Eterno Retorno

Wednesday, March 13, 2013

Fumarola jesuita. Por Daniel Salinas Basave

En los minutos previos al humo blanco en el Vaticano, estuve a punto de escribir algo sobre mi indiferencia y mi desesperanza frente a la elección del nuevo Pontífice. Ahora escribo de primera intención y sin demasiadas referencias cuando hace apenas unos instantes me he enterado de la designación de Jorge Bergoglio. Lo único que puedo decir ahora, es que mi estado de ánimo es distinto. Desde mi ateísmo contemplo a la Iglesia Católica pudrirse lentamente, empeñada en caminar hacia atrás, siempre opuesta a la libertad, al conocimiento, a la duda. Sin embargo, desde mi posición de no creyente, considero que es una buena noticia el que el nuevo Papa sea un jesuita. Después de todo, las mentes más abiertas, más tolerantes y más curiosas que he conocido dentro de la Iglesia Católica, son discípulos de San Ignacio de Loyola. Vaya, digamos que la estatura intelectual promedio de un jesuita y su nivel de tolerancia y apertura de ideas, suele estar muy por encima de la mojigatería y el dogmatismo radical que ha imperado en el Vaticano en los últimos papados. Pienso en los jesuitas y sus reinos de este mundo. Pienso en sus obras misioneras, siempre basadas en la igualdad, en la justicia, en la libertad, en el reparto del trabajo, como fue durante algunos siglos ese edén de Utopía llamado Paraguay. Los jesuitas, eternos rebeldes y proscritos, expulsados de los virreinatos de América en 1767, siempre hostigados por el gran poder papal, hoy llegan al trono de Roma. Digamos que en un extremo de la cuerda veo a los repugnantes herederos de la Inquisición, al Opus Dei, a los Legionarios, a esos asquerosos comerciantes de indulgencias, defensores de pederastas, promotores de intolerancia, clasismo, cerrazón e ignorancia. Toda esa basura humana, discípulos de Maciel y Escrivá de Balaguer, está pudriendo a la Iglesia Católica hasta sus entrañas. Sigo creyendo que sólo un mundo ateo puede aspirar a ser un mundo realmente libre, pero creo que la presencia de un militante de la Compañía de Jesús en Roma puede traducirse en vientos de cambio y libertad, en una iglesia incluyente, tolerante y comprensiva, amiga de la libertad de conciencia y no de la censura. Vaya, deseo una iglesia más preocupada por combatir la injusticia social, la explotación y la ignorancia y no una iglesia obsesionada por úteros y prepucios. Una iglesia a la que le ocupe combatir el hambre, el sida, el mercantilismo explotador y no los condones, las pastillas anticonceptivas o la orientación sexual de cada quien. Muy poco sé de Jorge Bergoglio. Sé que sobre él pesan acusaciones de colaboracionismo con la dictadura de Videla y me da asco su reacción frente al proyecto de matrimonios entre personas del mismo sexo, que calificó como “una movida del Diablo”. Sin embargo, el hecho de que sea jesuita y sea latinoamericano, me hace intuir que están soplando vientos de cambio. Espero no equivocarme. No voy a negarlo ni a suavizar mi postura: sigo creyendo que la única iglesia que ilumina es la que arde y considero esencialmente nociva a cualquier religión, sin embargo creo que si en Roma empiezan a ocuparse un poco más de las injusticias del reino de este mundo, en lugar de estar pagando suscripciones o haciendo méritos para un cielo cuya existencia nadie ha certificado, ya hemos dado un paso adelante.

