Eterno Retorno

Thursday, September 27, 2018

Aleatoriedad vs Destino ¿La aleatoriedad tiene un demonio?

Al final el gran dilema tiene que ver con la guerra a muerte entre aleatoriedad y destino. El capricho del caos puro o el destino inquebrantable de una deidad inflexible. Los griegos lo tuvieron claro: nacemos marcados por la fatalidad. Algún dios cruel nos traza el camino y nuestras rebeliones apóstatas serán inútiles. Aún nuestras rebeldes salidas por la tangente y nuestros golpes de timón formarán parte de lo irrenunciable del destino. Hagas lo que hagas no podrás escapar a tu sentencia. Por revelación del oráculo, Esquilo sabe que morirá cuando un objeto contundente caiga sobre su cabeza. Sin duda imagina una viga o la piedra de un muro, la columna de un templo o el techo de una vivienda y ante tal certidumbre, se exilia a vivir a una llanura, un descampado absoluto donde el único techo posible es el cielo, sin contar con el quebrantahuesos que dejará caer una tortuga al vacío, con tan mala fortuna que se estrellará contra su cabeza. El ave rapaz podría ser la máxima expresión del caos absurdo o la quirúrgica divinidad del destino, la precisión de relojero de la que hacen alarde algunos dioses a la hora de matarnos ¿How the gods kill? Arrojando tortugas desde el cielo. “Los caminos de dios son perfectos” es una frase que los cristianos y las cofradías más cursis del Facebook machacan con obsesiva frecuencia. Su dios tiene trazado un plan perfecto para ti y cada milímetro recorrido en tu camino de vida ha sido trazado con enfermiza precisión. Hagas lo que hagas, no podrás escapar a ese accidente o a esa enfermedad, porque forma parte de los planes de ese diosecillo tan molestón y desocupado. Apóstata como soy, prefiero creer en la divinidad del caos. La pureza del absurdo yace en su ceguera absoluta. El caos no tiene planes, ni categorías morales ni juicios de valor. Todos somos hijos del azar y el azar es un artista. A final, la vena politeísta me obliga a elevar a la aleatoriedad a la categoría de deidad. No es un Zeus celoso e inflexible o un Jehová iracundo aferrado a hacer cumplir al pie de la letra sus profecías. Prefiero imaginarlo como un diablejo o un gnomo borracho, una bruja impertinente y dicharachera, rigurosamente ciega, drogada y dueña de un involuntario y negrísimo sentido del humor. Esta deidad briaga e invidente da tumbos contra las paredes mientras aprieta botones y jala palancas. Sus tiempos son perfectos porque son caóticos y nosotros somos sus amados hijos.

Monday, September 24, 2018

A veces creo que vengo de otro tiempo muy lejano o de un mundo raro, en donde podías ir de visitante a un estadio rival luciendo tu camiseta de los Tigres sin que ello implicara ser acuchillado o atropellado. Muchas veces fui a clásicos en la cancha del Tecnológico llevando indumentaria Tigre, en la época en que camisetas y banderas se mezclaban en todas las zonas del estadio. Claro, podían echarte bulla, gritarte, tirarte cerveza con meados pero de ahí a intentar matarte me parece que hay un gran trecho. He acudido a partidos de los Tigres en muy diversas plazas del futbol mexicano. Muchas veces al Azteca, al Olímpico Universitario, al Azulgrana, a la Bombonera, al Corona, al Jalisco y todas las veces que ha visitado el Caliente en Tijuana. Estoy acostumbrado a la carrilla pesada -el que se lleva a se aguanta- pero todavía no me ha tocado un intento de asesinato. He ido a partidos de liga en Argentina, España, Francia, Italia, República Checa, Colombia y Estados Unidos y hasta ahora lo más violento que he vivido fue en Avellaneda en un Independiente vs Racing en 2006 que fue suspendido en medio de macanazos y gases lacrimógenos de la policía. El futbol es absurdo, ya lo sé, pero es - junto con la literatura y el rock- uno de mis absurdos favoritos. Puedo emocionarme, enfurecerme o desbarrancarme en la tristeza durante los partidos de los Tigres, pero ni aún en los momentos de pasión extrema pierdo de vista que se trata de un pasatiempo. Sí, detesto a los rayados de Monterrey y siempre he celebrado las derrotas de ese pestilente equipo, pero les juro que nunca me ha pasado por la cabeza acuchillar a un desconocido o aventarle el carro solamente por llevar puesta una camiseta rayada. ¿En qué momento cruzas el umbral en el que pierdes de vista algo tan elemental? ¿Qué chip mental se ha podrido para que puedas ejercer tanta crueldad sobre un ser humano del que no sabes absolutamente nada? Siempre me ha interesado indagar en torno a ese nivel de odio ciego que puede llevar a matar por matar. Un día publiqué una novelita sobre un hooligan serbio llamado Predrag que era feliz repartiendo chingazos afuera del estadio en Belgrado hasta que un mal día un comando paramilitar lo recluta y de la noche a la mañana se transforma en un sanguinario criminal de guerra. Algunos grupos de exterminio en la guerra balcánica fueron formados por aficionados radicales del Estrella Roja. Pues bien, si aquí hubiera una guerra (y en los hechos la hay) y alguien pusiera armas automáticas en las manos de los integrantes de la barra rayada, no dudo que esos tipejos masacrarían inocentes a placer. El umbral ya lo han cruzado. Tienen la sangre cochina y la mala entraña ¿Qué carajos se pudrió en Monterrey?

Ya no soy el lector que fui. El cuervo de la dispersión me ha envuelto en sus alas. Ignoro si deba atribuir esto a la larguísima fila de ejemplares no leídos que aguarda sobre la mesa; a mi compulsiva adquisición de nuevas lecturas (compro y me regalan libros por igual); a los mil y un distractores que brotan del Aleph-pantalla o si esta bibliófila promiscuidad tiene que ver con la edad, pero lo cierto es que ya no soy un corredor de fondo y largo aliento. Pese a que en mi adolescencia y primera juventud fui encarnación de caos y anarquía, como lector fui mucho más disciplinado y constante de lo que soy ahora. Hubo un tiempo en que mi lectura de la temporada era todopoderosa. La novela elegida - o la que por puro y vil azar caía en mis manos- se transformaba en compañera omnipresente y nadie le disputaba su lugar. Eran los tiempos de Milan Kundera, de Carlos Fuentes, de García Márquez, de José Agustín y de Carlos Castaneda. Leía en orden, de la primera página a la última y solo entonces comenzaba con una nueva lectura. En aquel entonces no era dueño de tantísimos libros como ahora, pero aun así no me faltaban alternativas. Trabajaba como empleado en una librería y hacía servicio de becario en una biblioteca, por lo que podía darle vuelo a la hilacha sin límite alguno. No le hacía ascos a las novelas rechonchas ni me espantaba lo complicado. Me chuté alegremente el paquete básico de Rayuela, Cien años de soledad y La región más transparente, pero también Doktor Faustus de Thomas Mann, Ana Karenina de Tolstoi. Hoy simplemente no cuesta horrores serle fiel a una sola lectura. A medias leo cuatro o cinco a libros a la vez, sin que ninguno alcance a sacudirme.