Eterno Retorno

Saturday, July 29, 2006

Liang

En realidad empecé a morir desde la primera vez que soñé con los ojos del Señor Liang. Eso fue hace algún tiempo. Tendría seis o siete años y la única visión que hasta entonces había tenido de su rostro, era la fotografía que mi madre guardaba en una caja de bambúes. El Señor Liang vestía uniforme militar y aparecía con un par de medallas de guerra. Pero lo que más me impresionaba de la fotografía era la expresión de sus ojos. No podría describirla. Más allá de la hierática expresión que no había visto en ningún otro hombre, la imagen de los ojos del Señor Liang no podía salir de mis pensamientos y cada momento del día sentía que estaban sobre mí. Cuando empecé a tener el sueño ya no sabía si el pavor era superior a la atracción. Yo entraba por la tarde a la habitación de mi madre cuando la casa estaba sola y tomaba en mis manos la cajita de bambúes para ver la foto del Señor Liang. Pero en lugar de la fotografía, al abrir la caja encontraba los ojos del Señor Liang posados sobre los míos. Así permanecía, como hipnotizada, durante largos instantes hasta que de repente los ojos desaparecían y los sentía deslizarse por mi vientre. Entonces venía un sobresalto y sentía como los ojos se transformaban en filosas puntas que se introducían en mí desgarrándome por dentro. El dolor era insoportable. En ese momento, invariablemente despertaba.El sueño se repetía y creo que no pasó una sola semana de mi infancia sin que despertara aterrada sintiendo los ojos navaja desgarrando mi vientre. Pero a partir de aquella última tarde que pasé en los arrozales se repitió invariablemente cada noche.Yo tenía 17 años. Mi madre me lo había confirmado la noche anterior; El Señor Liang espera que vayas a hacerle compañía cuando mi hermana muera. Desde que mi padre murió cuando yo era una niña, se me dijo que cruzaría al Otro Continente. Algunas veces mi madre hablaba de su hermana mayor y de su marido el soldado Liang, que en los años anteriores a la guerra habían embarcado huyendo de los tribunales de guerra que lo habían condenado a muerte por traición. Años mas tarde enviaron aquella fotografía del Café Nuevo Siglo, que mi madre guardaba en su caja de bambúes. Siempre se me dijo que llegaría el día en yo viviría en esa casa roja situada a la orilla del mar, junto a una barda de hierro, que según explicaba el Señor Liang en su carta, marcaba los limites del Imperio. Pero fue hasta esa noche en que regresábamos de los arrozales cuando mi madre me notificó que el día de mi partida había llegado. El Señor Liang se ocuparía de todo.Cuando abandoné la casa todo fue oscuridad. Primero fue la cajuela del auto compacto en la que viajé de la aldea hasta el puerto. El auto lo conducía un hombre que había visto algunas veces vendiendo herramientas en el mercado y su madre, una anciana que de vez en cuando visitaba nuestra casa para traer encargos de la ciudad. El hombre apenas cruzó palabra conmigo y la vieja se limitó a decirme que estuviera tranquila, pues nada iba a pasarme.Ignoro cómo lograron evadir los retenes y entrar sin salvoconducto en la zona del Puerto. Cuando la cajuela se abrió, estaba frente a una casa gris donde me hicieron entrar de inmediato. Llegué a una habitación sin ventanas en donde aguardaban ocho mujeres de edades diversas.Perdí la cuenta de los días que pasamos ahí dentro. Fue hasta una madrugada de invierno cuando la vieja que me había traído en el auto compacto entró a buscarnos. Tomamos nuestras pocas pertenencias y subimos a un camión de carga. No vi el mar y apenas pude olerlo. Cuando amaneció estaba dentro de la cocina de un barco de la marina mercante rusa. El costo de mi viaje intercontinental sería pasar más de 13 horas al día destazando peces. Pasé los primeros tres días luchando contra la náusea y el mareo. No tuve un instante para salir a cubierta. Apenas escuchaba las voces de los marinos hablando lenguas extranjeras. Una noche que amenazaba tormenta, algunos de los marinos descendieron a la cocina. Yo hervía el agua para el té, mientras los marinos jugaban. Ni siquiera les dirigí una mirada, pero me inundaba su olor a sudor y vísceras animales. Sólo recuerdo los gritos y risotadas para mí incomprensibles. De repente escuché un alarido y sólo alcancé a ver de reojo una sombra que se dirigía a mí. No me di cuenta en que momento se fundieron las luces de la cocina. Sólo recuerdo el sonar de metales ante el bamboleo del barco y el hedor de su piel lija. Ahí, sobre la mesa de la mesa de madera donde yacían desparramadas las entrañas de los peces que había destazado esa tarde, sentí como si los ojos espada de mi sueño cortaran en dos mi cuerpo, sólo que esta vez los míos no estaban cerrados. Al entrar los primeros rayos del amanecer, yo estaba tendida sobre la mesa, desnuda, entre manchas de sangre y pedazos de pescado. Ni siquiera pude ver su rostro. Por fortuna vino después la fiebre y el resto del viaje transcurrió entre alucinaciones. No recuerdo nada más que las voces que escuchaba como si estuviera en el fondo de un abismo y el sueño que se repetía con mayor intensidad.Cuando la temperatura empezó a descender, estábamos sobre la arena de una playa de lo que me dijeron era el otro continente. Ya no había sangre entre mis piernas, pero para mi desgracia, no volvería a haber sangre hasta el día de su nacimiento Aún no llegaba el amanecer cuando estaba frente al Café Nuevo Siglo en cuya puerta trasera me esperaba la Señora Liang. Sólo aquella mañana de mi llegada el Señora se dirigió a mí y lo hizo para dejar en claro cuáles serian las reglas de mi nueva morada. En tanto no muriera la Señora Liang, yo no podría tener nombre propio ni salir de las habitaciones traseras del Nuevo Siglo. Nadie, excepto el matrimonio Liang y los empleados de la cocina debía verme. Por las mañanas debería atender las labores de cocina que me indicaran los empleados. Al caer la tarde, debía subir con el té a la habitación de la Señora Liang y hacerle compañía hasta que cayera la noche. Los días transcurrían y yo continuaba sin conocer al Señor Liang. En la habitación de la Señora Liang había una pequeña ventana a la que sólo podía asomarme subida sobre la mesa. Desde ahí podía oler el mar, aunque rara vez pude ver más allá de un entorno gris. Algunas noches despejadas podía distinguir los reflejos que emanaban de las cúpulas del Imperio.Fue precisamente una mañana que contemplaba el mar cuando sentí los primeros dolores. Sentí terror al imaginar que la Señora Liang conocería mi estado. Aunque no podía evitar gritar, nadie acudió en mi auxilio, excepto dos empleados de la cocina que me colocaron sobre la mesa de las verduras. Ahí escuché por primera y única vez su llanto. Ni siquiera pude tenerlo en mis brazos. Volví a sentir fiebre. Otra vez estaba desnuda sobre una mesa de cocina con las piernas empapadas de sangre. De pronto tuve un escalofrío. Al volver la vista al umbral de la puerta vi los ojos del anciano Señor Liang postrados sobre mi vientre. Una hora después fui echada a la calle por uno de los sirvientes.

