Sadiana Cadencia
Cada cierto tiempo me asalta la angustia por la condición
finita del lenguaje. Es difícil saber exactamente cuántas palabras existen en
el castellano, -sea antiguo, moderno, formal o de jerga-, pero lo cierto es que
difícilmente podremos contar más de 400 mil expresiones. De acuerdo, son
muchísimas y usamos sólo una mínima parte de ellas, pero de la forma que sea el
lenguaje se acaba. La materia prima del escritor es vasta, pero limitada. A
diferencia de los números, el lenguaje no es infinito. Por si fuera poco, el
inventario con frecuencia se agota y nuestras palabras en existencia son
insuficientes para describir y narrar ciertas emociones. “No
hay palabras que describan…” es un recurrente cliché
con el que topamos con más frecuencia de la deseable. Sin
embargo, hay veces que llego a sospechar que el lenguaje es eterno, inagotable
como un universo de ignotas galaxias. Eso me sucede con frecuencia al leer a Daniel Sada.
La materia prima del narrador se expande, se multiplica, se reinventa y bifurca
en inagotables veredas. Es maleable como plastilina y puede jugarse con ella a
placer. Una parte es la multiplicidad de expresiones, que Sada maximiza con improbables y
arcaicos norteñismos y juguetones malabares lingüísticos. Pero más allá de la
diversidad en el inventario de las palabras, está el provecho que Daniel Sada saca
a los signos de puntuación. Cuando la mayoría limitamos nuestro universo al
punto y la coma, Sada le saca jugo a su teclado
recurriendo compulsivamente a los dos puntos o los puntos suspensivos en los
improbables momentos del texto. Lo de Sada es
una arquitectura caprichosa, pero es sobre todo un ritmo, una cuestión de
respiración. Con la lectura de Sada me
sucede lo mismo que con las rutinas cardiovasculares de gimnasio: de pronto uno
entra en el ritmo cardiaco adecuado y el ejercicio se vuelve una delicia.
Cierto, cuando hablamos de ritmo inevitablemente pensamos en poesía y sin duda
habrá que diga que lo de Sada es
esa criatura que a algunos les ha dado por llamar prosa poética. Andan errados.
Lo de Sada es prosa sadiana o más bien dicho
Ritmo- Sada, una suerte de sello de autenticidad
resistente a cualquier intento de imitación. ¿Conoces a algún espécimen de
taller que pretenda escribir como Daniel Sada? Yo no. ¿Escritor para escritores?
Puede ser, aunque tampoco me parece excluyente con el recién iniciado. Sada no es críptico como un Finnegans
Wake de Joyce y es infinitamente más llevadero que un Lezama Lima, para
algunos su alter ego tropical. A veces me da por pensar que Sada construye cada párrafo con cinta
métrica y segundero en mano. Su edificación narrativa es tan exacta y a la vez tan
rica en caprichos, que da la impresión de que ni una sola palabra es
sustituible. Cada expresión ocupa su lugar preciso y si una sola se mueve de
ahí, el párrafo se desmorona como castillito de arena. Visto de esa forma,
sería fácil creer que Sada es un narrador obsesivo que sufre
al escribir, abstraído y hierático como un relojero que coloca engranes, pero
la realidad es que al leerlo uno se queda con la impresión de que aun con todo
ese perfeccionismo a cuestas, el tocayo se divierte como enano. La prosa de Sada es alegre, pícara y sus tramas
pueden arrancar carcajadas. En su precisión no hay densidad y pese a lo yermo
de sus paisajes, sus temáticas están lejos de lo oscuro. Así como existe un
Ritmo-Sada, existe un Territorio-Sada que, con perdón de sus novelas
urbanas, es el gran Norte, ese llano eterno poblado de huizaches y esfuerzos.
Cierto, Luces Artificiales y Ritmo
Delta son novelas de ciudad, pero parece ser que su territorio
natural es la tierra seca y el adobe. El néctar sadiano yace en Casi
nunca o Porque parece mentira la verdad
nunca se sabe. No me gusta hablar de obras cumbre, pero si de
recomendar se trata, ese par está entre lo más creativo y atípico
que ha parido la narrativa mexicana en toda su larga historia. Claro que si hay
tiempo de meterle diente a Una de dos o Albedrío no
dude en hacerlo. Así como pienso en la finitud e infinitud del lenguaje al leer
a Sada, pienso en lo injusta que suele ser la
enfermedad, que de golpe y porrazo interrumpe una carrera que sin duda podía
legar varios libros más. Sada no
era una rata de biblioteca o un glotón sedentario. En su juventud fue un buen
deportista al grado que, según Juan Villoro, llegó
a probarse para ser contratado por Cruz Azul y pese a ello la diabetes lo
martirizó sin piedad. Focos rojos. El que quiera entender que entienda. También
me hace meditar en lo ingrata que suele ser la vida del escritor en este país
de no lectores. Sada no murió en el anonimato. Ganó,
entre otros, uno de los premios más prestigiados y
exigentes en lengua española como es el Herralde y era reconocido como uno de
los creadores más endiabladamente originales de las letras contemporáneas. Era
un tipo trabajador que iba y venía dando talleres y clases. Vaya, no era un
oscuro narrador prostibulario perdido en el alcohol y los misterios de la noche
y sin embargo murió pobre, recibiendo los generosos donativos que sus colegas
de oficio le lograron reunir en los últimos días. Fue Federico Campbell quien
me lo dijo durante una charla en su casa: Sada está
mortalmente enfermo y le queda poco tiempo. Después me enteré que un grupo de
escritores mexicalenses entre los que estaba Luis Postlethwaite y Salvador
Vizcarra organizaban una colecta para apoyar su tratamiento médico. La vida no
le alcanzó a Sada y así como pienso en la infinitud
del lenguaje, en lo inflexible de las enfermedades y en lo ingrato de la vida
literaria, pienso en que si bien es siempre posible encontrar una joya oculta
un librero, no todos los años nacen escritores de semejante calibre, así que el
tamaño de la pérdida, me parece, no lo hemos aun dimensionado. Vaya, escritores como Sada no se dan en racimo. DSB