden desembocar. ¿Cambiaron las reglas del juego? No, más bien cambió el juego completito, aunque en realidad casi cualquier innovación ya estaba en el Quijote. El hipertexto, la fusión de géneros, las historias paralelas, los relatos ocultos dentro de otro que van emergiendo como muñecas rusas. Todo eso ya estaba en 1615, cuando Cervantes concluyó la Segunda Parte.
Lo que ya podría ser un subgénero ensayístico en sí mismo es el obituario de la novela. Los sepultureros o los funebreros de la novela son una especie que se multiplica. Lo peor es que se creen originales, modernos e innovadores. Con demasiada frecuencia me topo sabihondos que te salen con la perorata de “la novela ha muerto”. Se llenan la boca cuando lo dicen. Proclaman su muerte pero casi todos ellos - vaya paradoja- acaban escribiendo una novela que generalmente suele ser un bodrio hipster posmo experimental abstracto autoficcional que a mí las más de las veces me resulta aburridísimo y ahuevante. Lo siento, pero cosas por su nombre.
En la novela cabe todo y aferrarse a un canon es absurdo. Creo que la novela y el ensayo (el ensayo libre hijo de Montaigne, obviamente, no el académico) son los géneros más libres y tolerantes con la fusión y la experimentación. Hay novelas que bifurcan o se fusionan con ensayos y ensayos que al final son novelas. Cuando la fusión se logra con habilidad y malicia el resultado es fantástico y es algo que disfruto muchísimo. Novelas donde cabe el ensayo, la crónica, el reportaje, el epistolario (aunque sea en forma de twit o post facebookero). Siendo honesto yo soy más ensayista que novelista y a menudo cometo el pecado de reflexionar demasiado en mis ficciones o atiborrarlas de contexto. Aun así, debo admitir que admiro a los grandes contadores de mentiras, a quienes más allá de los delirios autoficcionales son capaces de inventar personajes, de crear una trama, una historia con dilema y desenlace, aquellos grandes mentirosos que poseen el embrujo para mantenerme despierto y sembrarme más preguntas que respuestas. La novela está viva y vivirá mientras sea capaz de reconstruir o reinventar en palabra escrita el universo y el espíritu de una época y mientras esa arquitectura de palabras encuentre un solo lector y lo transforme en insomne y le llene la cabeza de dudas. Mientras eso suceda los funerales y el réquiem podrán quedarse esperando.
Saturday, February 18, 2017
Wednesday, February 15, 2017
Como una suerte de juego de galletas chinas, a menudo abro al azar libros de Federico Campbell y me pongo releer donde la aleatoriedad dicte. Las más de las veces encuentro una clave o un señuelo que retroalimentan alguna obsesión actual. Anoche abrí Post Scriptum Triste y me reencontré con este párrafo:
“Todo escritor de oficio sabe que cuando está escribiendo y deja de hacerlo –porque se va a comer o a dormir, a meterse debajo de la regadera o a transportarse en un taxi- hay otro escritor que sigue escribiendo. Ése es el verdadero escritor fantasma que, como el perico en el hombro del pirata, tiene todo escritor. Este “papagayo de pirata” -según me decía mi amigo brasileño Wladir Dupont- sigue escribiendo en las noches de insomnio o de sueño profundo. Es el escritor automático que no pocas veces soluciona los mejores párrafos”.
Coincido con el gran Federico. El mejor narrador, el más loco y alucinado de todos, es el que me toma por asalto cuando voy caminando, cuando me estoy quedando dormido o cuando sueño. Es ese canijo contador de historias que en los momentos menos adecuados y sin decir agua va me pone a hablar solo. Para escribir no necesito tener una pluma en la mano o estar frente a un teclado. Cuando me mires a los ojos y mi mirada esté en otro lugar (Charly García dixit) es porque estoy escribiendo. Hoy se cumplen tres años sin Federico Campbell. Mil y un hubieras e historias de lo que pudo haber sido se han tejido desde entonces mientras cruzo furtivamente y sin papeles mi propia frontera narrativa.
Casa del Abuelo. Hay ciervos (y duermevelas) condenados a retornar a perpetuidad al mismo abrevadero (¿abismo abrevadero?). Casa del Abuelo, pero no en esta ocasión la de Río San Juan, sino la impersonal esquina azul, la biblioteca frente al Ángel de Garza Sada. En las paredes se leen teléfonos de alguna agencia petulante con nombre anglosajón. El vecino, cuyo nombre y elementales características he olvidado, resultó ser conocido y hasta amistoso. Aguardé en su casa hasta que arribaron los de la agencia. La casa estaba cerrada con varios candados. Pregunté por libros prófugos de la biblioteca donada, por el busto en bronce de Cervantes. Había algún montoncito con textos didácticos infantiles y algún embalaje incierto. Observé la sala y el comedor, improvisados como cuarto de hospital la última vez que estuve ahí, y pensé en que los nuevos propietarios jamás sabrían que justamente ahí expiró mi Abuelo el 14 de enero, que los nuevos habitantes deambularían entre sus nuevos muebles sin saber que en ese punto exacto yace el último aliento de un filósofo, que cada improbable rincón es el ojo de un tornado de almas muertas y que hoy la niebla es tan duermevelosa y de novela negra…