Belén Arzaluz

Chutaos un poco de Jennifer Sagrario y su desalmado Tío Concepción

La caricia de una navaja le recorre el vientre. Cada minuto transcurrido siente un filo desollar sus entrañas, puntas de flecha buceando en las arterias, rebanando cada célula viva. Vuelve a tocarse el vientre. La herida está ahí, palpita y se retuerce como un anfibio arrojado sobre un hierro ardiente. La fiebre diluye el pánico y la sal del sudor en sus pupilas. Ni siquiera los mil insectos que siente caminar bajo su piel pueden distraer sus nervios. Solo es real la invisible navaja, patinando en los extremos de su carne desgarrada que lucha por romper el hilo que los sujeta.
Su frente comenzó a arder cuando aún iba en el autobús. Al ir buscando un taxi afuera de la estación, se dio cuenta que le costaba sostenerse en píe y las punzadas en el vientre deformaban la expresión de su rostro. No pensaba en analgésicos ni remedios. Solo quería llegar de una buena vez a que la abrieran de nuevo y liberarán el torrente de mierda, sangre y polvo que se revolcaba como una serpiente en su matriz. Ya no recuerda nada del largo recorrido entre las callejuelas del barrio buscando la dirección. Tampoco le queda claro si el chofer hizo demasiadas preguntas, aunque los 56 dólares marcados en el taxímetro fueron suficientes para darse cuenta que la búsqueda había sido larga. No había un centavo más en su bolsillo y pidió bajar en una esquina al azar. Su objetivo no podía estar lejos. No sabe cuantas calles caminó ni como lo hizo. La herida la hacía doblarse y el sudor afiebrado empapaba su blusa. Antes de distinguir el letrero de la calle Feliciano, sintió en su rostro la luz de la torreta y vio frente ella el plástico amarillo que acordonaba el área. Ni siquiera necesitó comprobar que el número de la casa tomada por los agentes de la DEA era el que buscaba. Una última reserva de energía le permitió alejarse de ahí sin despertar sospechas, caminando a paso veloz sin rumbo fijo hasta que una ráfaga de dolor la hizo derrumbarse sobre la banqueta.
Su mano se desliza entre la accidentada geografía de su cuerpo adolescente. Con los dedos va sintiendo lentamente cada llaga, cada señuelo en su piel flagelada, como si fueran las marcas territoriales grabadas por las fauces de un incubo que la mantiene posesa. Toca sus palmas y su cuello, donde aún persisten huellas de las quemaduras y los cristales enterrados hace más de 10 años. Acaricia su vientre para sentir la herida todavía caliente, a punto de reventar los hilos que la sujetan. Se toca las piernas y los costados, los brazos, el pubis y hasta el rosario que lleva al cuello lo siente ahora como una grieta. Cada marca tiene su esencia, es un testimonio de su historia, Concepción, Concepción, omnipresente en su carne, tatuado en su alma.

