Silenciosa y discreta, la Muerte va caminando a mi lado y supongo que si esta mañana de septiembre la siento tan especialmente cercana, se lo debo atribuir a la niebla. Aunque disfruta jugando a ser invisible, la Muerte nunca te deja solo. No hay un solo instante en tu camino de vida en que ella deje de vigilar tus pasos. Lo que sucede es que cada cierto tiempo irrumpen amaneceres u ocasos (casi nunca mediodías) en los que puedes sentir su aliento en tu oreja. Sí, debe lo denso de la niebla o lo fuerte del silencio, pero hoy es uno de esos amaneceres. La historia de mi vida es la historia de las calles que he tatuado con mis suelas, pero de todos los caminos que he recorrido para ir a escuelas, trabajos y destinos irrenunciables, ninguno tan largo e improbable como el que me toca recorrer en las mañanas de este triste capítulo de mi historia. Mi vida diaria se construye de rituales improbables (yo mismo me considero uno de los más acabados productos de la improbabilidad) y el primer ritual del día suele ser caminar una improbable vereda, oasis de silencio en medio del caos urbano. El solo hecho de transportarte por la vida usando tus pies es ya de por sí el más extraño de los actos que puede consumar un clasemediero en una ciudad donde la única deidad se llama automóvil. Aquí solo caminan los dementes, los vagabundos e indigentes, los lumpen proletarios condenados por un dios iracundo a usar sus extremidades inferiores para desplazarse. Que alguien salga de su casa en un fraccionamiento pequeñoburgués y camine más de 45 minutos cuesta arriba por una brecha rural en donde los únicos peatones frecuentes son conejos y serpientes, puede ser considerada como una señal de incurable extravagancia o de plano demencia. En mi caso es una necesidad, práctica y ontológica. Práctica, porque no tengo otra manera de salir de casa y la única forma de llegar hasta el lugar donde pasa el transporte público más barato que no sea a bordo de un carísimo taxi especial o pidiendo un aventón, es caminar poco más de tres kilómetros por el monte. Ontológica (o acaso inspiracional) porque suele ser caminando y suele ser por mañana cuando estallan las tormentas de ideas en mi cabeza. Caminar en soledad significa ir pariendo historias, poner play al casete del diálogo interno y desparramar imágenes e ideas que brotan en catarata y se diluyen apenas surgidas como burbujas en la arena. Esta mañana del 11 de septiembre (11 aniversario y martes había de ser) la niebla y los fantasmas han decidido cobijar mi improbable vereda.
Es una mañana oscurísima y sobre todo húmeda. La caricia del Pacífico es tan densa, tan penetrante, que en pocos minutos ya estoy empapado. Es brisa, pero tiene cara de lluvia y en teoría es un amanecer fresco, aunque pronto estoy sudando. Sólo en la costa del corredor Tijuana-Ensenada he vivido amaneceres así, donde la brisa se corta con cuchillo y el Pacífico se impregna en cada poro. La niebla es una cobija sobre mi cuerpo y apenas puedo ver unos metros delante de mí. De pronto, me detengo y siento el abrazo del silencio y el desamparo. Solo escucho mi respiración o acaso sea el aliento de la Muerte que se ha detenido conmigo. Los conejos son sombras en fuga y los caballos apenas un presagio. Pienso de pronto en La Carretera de Cormac McCarthy y pienso que hace falta muy poca imaginación para sentirme en medio de un paisaje apocalíptico. La rola Strange Higways de DIO suena en el estéreo de mi cabeza. A menudo me da por producir videos mentales para ciertas rolas. Es un vicio que tengo desde niño y para Strange Highways he imaginado uno que se parece muchísimo a lo que estoy viviendo esta mañana: una desolada carretera cubierta de niebla que no conduce a ninguna parte. La canción comienza lenta y dulce, enigmática. En ese momento recorres la carretera creyendo ir hacia alguna parte, pero el tono va en crescendo y cuando la densidad de riffs doom puramente sabbathianos irrumpe, te das cuenta que la carretera no conduce a ninguna parte y que sin saberlo, has penetrado a otra dimensión Sí, la rola que suena el estéreo de mi cabeza es la de DIO, pero la historia