Eterno Retorno

Thursday, November 18, 2021

Sadiana Cadencia

 


Cada cierto tiempo me asalta la angustia por la condición finita del lenguaje. Es difícil saber exactamente cuántas palabras existen en el castellano, -sea antiguo, moderno, formal o de jerga-, pero lo cierto es que difícilmente podremos contar más de 400 mil expresiones. De acuerdo, son muchísimas y usamos sólo una mínima parte de ellas, pero de la forma que sea el lenguaje se acaba. La materia prima del escritor es vasta, pero limitada. A diferencia de los números, el lenguaje no es infinito. Por si fuera poco, el inventario con frecuencia se agota y nuestras palabras en existencia son insuficientes para describir y narrar ciertas emociones. “No hay palabras que describan…” es un recurrente  cliché con el que topamos con más frecuencia de la deseable.  Sin embargo, hay veces que llego a sospechar que el lenguaje es eterno, inagotable como un universo de ignotas galaxias. Eso me sucede con frecuencia al leer a Daniel Sada. La materia prima del narrador se expande, se multiplica, se reinventa y bifurca en inagotables veredas. Es maleable como plastilina y puede jugarse con ella a placer. Una parte es  la multiplicidad de expresiones, que Sada maximiza con improbables y arcaicos norteñismos y juguetones malabares lingüísticos. Pero más allá de la diversidad en el inventario de las palabras, está el provecho que Daniel Sada saca a los signos de puntuación. Cuando la mayoría limitamos nuestro universo al punto y la coma, Sada le saca jugo a su teclado recurriendo compulsivamente a los dos puntos o los puntos suspensivos en los improbables momentos del texto. Lo de Sada es una arquitectura caprichosa, pero es sobre todo un ritmo, una cuestión de respiración. Con la lectura de Sada me sucede lo mismo que con las rutinas cardiovasculares de gimnasio: de pronto uno entra en el ritmo cardiaco adecuado y el ejercicio se vuelve una delicia. Cierto, cuando hablamos de ritmo inevitablemente pensamos en poesía y sin duda habrá que diga que lo de Sada es esa criatura que a algunos les ha dado por llamar prosa poética. Andan errados. Lo de Sada es prosa sadiana o más bien dicho Ritmo- Sada, una suerte de sello de autenticidad resistente a cualquier intento de imitación. ¿Conoces a algún espécimen de taller que pretenda escribir como Daniel Sada? Yo no. ¿Escritor para escritores? Puede ser, aunque tampoco me parece excluyente con el recién iniciado. Sada no es críptico como un Finnegans Wake de Joyce y es infinitamente  más llevadero que un Lezama Lima, para algunos su alter ego tropical. A veces me da por pensar que Sada construye cada párrafo con cinta métrica y segundero en mano. Su edificación narrativa es tan exacta y a la vez  tan rica en caprichos, que da la impresión de que ni una sola palabra es sustituible. Cada expresión ocupa su lugar preciso y si una sola se mueve de ahí, el párrafo se desmorona como castillito de arena. Visto de esa forma, sería fácil creer que Sada es un narrador obsesivo que sufre al escribir, abstraído y hierático como un relojero que coloca engranes, pero la realidad es que al leerlo uno se queda con la impresión de que aun con todo ese perfeccionismo a cuestas, el tocayo se divierte como enano. La prosa de Sada es alegre, pícara y sus tramas pueden arrancar carcajadas. En su precisión no hay densidad y pese a lo yermo de sus paisajes, sus temáticas están lejos de lo oscuro. Así como existe un Ritmo-Sada, existe un Territorio-Sada que, con perdón de sus novelas urbanas, es el gran Norte, ese llano eterno poblado de huizaches y esfuerzos. Cierto, Luces Artificiales y Ritmo Delta son novelas de ciudad, pero parece ser que su territorio natural es la tierra seca y el adobe. El néctar sadiano yace en Casi nunca Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. No me gusta hablar de obras cumbre, pero si de recomendar se trata,  ese par está entre lo más creativo y atípico que ha parido la narrativa mexicana en toda su larga historia. Claro que si hay tiempo de meterle diente a Una de dos o Albedrío no dude en hacerlo. Así como pienso en la finitud e infinitud del lenguaje al leer a Sada, pienso en lo injusta que suele ser la enfermedad, que de golpe y porrazo interrumpe una carrera que sin duda podía legar varios libros más. Sada no era una rata de biblioteca o un glotón sedentario. En su juventud fue un buen deportista al grado que,  según Juan Villoro,  llegó a probarse para ser contratado por Cruz Azul y pese a ello la diabetes lo martirizó sin piedad. Focos rojos. El que quiera entender que entienda. También me hace meditar en lo ingrata que suele ser la vida del escritor en este país de no lectores. Sada no murió en el anonimato. Ganó, entre otros,  uno de los premios más prestigiados y exigentes en lengua española como es el Herralde y era reconocido como uno de los creadores más endiabladamente originales de las letras contemporáneas. Era un tipo trabajador que iba y venía dando talleres y clases. Vaya, no era un oscuro narrador prostibulario perdido en el alcohol y los misterios de la noche y sin embargo murió pobre, recibiendo los generosos donativos que sus colegas de oficio le lograron reunir en los últimos días. Fue Federico Campbell quien me lo dijo durante una charla en su casa: Sada está mortalmente enfermo y le queda poco tiempo. Después me enteré que un grupo de escritores mexicalenses entre los que estaba Luis Postlethwaite y Salvador Vizcarra organizaban una colecta para apoyar su tratamiento médico. La vida no le alcanzó a Sada y así como pienso en la infinitud del lenguaje, en lo inflexible de las enfermedades y en lo ingrato de la vida literaria, pienso en que si bien es siempre posible encontrar una joya oculta un librero, no todos los años nacen escritores de semejante calibre, así que el tamaño de la pérdida, me parece, no lo hemos aun dimensionado. Vaya, escritores como Sada no se dan en racimo. DSB

 

 

 

Borrachas de sombras y sol las palmeras cumplen con abrazarnos y narrar historias.

 


Tormenta e ímpetu. Sturm und Drang le llamaban los alemanes del romanticismo a este sentimiento que lo invade a uno cuando el Caribe anda en plan tan oscilante entre las sábanas de nubes y los furtivos arcoíris. Borrachas de sombras y sol las palmeras cumplen con abrazarnos y narrar historias.

Eso será la ciudad, un fuego fatuo en el horizonte

 


Y de repente, como si tal cosa, el último párrafo matador de Mugre Rosa irrumpe al mediodía mientras bebes un gin tónic y el sol se bate a cuchillo con las nubes negras mientras “miras focos fantasmales perforando la noche y la ciudad queda vaciada, como un cuerpo sin entrañas, una carcasa limpia que a lo lejos brillará con su luz mala. Eso será la ciudad, un fuego fatuo en el horizonte” y es justamente por momentos así que uno emprende estas aventuras bibliófilas y luego comienzas a leer Olegaroy de Toscana y te encuentras con el insomne y su miedo a la noche que apenas comienza e intuyes estar a las puertas de un gran libro aunque apenas lleves diez páginas.