Siempre le narraron que él la llevó en brazos a ver a la Virgen, pero el recuerdo más lejano de su rostro es el del retrato en el altar de la Abuela Obdulia. Pese al terror que le inspiraban las sombras de los santos a la luz de las veladoras, había algo en el altar de la vieja casita que irremediablemente la atraía. Había solo dos cuartos en la pequeña vivienda y a la Abuela Obdulia no le importó sacrificar uno para destinarlo entero al altar.
El día que me quiten mi altarcito, ya me quitaron mi alma?, repetía la Abuela, quien desde su arribo a Los Angeles atiborró el recinto con imágenes guadalupanas y veladoras de sus santos consentidos.
Estamos solos en esta ciudad del diablo, y las veladoras nunca se apagaban ni dejaba de arder el incienso.
Ahí, en el centro del altar junto a una Virgen de Guadalupe, estaba en marco dorado el retrato de Concepción, camisa de manta, todo sonrisa, con la Basílica de fondo. Junto a él las velas de San Antonio y San Martín, fungiendo como perpetuo alumbrado de su rostro. Ese es su recuerdo más antiguo, aunque la Abuela no se cansa de narrarle que su tío Concepción la meció en brazos cuando era una recién nacida y de enseñarle el álbum con las fotos de aquella mítica peregrinación a la Basílica de Guadalupe.
- Tu como vas a acordarte Sagrario, ni cumplías todavía los dos años cuando hicimos ese viaje tan bonito, figurate, nos fuimos desde aquí hasta México en el carrote de tu Tío nada más para saludar a la virgencita, le platicaba la vieja Obdulia, que en 70 años de vida no se le había hecho su sueño de viajar a ver a la Guadalupana, pero Concepción le había dado su palabra.
- Yo la llevo amacita, por esta que usted va a ir a llevarle flores y a darle un beso a la virgencita. Si en 70 años no había salido de Jiquilpan porque apenas alcanzaba para comer, ahora que fueran ricos la llevaría cada año, que le hace que estuvieran allá en Los Angeles, si para eso se iban, no para quedarse sino para regresar forrados.
Y Concepción le cumplió. Apenas les consiguió su permiso de residencia y se compró su Galaxi 77, cuando se llevó a Mamá Obdulia y a la bebé Sagrario a que conocieran a la Virgen. No más a ellas dos. A la Aquiléa no la iba a andar llevando, pues ella estaba bien contenta en Los Angeles comprando ropa de puta.
- Ese Rosario que llevas te lo compró tu Tío en la Basílica para que te cuidara siempre, le repetía la abuela y la niña entendió que no debía quitárselo nunca, bajo ninguna circunstancia si no quería que desde el cielo dejaran de protegerla.
Cuando todavía vivían en Jiquilpan amontonadas en el jacal de paja, subsistieron solo gracias al dinero que traía Concepción cada año. Siempre llegaba como para el 10 de diciembre, nunca después del día de la Guadalupana y se quedaba hasta el Año Nuevo, a veces hasta el Día de Reyes. Hasta que una Navidad les dijo a su madre y hermana que se las llevaba a las dos para allá. Mamá Obdulia llorando, como podría abandonar el jacalito y la milpa que les legó su padre después de pelear con los agraristas, y Aquiléa que no podía con la alegría de saber que se haría gringa.
Las cruzó como pudo, por el desierto que él tantas veces había pasado y Mamá Obdulia, acostumbrada a la eterna primavera michoacana, casi se moría en esas arenas de Calexico por donde Concepción la llevó en sus brazos, caminando días enteros. Si de verdad que era como un ángel del cielo, le decía la abuela, fuerte, duro, si parece que ni sudo hasta que nos trajo aquí a Los Angeles.
¿Por qué no está con nosotras el Tío Concepción?, preguntaba Sagrario, ?i el estuviera aquí nada faltaría.
La abuela le contó de cuando recién llegaron al barrio, tenían que cuidarse las espaldas, no nada más de la migra sino hasta de los mismos paisanos que aveces tenían más mala sangre, pura envidia que le tenían a Concepción quien tuvo que imponerles su ley para dar a respetar a su familia.
Al año de vivir ahí, ya nadie abría la boca, nos respetaban, teníamos ya esta casita. Para cuando tu naciste las cosas ya estaban bien.
Lástima que tu mamá no se diera a respetar, le decía a veces la Abuela Obdulia, aunque inmediatamente cambiaba el tema. No le gustaba hablar de Aquilea.
¿Dónde está el Tío Concepción? Sagrario pensaba en él como si fuera similar a los santos de las veladoras, un ser mítico y celestial que las vigilaba desde su trono.
?Tu tío está purgando una condena, los mártires sufren, a todos los santos les han tocado injusticias, por eso tu tío va a ser santo cuando se vaya al cielo?, le contestaba.

