Inmersos en rabioso cónclave con sus demonios
Yacen ahí, deambulando a la orilla
de la avenida, mirando al vacío o gritándole
al viento, inmersos en rabioso cónclave con sus demonios. Siempre a la vera del
camino, echados en el camellón o bajo el
puente peatonal, irrumpen de pronto en el estacionamiento del supermercado o en el
crucero urbano buscando dirigir una reversa o pasarle un trapazo al parabrisas
mientras un paranoico automovilista les arroja un “no” desesperado. Puedes fingir que no están ahí, concentrar tu
vista en la luz del semáforo, en la pantallita de tu teléfono o en el tráfico siempre hostil, pero tarde o
temprano sus miradas acertarán a cruzar aunque sea solo por un par de segundos.
Tú evadirás sus ojos desde tu climatizada burbuja móvil y él buscará hacer contacto
contigo desde la supurante llaga de su desmoronamiento. Como forman parte de la vida cotidiana el
factor sorpresa se descarta, pero es innegable que en los últimos meses se han
multiplicado.
La calle grita su verdad con desparpajo y la única certidumbre es que el
último año el pavimento está sobrepoblado en Tijuana y Rosarito.
Ignoro si exista un censo apenas aproximado, un cálculo medianamente realista,
pero basta mirar alrededor para darnos cuenta que son miles o decenas de miles
las personas sin casa. Por pura observación y sentido común, la única conclusión posible es que su número se
incrementa cada día. Mira en esa
banqueta y descubrirás una cobija percudida, un tenderete, un pedazo de
plástico o lona que intenta fungir como techo. Observa a un costado de la rampa
El Soler y descubrirás que en pocos meses se ha formado una aldea de cartón en
la ladera. Llámalos como quieras:
indigentes, pordioseros, vagabundos, homeless, teporochos, tecatos, jaipos, habitantes todos
ellos de la abismal orilla que la autoridad no quiere ver.
¿Cómo desembocaron en este río de aguas negras? Sus afluentes son
múltiples: unos migraron del sur y literalmente toparon con pared; otros fueron
deportados del norte y cayeron aquí como quien cae en un resumidero. Muchos
naufragaron en el pantano profundo de la adicción y encontraron el sentido de
la vida en una puerca jeringa o en un foco quemado. Otros se quedaron sin
empleo, pues la pandemia acabó con el último flotador que le quedaba sus vidas
para no naufragar. La esquizofrenia, el
quiebre psicótico y el derrumbe neuronal llegaron de la mano. También la
hepatitis, la tuberculosis, las gangrenas y las mil y una infecciones que regala
el sótano. La vida muerde y patea, te zarandea de mil maneras y te desgarra. Tú
pisas el acelerador creyendo ir a alguna parte, te colocas tu cubrebocas,
checas compulsivamente tu teléfono celular para chacotear en redes sociales y
sientes que todo ello tiene sentido, pero la barrera que te separa de quienes
moran a la vera del camino es más tenue de lo que tú crees Los cimientos de tu
estabilidad económica y mental son frágiles. Tal vez ellos son la expresión más
cruda del derrumbe, el mórbido extremo de la cuerda en donde la miseria se
muestra con desparpajo, pero la actual crisis sanitaria y económica ha dejado
por herencia multitud de damnificados que tal vez no viven aún en las calles,
pero cuya salud emocional y física no es mucho mejor que la de los habitantes
del río cementado. Después de todo, ellos son nuestro espejo. Tú eres ellos, yo
soy ellos. Una delgadísima ficción nos separa.