Croacia había sido apenas un ensayo. Bosnia era la guerra sin cuartel, una ceremonia de exterminio. Ahora sí tuviste la oportunidad de subir a los tanques y a los helicópteros vestido como un verdadero guerrero, con un traje completamente negro y un pasamontañas. En la retaguardia de las tropas regulares, la Guardia Voluntaria esperaba al final de las batallas para ir a liberar cada ciudad ganada. Liberar significa que ningún territorio ganado por los serbios quedara sucio por la presencia croatas o bosnios musulmanes. Se trataba de peinar las casas, los hospitales, las bodegas abandonadas y las iglesias en busca de ratas ocultas. La Guardia Voluntaria Serbia fue construyendo en pocas semanas su propia leyenda de horror. Les llamaban los Tigres, los Tigres de Arkan y eran lo más temido y abominado. Tu Kalashnikov, a la que bautizaste como mi “princesita rusa” se transformó en tu inseparable compañera. No te desprendías de ella ni para dormir. A diferencia de los soldados serbios, ustedes no tenían sueldo, ni medallas y ni falta que les hacía. Su pago era lo que podían saquear de los hogares y los comercios en las ciudades recuperadas. Te volviste un experto sabueso. Olías al enemigo en sus escondites, en sus huidas desesperadas, pero lo que verdaderamente te fascinaba era oler el miedo, el pavor que tu presencia podía generar en esos miserables. En la guerra se pierde la percepción del tiempo. Durante años el reloj de tu vida estuvo marcado por los partidos del Estrella Roja cada fin se semana. Los juegos y los resultados eran tu parámetro para medir el paso de los años. En la guerra no había conciencia alguna en torno al día de la semana. En algún momento quisiste contar los muertos como goles. Tú eras un centro delantero en un campo de batalla y cada persona muerta por tus balas era un gol para tu cuenta personal. Si en el argot futbolístico a los delanteros se les suele llamar matones del área, no había razón para la que un verdadero matón de guerra no jugara a ser delantero e hiciera de cada muerto un gol. Antes, en tu imaginaria hoja curricular, sólo podía leerse Pedrag Jerkovic, aficionado del Estrella Roja y mucho más no podía decirse. Ahora te habías convertido en Pedrag Jerkovic, guardia voluntario serbio. Pedrag el exterminador, Pedrag el barredor, Pedrag el violador. Tu nombre de guerra fue labrándose con las particularidades que te distinguían del resto de la tropa. Aunque amabas a tu “princesita rusa” más que a cualquier mujer u objeto que hubiera pasado por tu vida, disfrutabas cuando podías usar tus puños como arma letal. Lo que impresionaba a tus compañeros, es que en las operaciones de limpia, a más de un pobre diablo que pudiste rematar de un tiro en la cabeza, lo exterminaste a trancazo limpio. Nunca fuiste un torturador fino. Demasiado bruto, demasiado tosco y desesperado como para saber administrar en dosis el dolor, con la paciencia necesaria para ir arrancando confesiones como quien arranca uvas de un racimo. Tampoco fuiste un gran francotirador y disparar desde la lejanía nunca fue tu fuerte. Algunos de tus compañeros podían pasar días enteros apostados en lo alto de un edificio abandonado usando sus miras telescópicas para barrer con todo lo que se moviera en muchos metros a la redonda. Tú en cambio preferías la cercanía, ese instante de intimidad generado cuando podías patear las cabezas de los moribundos. Sin embargo, lo que verdaderamente te hizo famoso entre la tropa, fue la voracidad con la que cobrabas el botín sexual. A la hora de los saqueos que constituían el “sueldo” de la guardia voluntaria, tus compañeros iban sobre los aparatos electrónicos, las joyas, la ropa. Tú en cambio ibas siempre sobre las mujeres. Podías renunciar a quedarte sin un buen botín o incluso ponerte en peligro, pero jamás dejabas la oportunidad de cazar a esas “perras bosnias”, “perras albanesas”, “perras croatas” que se escondían en los sótanos o en las iglesias. A todas las paralizaba el terror y eso el néctar del disfrute. Abrir, penetrar y derramar sobre alguien que está tu entera merced. Estar en guerra significaba descargar. Descargar tu AK-47 y descargar tu pene una y otra vez. Ganar la guerra para la Gran Serbia significaba desgarrar vaginas, reventar culos y marcar con semen y orina los territorios recuperados. La marca inconfundible de los Tigres de Arkan.