La primera marca se la hizo a los seis años. En el sillón de la sala donde dormía era alumbrada por las veladoras del altar y le era difícil reprimir el terror a las sombras, aunque después le fue imposible resistir la tentación de esperar a que la abuela durmiera y entrar al cuarto para poder ver de cerca las imágenes y hablar con ellas. Ahí estaba frente a ella la enorme imagen de la guadalupana como soberana del recinto, mientras San Martín y San Antonio le hacían guardia al retrato del soberano, Tío Concepción, guardián de la casa y de sus vidas.
Cuando Abuela Obdulia se quedaba dormida en la mecedora rosario en mano, Sagrario entraba al cuarto del altar y se quedaba parada contemplando el mapa de las sombras en la pared, ante la mirada vigilante del Tío que desde su marco dorado parecía hablarle con la sonrisa.
¿Temblaron sus manos? ¿Entró alguna ráfaga de viento? Nunca pudo explicarle a la abuela como se desvaneció entre sus manos el retrato del Tío cuando lo tomó para besarlo. Tampoco recuerda como se vinieron abajo las veladoras. Solo supo explicar el dolor que sintió en el cuello cuando saltaron los cristales y no tuvo tiempo de voltear para ver que el mantel y las cortinas estaban en llamas.
Lo que siguió apenas lo recuerda. La quemazón debió ser un escándalo en todo el vecindario, pues no se habló de otra cosa en las semanas siguientes. Al amanecer estaba en la cama de un hospital, con vendas en las manos y parches en su cuello. Solo quemaduras de segundo grado en las manos y dos heridas profundas en el cuello y pecho a causa de los cristales. Dale gracias a la Virgen que estás viva y que me desperté pronto, sino se hubiera quemado la casa entera, le dijo la abuela. Al final, la única consecuencia fue la terminante prohibición de entrar al cuarto del reconstruido altar, cuyas paredes eran ahora negras. La Abuela Obdulia agradeció al cielo que la fotografía de Concepción hubiera sobrevivido al fuego y desde el día siguiente a la tragedia se dispuso a comprar nuevas veladoras, manteles e imágenes para reconstruir su santuario.

¿Cuantas heridas arden en su piel? ¿Cuántos recuerdos hay encerrados en las cicatrices de su vientre? Solo el dolor es real no hay pensamiento que la arranque de la eternidad del instante. Ahí están las quemaduras en sus brazos, la cicatriz en el cuello, ¿Hay también heridas abiertas en el alma?