que voy construyendo o más bien dicho terminando, es harto distinta. La lluviosa tarde del 1 de julio en la Ciudad de México emití mi voto en una casilla especial en Avenida Coyoacán luego de siete horas de fila. Regresé empapado y lleno de malos presagios. En la tele, la selección española masacraba a los italianos por 4-0 en la final de la Eurocopa de Ucrania-Polonia, mientras mi país se tiraba feliz a un pozo de mierda, regalando su voto y su dignidad a cambio de una despensa. En ese momento una historia me tomó por asalto: un promotor inmobiliario madrileño narra el lento derrumbe de su patrimonio y su gradual hundimiento en el lodo de la recesión mientras la selección de futbol de su país va cosechando éxitos en las diferentes canchas del mundo. Pensé que sería un cuentito, pero se fue alargando y alargando. Continué escribiéndola en Guadalajara y a la fecha, con más de 11 mil palabras, no acierto a ponerle punto final, cosa que quiero hacer hoy mismo. Este sería mi cuarto cuento relacionado con el futbol. Mi idea es completar una antología de once cuentos futboleros y reunirlos en un solo volumen. El quinto cuento aun no tiene una sola palabra escrita, pero ya se ha construido en mi cabeza: un adolescente serbio en el Belgrado de los 80, malgasta su vida apoyando al Estrella Roja, hasta que las milicias del Tigre Arkan lo contactan y tras unas cuantas cervezas, deciden reclutarlo. Aún no se cómo llamarlo ¿Partisano? El Partizan es el rival del Estrella Roja.
Sigo caminando y los pasos de la Muerte van en perfecta simetría con los míos. De pronto siento urgencia por escribir, por desparramar de una vez por todas el atiborre de letras nonatas que deambulan en mi cabeza o que a medias se han aventurado a correr por la hostil estepa del papel en blanco. Racimo de Horcas, Vientos de Santa Ana, Caósfera, Once cuentos futboleros y Días de whisky malo (una especie de antología de cuentos de viejos rockeros otoñales) Quiero terminar todo eso antes del 31 de diciembre de 2012, pues algo me dice que el tiempo no va a alcanzarme, que la vida es ahora, que esas palabras deben desparramarse antes de que vayan al limbo de las letras no natas como fetos en legrado. Life won’t wait. ¿Pero se supone que uno debe andar revelando planes narrativos en un blog? Sigamos caminando entonces. Sí, por historias no paramos y cada caminata significa parir personajes y mundos alternos, heterónimos y entornos que en cualquier caso suelen estar muy lejos del aquí y el ahora. Nada del mundo real dice Fito Páez. Así, entre la niebla, la Muerte compañera y las historias que brotan como parvada de cuervos prófugos de mi imparable diálogo interno, he llegado de nuevo al camino pavimentado. He cruzado la frontera que divide la delegación Playas de Tijuana de San Antonio de los Buenos y como el forastero que irrumpe a un reino por la más lejana frontera, he entrado en ese non plus ultra de la clasemedieréz llamado Santa Fe. El taxi colectivo que tomo (las antiguas guayinas metamorfeadas a la fuerza en vans) es de la Ruta Centro-Tecolote-Gloria-Pórticos-Cedros. Pequeños milagros tiene la vida diaria: el asiento delantero va desocupado y reservado para mí. De hecho solo un pasajero viaja a bordo. Frente a mí, sentado en la guantera, un peluche del Enano Gruñón de Blancanieves me mira mientras me oferta un corazón cursi que dice “Quiéreme”. Hay un par de banderitas de México en el parabrisas y una caja de madera que dice “Michoacán” en donde se amontonan las monedas. El chofer y el único pasajero hablan sobre dramas migratorios. El pasajero está dispuesto a cruzarse, si es preciso esta misma noche, pero no tiene papeles. Tiene pinta de tecato o por lo menos de ser un ser maltratado y mallugado por la vida. Dice su hija ya está allá y hasta es residente, pero él está atrapado en este infierno mexicano. El chofer, -gordito, bigote de otro tiempo, sureño inconfundible y acaso buena gente- aconseja mesura y paciencia y empieza a narrar su propio periplo migratorio. Dos veces ha sido deportado y dice, sin asomo de autocompasión, que se arrepiente de haber hecho un mal record en los Estados Unidos, pues ahora no puede regresar con su familia. Acto seguido muestra una foto de su hijo, un adolescente vestido con uniforme militar que posa junto a una bandera de Estados Unidos ¿Es un abanderado de escolta escolar o un marine recién ingresado? No lo sé y dado que sólo escucho la conversación sin intervenir, me quedo con la duda. El caso es que su hijo está lejos y su esposa ya se ha juntado con otro, afirma el chofer. No lo dice con furia ni maldice a la vida o a su suerte. Su narrativa es la de quien se resigna a lo inevitable. Su hijo enarbola las barras y las estrellas, su mujer coge con otro tipo y él conduce un taxi que va de Cedros al Centro tijuanense y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Casi cualquier habitante de esta ciudad carga a cuestas un quebranto migratorio. Una esposa que es residente pero no ciudadana a la que no puede ver desde hace años, un prometedor trabajo en la construcción que se ha hecho añicos con la visa que una mala tarde le fue retirada o negada o esa redada maldita en el trolley que acabó en la abominada deportación o esos papeles que aguardan cubiertos de polvo en el consulado y el habitante de esta Tijuana nuestra es como el Axolote de Bartra, un anfibio atorado en una metamorfosis nunca consumada. Quiso cruzar la frontera y no pudo; añoró retornar a su amado Nayarit, pero la miseria fue más fuerte que la nostalgia y la eternidad del por mientras se consumó en las calles de Tijuana por donde conduce un taxi o regentea un puesto en el sobre ruedas esperando su tierra prometida. Pienso en ponerme mis audífonos, pero caigo en la cuenta de que soy más feliz escuchando historias de taxi tijuanero. Abro mi libro: Mejor que Ficción. Crónicas ejemplares, antología compilada por el colega Jorge Carrión. La historia que voy leyendo se llama “Consejos de un Ama inflexible a una discípula turbada” y la firma mi colega peruana Gabriela Wiener. Es una crónica vivencial sobre el voluntario sometimiento de la reportera al ritual bondage de una dominátrix española.
El taxi avanza por Santa Fe y yo, extrañamente, no traigo tanta prisa esta mañana. De pronto sucede el colmo de lo improbable. Un tipo con una chamarra de los Pittsburg Steelers aborda el taxi y de su mochila extrae un libro. Es rarísimo ver a alguien leer a bordo del taxi en Tijuana. Vaya, es más probable que se suba una tipa guapa a que se suba un lector y mira que las tipas guapas son bastante escasas por estos rumbos. Estoy acostumbrado a ser el único lector solitario y desamparado en un planeta ágrafo y las pocas veces que alguien saca un libro, suele ser por regla general una señora cristiana que redime sus miedos e inseguridades en biblias o atalayas. Sin embargo, el tipo de los Pittsburg Steelers saca de su mochila un Anagrama lo cual ya me parece un diamante un mar de carbón, pero lo verdaderamente increíble del caso, es que el libro en cuestión es Casi Nunca de mi tocayo Daniel Sada. Vaya rareza. En un taxi tijuanense que recorre un paraje clasemediero, alguien, que no soy yo, lee al mejor y más original prosista que ha parido este país. Ya el solo hecho de que a bordo de un taxi tijuano vayan dos lectores leyendo libros de Anagrama es algo que desafía las más elementales leyes de la probabilidad y la estadística. Pienso que por mera solidaridad sectaria de improbables lectores debería decirle algo a ese tipo, felicitarlo por emplear sus horas de viaje en leer al gran malabarista mexicalense de las palabras, pero hay algo en su cara o en su expresión que no me gusta y me hace concluir que ese tipo difícilmente sería mi amigo. Pienso jugar al aguafiestas y decirle que al final el ingeniero sí se casa con Renata y se la coge, pero opto por callar. Ya bajamos por la carretera libre Rosarito-Tijuana cuando el taxi empieza a traquetear y a emitir ruidos de animal agónico. Parece una llanta ponchada, pero el humo que arroja el motor nos hace ver que las cosas no van por buen camino. Cuando el chofer del hijo escolta y la mujer infiel abre el cofre algo truena y de pronto nos queda claro que el desperfecto no será reparado en minutos.
Bajamos en plena carretera y antes de dos minutos hemos tomado un camión del pleistoceno que hasta para salir en una película de Pedro Infante lo haría en calidad de reliquia u objeto vintage. Lo increíble es que se mueve. El chofer de ese pedazo de prehistoria es fan de Bob Esponja. Cinco cuadrados amarillos nos miran desde el parabrisas. Bob Esponja sacando la lengua, Bob Esponja enojado, Bob Esponja con un sombrero de pirata y a su lado puede leerse en grandes letras rojas Boca del Río, Veracruz. Los asientos son de plástico y están graffiteados. El camión desciende lento y tembloroso por la carretera y parece que en cualquier momento la lámina caerá desecha y carcomida. Dado que no hay conversaciones interesantes a mi alrededor, me entretengo contemplando un paisaje que me sé de memoria. Zona de yonkes y moteles, de chatarra en remate y acostones furtivos, de casas que se desgajan sobre laderas que juran ser algo más que un pastel de lodo. Hotel Palacio Azteca, semáforo del Bulevar Agua Caliente. Hemos llegado a Río. El camión me deja junto a esa ruina en perpetua obra negra llamada edificio de la Secretaría de Seguridad Pública. Andamios, piedra gris y rechonchos policías malencarados mostrando sus metrallas. Una obra perpetuamente inacabada que me recuerda ciertos montajes de Jesucristo Superestrella. Frente al adefesio arquitectónico, sentada sobre un muro de contención, una vieja cubierta con pañoleta vocifera al aire maldiciones o conjuros. Camino calle abajo y al llegar al Calimax de Río, el que está justo frente a la glorieta del Cuauhtémoc, me encuentro a la gigantesca indigente mulata que siempre está sentada en el mismo sitio, portando unas enormes rodilleras de jugador de hockey y un par de muletas. Veo a esa indigente casi cada día de mi vida y lo verdaderamente extraño es que nunca pide limosna. Simplemente se limita a mirar al vacío.
Podría terminar este compulsivo intento de crónica mañanera diciendo que llegar a mi oficina significa hablarse de tú con el caos y la miseria, que mis audífonos son una forma de exorcizar la charla inagotable de mis compañeros de trabajo que peroran lugares comunes ricos en “verdá”. Me digo que debo terminar esa historia del madrileño a la que ha bautizado como La Furia, que de un semanario me han solicitado cierta información, que debo hacer algo por la vida y empezar a construir un futuro o algo que se le parezca, que quiero irme del país y despertarme mañana en otro lado, ponerle pausa a la vida y saber si por ventura o gracia de algún dios pagano, hay una dosis de inteligencia práctica dentro de esa masa encefálica que yace en mi cabeza y que solo es capaz de vomitar palabras que no llegarán a ninguna parte. Pienso que nunca como ahora había estado tan peleado con el mundo real mientras miro a mi hijo inmerso en sus fantasías y diálogos de carritos con rostro y después de pedirle perdón por traerlo a esta mierda de mundo, me doy cuenta que soy como él, que yo también me la paso construyendo diálogos y mundos alternos mientras la gente intenta tirarme un cable a tierra mientras y pienso que mi cordura va patinando por una capa de hielo a punto de derretirse.