El ágora y sus trincheras
Más de una vez he escrito en este espacio sobre la transformación de nuestro mundo en una descomunal plaza pública, un ágora digital cacofónico y enfebrecido en donde millones de personas vociferan sus opiniones a grito pelado. De acuerdo, en un mundo democrático todos tenemos en teoría el derecho a opinar. El problema es que en nuestro mórbido ágora de hoy la prioridad no es ya expresar un pensamiento, sino emitir sentencias tajantes y, sobre todo, descalificar al oponente. Creo que ese ha sido el secreto del éxito electoral de personajes como Trump, Bolsonaro o López Obrador. Los tres fueron capaces de mirar a los ojos a esos millones de ciudadanos enojados y decirles exactamente lo que quieren escuchar. El ciudadano enrabiado quiere a un líder bravucón que le diga que su país es controlado por gente muy mala que es culpable de todos los infortunios posibles y quiere asegurarse que esa gente mala sea castigada. Atacar, hostilizar e insultar a aquel que no piensa como nosotros parece haberse transformado en la esencia misma de nuestra plaza pública. Desnaturalizar al que piensa distinto, transformarlo en apestado y negarse a entender sus razones parece ser la única meta posible. Es como si el ágora estuviera fragmentado en trincheras de combate, un campo de batalla en donde no parece haber alternativa para dialogar y encontrar coincidencias o puntos de acuerdo. La consigna es desacreditar al otro, denostarlo, ridiculizarlo y mostrar su forma de pensar como una aberración antinatural, una herejía merecedora de hoguera. La moderación, el claro-oscuro o las mil y una tonalidades del gris que definen a todo ser humano son muy mal vistas en estos tiempos. O se es blanco o se es negro y se es hasta las últimas consecuencias y con vocación de sentenciar, anatemizar e imponer. Nunca como en 2018 había visto mi entorno tan polarizado, tan aferrado a la intolerancia. La crisis migratoria que vivimos en Tijuana es una clara muestra de ello. Tenemos lo mismo a neofascistas tijuanenses que desean quemar en leña verde a los migrantes centroamericanos, pero también tenemos una horda chaira que se tira a los pies de los recién llegados para acto seguido concentrar todas sus energías en insultar a quienes los rechazan, lo cual parece ser más importante. La guerra entre bandos se recrudece pero mientras tanto nadie mueve un dedo en el terreno práctico. Las autoridades evaden responsabilidades, miran para otro lado y mientras tanto Tijuana bordea el abismo de una hecatombe y un conflicto binacional. Lo mismo sucede en otros tópicos donde la división en bandos irreconciliables parece haberse vuelto marca registrada. Chairos y fifís, morenazis crecidos y panáticos en bancarrota, inquisidores del lenguaje incluyente, mártires de lo políticamente correcto, un país en virtual guerra civil por un aeropuerto mientras al sur del continente los hinchas de Boca y River convierten a un partido de futbol en un asunto de seguridad nacional. A veces dan ganas de apagar las redes sociales, de aislarse de la torturante cacofonía, de vivir en lo alto de una montaña o en lo abrupto de un bosque, de dormir y despertar en el futuro mediano, cuando toda esta demencia sea tan solo un mal recuerdo, pero la canija realidad nos jala los pies y nos arroja al ruedo. Arrieros somos y entre la intolerancia andamos.