Se enteró hasta que estaba por entrar a la secundaria. Su amigo Gustavo, el mal querido de la cuadra, fue el encargado de revelarle los dos secretos que le habían ocultado durante su infancia; el primero, que el Tío Concepción estaba encarcelado purgando una condena por intento de homicidio contra un oficial y el segundo y más desgarrador fue saber que sí ella no tenía papá, era precisamente porque el mismísimo Tío Concepción se había encargado de desaparecerlo. Bueno, le aclaró Gustavo, eso último nunca se había comprobado pero todos lo decían, era de lo más lógico, el barrio siempre tiene la razón.
Aquilea su juntó con puro mal hombre, respondió la Abuela Obdulia cuando le preguntó si era cierto lo de la muerte de su padre a manos del tío.
Cuando eran recién llegados a Los Angeles, solo Concepción salía a la calle. No le confíen a nadie, son paisanos pero no son de fiar les repetía a su madre y hermana a quienes dejaba encerradas a piedra y lodo cuando se iba a trabajar. La Abuela Obdulia ni a la ventana se asomó. Poco a poco fue formando su altarcito con las imágenes que el hijo le traía y se quedó encerrada con sus santos. Pero ¿cómo pedirle a Aquilea que no se saliera a pasear? ¿Cómo decirle que no fuera a la calle ahora que ya era gringa? Antes de cumplir los 15 días ya había conocido a Fabián; Galaxi rojo, esclavas de oro, pelo negro brillante y engomado. Manda más de la calle, no había recién llegada de regular buen ver que antes de una semana no estuviera en el asiento trasero de su Galaxi después de dar un paseo por la playa.
No quiero ver cabrones rondando la casa, no los quiero ver ni siquiera cerquita, advirtió Concepción a su hermana, a la que bastó poco tiempo para ser conocida en el todo barrio.
Antes de un mes había encontrado trabajo ayudando en una tienda de ropa. Sus primeros dólares los usó para pintarse el pelo y comprarse blusas de todos colores.
A esta casa no entras vestida de puta, le gritó su hermano y Aquiléa estrenando la altanería a que le daba derecho su nuevo tiente pues que me importa, ya estoy harta, me largo, y se largó, sin querer ver las lagrimas de la Abuela Obdulia y prestando oídos sordos a los insultos del hermano.
Regresó panzona a los dos meses. Hicieron falta muchos ruegos de la abuela para que Concepción no la sacara a patadas. Te me despintas ese pelo haber como chingados y te pones ropa decente si acaso quieres quedarte, sentenció.
Ni siquiera preguntó de quien fue. Salió a buscarlo en la noche. Para entonces el nombre de Concepción ya sembraba el terror en todas las esquinas del barrio. En pocas semanas había enseñado que sus puños y su navaja estarían ahí para resolver cualquier mal entendido. Ni siquiera el Fabián, siempre tan valentón, quiso quedarse cuando se enteró que el Concepción andaba tras sus pasos.

Por eso cuando lo encontraron amarrado adentro de la cajuela de un carro con el cuello rebanado nadie dudó quien había empuñado la navaja. Aún así nadie pudo nunca comprobarlo, mucho menos tomar venganza. La cobardía fue mayor que la lealtad en la pandilla de Fabián y no hubo uno solo que quisiera tomar revancha por su muerte. En cambio, había ya quienes se acercaban a Concepción buscando tenerlo de su parte, adulándolo a cambio de su protección. El nuevo vecino no le tenía miedo a nada. Lo mismo había reventado la cara de pandilleros negros, que la de líderes cholos, traficantes de esquina y yuppies blancos que se internaban en el barrio buscando putas. Al cabo de unos meses las calles del barrio eran su territorio, marcado por orines y zarpazos. Cuando Aquilea parió, la familia era respetada por toda la comunidad.

La nueva disputa familiar surgió por el nombre que debía llevar la niña recién nacida. La Abuela Obdulia se aferró a respetar el santoral pero Aquilea no quería un nombre de criada. Su hija sí que era gringa de verdad, nacida en Los Angeles, lejos del pinche rancho de Jiquilpan. Tenía que hablar inglés, llevar un nombre de aquí, Jennifer, para que le dijeran Jenni. La Abuela no pudo soportar la idea. Si la niña no llevaba el nombre santo no escucharía el llamado del Creador cuando muriera y se quedaría en el purgatorio con su Jennifer pagano. Aferradas madre y abuela, el cura acabó por bautizarla con los dos nombres; Jennifer Sagrario. El primero nunca se pronunció dentro de la casa, aunque la voluntad de Aquilea acabó por triunfar afuera, pues en la calle y en la escuela siempre fue Jenni.

A Concepción lo agarraron dos semanas después de regresar del viaje a la Basílica de Guadalupe. Lástima dirían en el barrio, tan contento que llegó, si hasta parecía que la Virgen les había iluminado la sonrisa a la vieja Obdulia y a la niña Sagrario, tan linda chiquita, repartiendo rosarios y estampas benditas entre todos los vecinos. Concepción no se midió. Como si en casi cuatro años de ser guardián del barrio no hubiera aprendido que a la policía no se le toca. Podía matar cholos, negros, gente de su calaña que nadie iba a reclamar, pero en California no se agrede a los representantes de la ley. Era rarísimo ver patrullas circulando en las calles del barrio. Dicen que aquella vez entraron persiguiendo a Samy Madrigal, que había asaltado pistola en mano una casa de cambio en el centro. Atrabancado e inexperto como era, dieron con su pista fácil y en unas horas los tenía a todos rodeando la casa. Llorando a mares, la madre de Samy se hincaba ante la patrulla no se lo lleven y en eso que aparece Concepción con el bate en la mano; no se humille doñita, de este barrio no se llevan a nadie si estoy yo aquí.
Del hecho surgieron después muchas versiones, la mayoría muy exageradas. En lo único que coinciden es en lo seco que se oyó el batazo que Concepción le arrimó en la cabeza al primer policía que intentó traspasar la puerta de la casa. Dicen que el agente azotó como un costal. Después todo fueron tiros, gases, gritos y confusión. Con todo y el balazo en el estómago Concepción no soltaba en bate. Los policías hubieron de someterlo a macanazos. Suerte para él que el agente no se murió. Fue al hospital con una conmoción cerebral, ha de haber quedado pasguato de por vida dijeron, pero salió vivo y la condena no fue por homicidio. Concepción ingresó herido a la cárcel. Según él, la bala nunca se la sacaron y seguía albergada en su estómago, aunque en el parte policial constara que se le opero de urgencia. ?Si me operaron yo no me acuerdo?, diría después.

