The Words
Esto sí que es noticia: ¡¡HE VISTO UNA PELÍCULA!!! Lo juro. Los signos de admiración en este caso no son una exageración, pues el que yo destine dos horas de mi vida a ver un film es algo tan atípico como el meteorito que impactó en los Urales. Vaya, no miento si les digo que hacía más de tres años que no veía una sola película, ni en cine ni en video y podría haber transcurrido una década sin que yo en algún momento sintiera una necesidad de ver una historia en la pantalla. Como verán no soy precisamente un cinéfilo. Tampoco veo tele. Soy 100% cultura de palabra escrita y mi yacimiento de sartoriano homo videns lo reservo para el futbol (que a menudo me da las emociones que Hollywood no me ha dado nunca) aunque confieso que cada vez veo menos partidos (sólo los del Superlíder y futuro Campeón del Futbol Mexicano, que por si no lo saben se llama TIGRES)
Pues bien ¿Cuál fue la película capaz de romper mi ayuno fílmico de más de tres años? Se llama The Words y la vi porque me la ha prestado mi amigo Carlos Torres. La verdad es que la película me ha gustado y mucho. No me pregunten por actores, escenografía, iluminación y todas esas pendejedas. Nunca en mi vida he visto la ceremonia del Oscar, las charlas de los cinéfiloes me dan hueva y carezco de los más elementales conocimientos técnicos para hablar de cine. Lo mío es la escritura y resulta que la película trata sobre un escritor, o más concretamente, sobre el proceso creativo de un escritor.
Ahora bien ¿Por qué me gustó The Words? Por los dilemas que plantea. Un joven escritor tunde tecla día y noche sin lograr que una editorial lo publique. Mordido por la pobreza y la incomprensión, debe mendigar dinero a su padre para poder sobrevivir con su joven esposa, hasta que al final, como tantos creadores sin éxito, acaba desarrollando un humilde oficio mal pagado como empleado de una editorial. Durante su viaje de bodas en París, su mujer le regala un viejo maletín de cuero comprado en una tienda de antigüedades. Semanas después, de regreso a casa, encuentra dentro del maletín un antiguo manuscrito. Lo lee y se da cuenta que está ante una novela perfecta, alucinante, exactamente el tipo de historia que soñó escribir sin que su creatividad e inspiración le alcanzaran para materializar en palabras semejante prodigio. Lo que a continuación ocurre nos lo podemos imaginar: el joven escritor se apropia del manuscrito, lo firma como suyo, lo publica y la novela resulta ser un éxito. El escritor obtiene por fin el reconocimiento y las fanfarrias por las que peleó toda la vida. Sin embargo, en las sombras, bajo la lluvia, aguarda el verdadero autor de la novela, un anónimo anciano que cultiva flores en un vivero y que medio siglo antes, cuando fue soldado en la Segunda Guerra Mundial, escribió ese libro, cuyo único manuscrito es perdido por su esposa francesa en un tren.
Más allá de la trama, lo que me pueden son los conceptos y los dilemas. El primero, es la idea de que en el mundo existen obras geniales jamás publicadas. Una enorme Biblioteca Bartleby que yace apolillada en un viejo libero o que de plano se convirtió en cenizas. Tal vez es un mito recurrente, casi un cliché, pero es seductor creer en la existencia de un libro alucinante que jamás vio la luz por no haber encontrado nunca a su lector. En algún cementerio yace una Divina Comedia, un Quijote o un Hamlet que nunca habrán sido leídos más que por su autor. El segundo dilema es la tentación del éxito como el móvil de la creación. El deseo de reconocimiento es tan fuerte, que pasa por encima de la vena artística. El escritor ambiciona la fama, no la materialización de su impulso creativo. Federico Andahazi plantea un dilema así en Las Piadosas, donde una rara criatura vampírica que requiere de semen para vivir, ofrece escribir obras inmortales a cambio del fluido vital. El escritor impostor, el escritor farsante, el escritor ladrón. En la película se da a entender que a raíz de la publicación del libro robado al escritor se le abren las puertas para ahora sí publicar sus verdaderos libros, que por supuesto reciben elogios de la crítica, lo cual plantea un viejo e injusto fenómeno en el mundo de la literatura: lo que vende no es la obra, sino el nombre. Tras la publicación de un gran libro, cualquier cosa firmada con el nombre del escritor exitoso recibirá elogios como un rey desnudo, sin que los lectores se detengan a preguntarse si es bueno o malo.
Ahora bien, el que posiblemente sea el planteamiento que más me obsesiona, tiene que ver con la forma en que el auténtico autor escribe su obra. Tras la muerte de su bebé por una enfermedad y la separación de su esposa, el joven soldado entra en un estado febril y obsesivo en donde no puede hacer otra cosa más que escribir. No come, no duerme; suda y desparrama palabras como quien vomita o se desangra. La escritura como un arrebato, como una suerte de posesión. Al final de esa fiebre resulta una obra perfecta y el escritor se queda dormido. Aunque vivirá más de medio siglo después de la creación de esa novela, nunca podrá volver a escribir. La novela nace de una fiebre. Se escribe en medio de un delirio, de un estado de éxtasis y pasada la catarsis, se vuelve a una aburrida calma ágrafa en donde no es posible escribir una sola línea. ¿Es el escritor un poseso? ¿Es una suerte de demonio el que gobierna las almas en medio de la fiebre creativa? Ahí está el caso de Rimbaud. De los 16 a los 19 años desparramó un universo onírico en la más fantástica arquitectura de las palabras, para después olvidarlo todo y convertirse en un traficante de marfil (¿y esclavos?) que renegaba de su pasado y decía no haber sido ese poeta adolescente al que le bastaron tres años para colarse al pandemonio lírico. El soldadito de la película es un tipo aficionado a la literatura, con dos o tres lecturas desordenadas, pero no un escritor y sin embargo en unos días de demencial inspiración crea una novela sublime a la que sigue medio siglo de silencio. ¿Es preciso esperar la visita de un Demonio para poder crear una obra de arte? En su novela Váramo, Cesar Aira parodia ese instante de inspiración mágica en un apocado burócrata panameño que en una sola noche de su patética vida concibe un poema técnicamente perfecto. ¿Sin ese clímax es posible escribir? Yo he querido creer que la escritura requiere esa pizquita de inspiración alucinante para aderezar las elevadas dosis de racional disciplina. El escritor como carpintero, como artesano tenaz que desarrolla su oficio bajo cualquier circunstancia. Algo que me gustó de la película, es su juego narrativo. La historia dentro de la historia como muñeca rusa. Un escritor narra la historia de un escritor que plagia a otro escritor. A Cervantes a Borges y a Auster les gustaría el juego.
Sin embargo, la historia plantea que el narrador debe vivir y sentir en carne propia lo que escribe, lo que contradice la fecundidad de ciertos creadores cuyas vidas fueron un ritual de aburrimiento. Vaya, es muy posible que Pessoa y Borges se hayan muerto sin haber cogido con una mujer, y sin embargo la ausencia de amor carnal en sus vidas no inhibió su universo genial. La reflexión final es fuertísima: “Creí que las palabras eran más importantes que la mujer que las inspiraba”. ¿La literatura es más fuerte que la realidad? ¿El universo de las letras se vuelve más trascendente que la vivencia real que en teoría nos impulsa a escribir? Me gusta que una obra sea capaz de sembrarme preguntas.