La noche del 6 de junio de 1944, tras horas estériles de combate a muerte contra la hoja en blanco, Malcolm Lowry, narrador alcohólico en forzada sobriedad, se queda dormido sobre la vieja mesa de pino donde sin éxito intenta dar forma a la cuarta versión de su novela.
Aquella jornada pasará a la historia como Día D por cambiar el rumbo de la guerra en Europa pero Malcolm, quien vive al otro lado del mundo, ni se entera. Las únicas batallas que le preocupan, desde un tiempo para acá, son las enfrentadas contra el manuscrito de Bajo el volcán
Hace casi cuatro años Malcolm habita con su esposa Margerie Booner en una rústica cabaña de pescadores en la costa de la Columbia Británica canadiense, a donde llegó buscando calma y sobriedad luego de un periplo de mezcal, paranoia y desamor vivido durante sus dos años de estancia en México. Al borde de delirium tremens, engañado y abandonado por su primera mujer, Jan Gabrial, Malcolm se autoexilió a la helada playa de Dollarton en donde intenta reconstruir su vida y su novela junto a Margerie. La calma, el aislamiento y la abstinencia alcohólica le sientan bien en un principio, pero ahora su novela ha caído en una vía muerta.
Wednesday, December 06, 2017
Monday, December 04, 2017
Helaba en San Nicolás de los Garza aquel 12 de diciembre de 1987. Tigres de Carlos Miloc, ubicado en lugar 17 de la tabla, recibía al Monterrey de Pepe Ledezma, ubicado en la posición 16. Era una temporada malísima para ambos, un miserable ritual de cobija arrastrada en donde la derrota era la norma y el triunfo la chiripa. Fui al estadio con mi abuelo y mi tío José Manuel. Monterrey empezó ganando con un gol del Abuelo Cruz y la caída parecía inevitable, pero rayando el minuto 90 Juan Carlos Paz empató para los Tigres. El punto ya me sabía a conquista, pero en tiempo de compensación ocurrió la apoteosis: Paz volvió a anotar. 2-1 Tigres. Grité, celebré y salté como nunca en mi vida. Aquel triunfo agónico fue como beber de hidalgo una jarra de gloria. Han pasado 30 años, he acudido a cientos de partidos en diferentes países y a la fecha lo recuerdo como uno de los momentos más felices que he vivido en un estadio de futbol. ¿Cómo pude ser un aficionado tan feliz en una temporada tan magra? Esa es la magia y el embrujo del Clásico. Si no lo has vivido no puedes dimensionarlo ni entenderlo. En Nuevo León se ha jugado siempre una liga aparte, un partido entre paréntesis, un duelo fuera del mundo donde nada más importa. Parte de la esencia de ser regiomontano y crecer en Monterrey es asumir que en tu familia, en tu salón de clases, en tu grupo de amigos y en tu lugar de trabajo habrá siempre seguidores de Tigres y de Rayados. Aprendes a pelear, a discutir, a echar carrilla norteña, a tragar sopas de agua y ajo. Durante la segunda mitad de los años ochenta y durante casi todos los noventa fui cada sábado al futbol. Iba al Uni pero también al Tec. Acudí a decenas de clásicos en donde sufrí y gocé. Estoy tentado a hablar como un viejo y decir que extraño los tiempos en que banderas de ambos colores poblaban todo el estadio y las camisetas se mezclaban. Extraño cuando había porras y no barras y cuando un modesto obrero aún podía pagar una entrada al estadio. Cuando había jugadores nacidos y formados en Nuevo León que vivían en una casa como la tuya y ganaban un sueldo propio de un ser humano de carne y hueso. Podría decir que el futbol es cada vez más elitista y excluyente, pero esa etapa ya no la viví, al menos no en mi tierra natal. La última vez que acudí a un clásico en Monterrey fue en marzo de 1999 en San Nicolás. Tigres lo ganó 2-0 (golazo de Joaquín del Olmo). Dos semanas después me marché para siempre a Tijuana. La última vez que acudí a un clásico fue el 14 de enero de 2006, en el estadio del Galaxy de Los Ángeles, final del Interliga. Fue el primer duelo regio jugado fuera de Monterrey. Tigres lo ganó 2-1 y se quedó en el boleto a la Libertadores. Esa tarde en Monterrey murió mi abuelo. Aún no sé si deseo ver soñada final que se juega esta semana.