Con las cuentas del rosario entre los dedos se le fue cada día de esos ocho años a la Abuela Obdulia, buscando respuestas en los rostros de los santos, que de ser guardianes de la casa se convirtieron en custodios del retrato del único y verdadero defensor de la familia y del barrio entero, colocado ahora en la parte más alta del altar, como auténtico patrono. Concepción fue terminante con su madre y le prohibió siquiera pensar en que lo podía visitar en la prisión.
- No quiero que me venga a ver nunca, no quiero que me vea tras las rejas, mandó decir con el defensor de oficio. ?
- Sí algún día salgo de aquí lo primero que haré es ir con usted a pedirle perdón por dejarla sola y desde entonces la Abuela se pasó cada día esperando el divino instante en que su hijo liberado aparecería ante ella y cuidando a la Jennifer Sagrario, que era inquieta y cotorra como ella sola. Volvieron las vacas flacas, aunque al menos en Jiquilpan se podía vivir de puro nixtmal. Para su fortuna la casa estaba ya casi pagada, aunque lo difícil era mantenerla y quien le entró al quite fue Aquilea, quien la viera, pintada otra vez de rubia y vestida de plasticuero, que dedicándose a cosas de las que nunca habló con la Abuela, se las arregló para que no murieran de hambre. Sagrarito creció con la abuela, pues Aquilea no estaba nunca y solo aveces llegaba a dormir a la casa, siempre con un novio nuevo, aveces con la cartera hinchada de dólares y estrenando collares nuevos, aunque luego llegaba con los ojos morados y la ropa en jirones maldiciendo su suerte. Ella nunca hablaba de Concepción y a su hija la llamaba Jenni, mientras que la pequeña en cambio, parecía hipnotizada por la foto del tío guardada por los santos y aún después del accidente de sus seis años, se las arregló para seguir entrando al cuarto del altar cuando la Abuela dormía.

Así, entre las visitas clandestinas al cuarto de paredes negras para contemplar la foto del mítico tío, las oraciones en murmullo de la Abuela y las cada vez más esporádicas apariciones de la madre, le llegó la adolescencia a Jennifer Sagrario. Antes de cumplir los 12, se las arreglaba para pasar el día entero en la calle y aparecer en casa sólo hasta la hora en que la abuela tenía listos los insustituibles frijoles de la cena.
- Te estás volviendo como Aquilea, le reclamaba pero poco podía hacer para controlar a la nieta, que parecía haber seleccionado lo peorcito de cada casa para integrar su lista de amigos.
Ahí andaba la Jenni en cada esquina, vestida de neo cholita y bailando rap, arreglándoselas para robar cigarros de las tiendas y salir de casa cuando la abuela dormitaba en la mecedora. Hasta que una tarde al caminar por la calle acompañada de la pandilla escuchó el estruendo de la música de banda y vio demasiados carros estacionados frente a su casa. No se dio tiempo siquiera de extrañarse por el bullicio en la perpetuamente silenciosa y solitaria casita de la Abuel Obdulia, pues supo de inmediato que algo había ocurrido, un hecho capaz de modificar su vida y la del barrio. Ni siquiera tuvo necesidad de que los hombres que bebían cerveza en el garage le confirmaran que el Tío Concepción había vuelto a casa. Solo entonces volvió a sentirse poseída por esa mezcla de pavor y deseo que le inspiraban las imágenes del altar. Dentro de casa estaba Concepción, el santo en vida, presencia de carne, con voz y tacto. Se quedo inmóvil en la calle como si esperara que sus amigos la incitaran a huir de ahí cuanto antes o la empujaran dentro de la casa. Quería verlo y tocarlo, pero su miedo era mayor al que sentía de niña ante la luz de las veladoras. Quizá se hubiera quedado inmóvil por horas de no ser porque lo vio surgir de repente entre los hombres que se amontonaban en torno a la casa. Su rostro y su figura no se parecían en nada al Concepción de camisa de manta que sonreía ante la Basílica, pero la gravedad de su mirada lo habría hecho reconocible entre multitudes. El bigote era más grueso, su cabeza estaba totalmente rapada y las facciones de su cara se veían demacradas, pero sin duda era él, mártir viviente del barrio que había salido de la prisión escoltado como un héroe por sus compañeros de antiguas épicas callejeras. Adentro, la Abuela Obdulia tan solo lloraba en silencio frente al altar sintiendo que le faltaría vida para acabar de elevar plegarias de agradecimiento por el regreso del hijo. Tampoco él necesitó mucho tiempo para reconocerla entre toda la pandilla adolescente.
A ti quería abrazarte condenada, ya sabía que te ibas poner preciosa, dijo y la tomó en sus brazos como si fuera una niña de meses. Era un día de fiesta, como sí el barrio hubiera retrocedido 10 años en el tiempo. Ahí estaban los cholos de antaño, calvos y panzones, llenos de chamacos, rindiendo honores al antiguo jerarca. Y de pronto, Jenni se dio cuenta de que todos aquellos la conocían y sí, también la veneraban, es la sobrinita del Concepción, la que nos trajo estampas de la Virgen de la mera Basílica. El barrio no era el mismo y los recuerdos de las peleas de antaño surgieron como un canto épico en memoria de otras generaciones. No hubo en la velada una sola palabra referente al presente o al futuro. Todos tenían necesidad de recordarse valientes. Al caer Concepción, los hombres temidos del barrio fueron dejando poco a poco la calle. Hoy no los temían ni en sus casas. La velada se prolongó hasta la madrugada. La Abuela había dicho que dormiría en el sillón para dejar a Concepción la cama, pero éste la rechazó. Llevo 10 años durmiendo en catre de piedra amacita, mal me va hacer sentir suave y decidió dormir en el cuarto del altar. En la sala, Jenni no podía conciliar el sueño. La casa olía diferente y las velas parecían arrojar destellos rojos. Nuevamente la sedujo la tentación y se acercó al altar. Quería contemplar el cuerpo del santo alumbrado por las veladoras durmiendo frente a su propia imagen. Ahí estaba la imagen, de carne y sudor, con olor, pensamientos y deseos. La oscuridad comenzaba a desfigurarse ante la irrupción del alba cuando escuchó su voz. Ven Sagrarito, acércate aquí conmigo. Concepción tenía los ojos abiertos y la miraba. Su torso desnudo reflejaba un cuerpo flagelado por los sinsabores de la vida. Jenni lo contemplaba sin ocultar esa dosis de temor y excitación que la poseía mientras las palabras ásperas y aguardientosas de su tío se posaban sobre su cuerpo. Mi chula Sagrarito, sí yo te dijera que todas las noches, todas las pinches noches de estos 10 años pensaba en ti, que sí no me dejé matar allá adentro fue porque sabía que el día en que saliera te iba a encontrar así de preciosa y la tomó de la mano atrayéndola hacia él. Soñaba contigo y desde allá te cuidaba, que no fuera nunca a pasarte nada mi niña, yo sabía que en tus manos tenías el rosario bendito que te regalé. La voz era grave y rasposa, al igual que la mano que le acariciaba el rostro y el cuello. Piel de lija en donde los tatuajes se confundían con los navajazos y donde las caricias paternales se diluían entre las cadenas que sujetaban su deseo. Ella permanecía en silencio mientras la mano de Concepción recorría su cuerpo como si quisiera redimir cada poro de su carne. Tu no vas a salirme una gringa puta como tu mamá ¿verdad Sagrarito? Yo bien se que sigues siendo una doncellita, le decía mientras con la mano le acariciaba los pechos adolescentes. No te me asustes, no tiembles, a mi lado nada va a pasarte, yo ti te cuido, aquí o desde el cielo, pero nunca voy a dejarte sola.
Aún no acababa el sol de colarse entre las cortinas polvorientas de la habitación santuario cuando en su cuerpo de 13 años tenía ya la segunda marca. La sangre de su himen roto y el semen de su tío sellaron el pacto: Tu no serás de nadie más Sagrarito, de nadie y las palabras volvieron a sonarle a designio divino. La piel del tío había borrado de golpe las torpes caricias y los besos babeantes de sus compañeros de la pandilla que conformaban su historial erótico anterior. De un día para otro, al igual que en su infancia, su mundo se redujo a esperar el momento de la madrugada en que podía ir al altar. El miedo y éxtasis eran los mismos, solo que ahora el santo venerado era de carne y la esperaba acostado sobre un petate. También su vida social sufrió severas modificaciones. Los pantalones guangos y la ombliguera de cholita fueron sustituidos por largas faldas y sobrias blusas. Con una sola mirada, Concepción le hacía ver que repudiaba en extremo todo asomo de ligereza en el vestir femenino. También tuvo que decir adiós a los amigos de la pandilla, pues Concepción no quería ver cabrones rondando por la casa, ni siquiera cerquita, como le advirtió 15 años antes a Aquilea y como en el barrio aún se recordaba el triste fin del Fabián, no hubo adolescente que se le acercara a Jenni. Cuatro meses después acabó por abandonar la escuela, pues Concepción consideraba innecesario que fuera a un lugar de donde solo traía las malas mañas de los gringos.
Fuera de eso, la vida no se alteró gran cosa en el hogar. La Abuela Obdulia permanecía la mayor parte del día sumida en sus oraciones, interrumpidas tan solo para preparar la comida a en medio día, aunque ahora contaba con la ayuda de Jenni, que pasaba el día entero en la casa. El silenció reinaba durante todo el día, mientras la abuela oraba y Jenni intentaba aprender a tejer. Concepción salía a media mañana y no volvía hasta entrada la noche. Solo entonces volvía el ruido al hogar, pues a Concepción le gustaba cenar escuchando música ranchera o de banda. El dinero volvió a llegar a la despensa, aunque Concepción no hablaba nunca una palabra sobre su origen y lo que hacía en la calle permanecía como un misterio para las mujeres de la casa. Después de la cena, la Abuela se retiraba a su habitación, Jenni iba a la sala y Concepción permanecía en la cocina dando sorbos al tequila hasta que se retiraba al cuarto del altar a donde Jenni entraba invariablemente a buscarlo apenas pasada la media noche. Ahí en el suelo, a la luz de las veladoras perpetuamente encendidas y bajo la mirada de las imágenes, el cuerpo adolescente se fundía con el del tío casi cincuentenario. ?Eres mía, condenada Sagrarito, solo mía?, le repetía al oído y Jenni solo rompía su silencio para gemir, sin mirarlo nunca a los ojos.
Cuando se enteró que su hermano estaba libre, Aquiela de plano suspendió sus de por sí esporádicas visitas y prefirió mudarse con su hombre en turno a vivir en otro suburbio. La Abuela Obdulia prefería no decir palabra alguna. Guardó silencio cuando Jenni abandonó la escuela y jamás dijo algo que revelara si estaba enterada de lo que sucedía entre su hijo y su nieta. Así se fueron 10 meses de ininterrumpida rutina en los que el silencio solo era roto al anochecer por la música ranchera y más tarde por el débil gemir de los amantes al píe del altar. La partida se produjo de manera tan súbita como inesperada unos días después de cumplir Jenni sus 14 años. Aquella noche Concepción no pudo disimular sus nervios al llegar a casa. Sin decir palabra alguna, llenó su morral con la ropa sucia que había en el sillón y después de darle un sorbo a la botella de tequila abrazó a la Abuela Obdulia. Tengo que irme amacita, irme lejos porque yo no quiero que usted vuelva a sufrir como antes y solo entonces surgió el llanto silencioso y sin palabras de la anciana que se abrazaba al hijo con resignada desesperación. Me llevo a la niña conmigo, dijo a su madre sin voltear siquiera a ver a su sobrina. Después, como si hubiera reparado apenas en su presencia se dirigió a ella. Andale Sagrarito, agarra rápido tus cosas que te vas conmigo. Media hora después, tío y sobrina iban por la carretera acostados en la caja de una camioneta que conducía un vecino del barrio. No se habló en todo el camino de las razones de la huida y los nervios de Concepción parecían calmarse conforme se acercaban a la línea divisoria. A la mañana siguiente, del brazo de su tío, Jennifer Sagrario y Concepción volvieron a cruzar la frontera mexicana. Ninguno de los dos había vuelto a pisar México desde aquella peregrinación a la Basílica y cuando ya caminaban por la Calle Revolución ambos rompieron el silencio y por primera vez sonrieron mirándose a los ojos.
La tercera marca en su cuerpo fue la más visible de todas y se la hizo la segunda noche que pasaron en Tijuana en el pequeño cuarto trasero de una casa de la Colonia Libertad. Fue hasta esa noche cuando Jenni pudo distinguir claramente los tatuajes que su tío llevaba en el pecho. En el lado derecho, lucía la opaca imagen de una Virgen de Guadalupe mientras que del lado del corazón era el rostro de la Abuela Obdulia el que emergía sobre su piel morena. Ellas son las dos santas que me cuidan Sagrarito, por ellas estoy vivo, solo por ellas que me cuidan cada día, estas mujeres son santas Sagrarito, óyelo bien, santas. Pese a haber sido tatuado en prisión, el rostro de la Abuela Obdulia podía distinguirse con facilidad. En medio del pecho, entre los dos rostros femeninos sobresalía una cruz. En sus brazos y espalda, parecía no haber un rincón de piel disponible para tatuar. Había símbolos, letras e imágenes opacas apenas distinguibles en la piel oscura. Quiero llevar tu cara tatuada en el pecho, le dijo Jenni. