Eterno Retorno

Saturday, October 22, 2011






El comedor es para hacer tareas, el estudio para escribir. Llámalo manía de viejo, demencia cerril (sí, demencia del cerro, como la Canica) pero hay sitios y horas para todo. Desde un tiempo para acá, me ha caído el veinte que eso de las musas y la inspiración es una gran patraña. Escribir es como poner ladrillos, como hacer carpintería. Ponte a jalar y punto. Las palabras son tus ladrillos o tus pedazos de madera. Pero sucede que a mí me suelen brotar las palabras de madrugada o al alba, en las horas previas a la salida del Sol, cuando el café recién molido hierve en mi garganta y en mis sentidos. Café: droga bendita. El grano milagroso encargado de darle cuerda al reloj de la vida. La misma vida que te jode, te escupe, te hace cariños y te gasta bromas pesadas. La perra vida a la que le vuelves a dar cuerda con tus granos de café, uno y otro amanecer mientras un gallo canta (sí, vivimos en un entorno granjero, somos vecinos de un gallo) y los motores de tus vecinos que laboran al otro lado se encienden y empujan la piedra de Sísifo rumbo a la línea internacional y la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Y la vida que muerde, cada cierto tiempo y la vida que se disfraza, de ilusiones y alucinajes. El amanecer es territorio del café. La noche es de whisky y cacahuates. Esta adictiva combinación debe ser asunto personalísimo, pero sucede que el whisky, como los aficionados del Liverpool, nunca camina solo. You never walk alone dear whisky. Tus cacahuates están listos para acompañarte. El comedor es el ritual de la agrafía. El comedor es para hacer tareas (aunque justo es reconocer que Réquiem por Gutenberg y Mitos del Bicentenario se escribieron allá abajo) Aquí, en mi caósfera de papel, donde mil y un dorsos y portadas me prometen viajes alucinantes, soy una suerte de Alonso Quijano región cuatro. Y de pronto reparo en mis toneladas de libros. Mis infinitas mudanzas siempre han tenido sobre su espalda el factor libros. Cajas y cajas de libros pesados que he acarreado de allá para acá (fui de todo ¿y con medida?) pero tras casi ocho años y medio viviendo en esta casa, puedo concluir que nunca había tenido tantos libros como ahora. Libros amontonados, atiborrados, en cerros y pirámides. Libros, revistas, periódicos. Paraíso de polillas y ratones. Los libros de la biblioteca DSB yacientes en la podredumbre en la era del Réquiem por Gutenberg y cada cual tiene un “treep en el bocho” (yo tengo un chingo) Nótese que Charly García ameniza la nochecita. Con mi mal treep en el bocho a cuestas, pienso en el destino de todos estos libros. Yo crecí en una biblioteca que era diez veces más grande que ésta. Una biblioteca que tapizaba las paredes de la cocina allá en Río San Juan. Esa biblioteca tuvo un destino: hoy yace en la Universidad de Nuevo León. Los libros de mi biblioteca son bastardos si gloria. Acabarán en una feria del libro usado, rematados a diez pesos, en una mesa rascuachona en una tarde de lluvia. De pronto reparé en la tarde en que alguien que no ha nacido aún, hojeará distraído un viejo libro mío, muchos otoños después de que yo haya muerto, cuando los libros sean el colmo de lo obsoleto o piezas vintage para una decoración cool y verá mis firmas, mis garabatos, mis exabruptos de tinta demente y acaso compre ese libro en diez pesos y lo arrumbe en un rincón. Por cierto: desde un tiempo para acá, todos mis libros llevan en su primera página el nombre de mi hijo. Ritualmente me gusta anotar su nombre de cuatro letras, como si fuera a ser el destinatario de esta herencia inútil, de esta carga de toneladas de estorboso papel donde yacen incomprensibles apuntes y compulsivos garabatos de tinta teporocha.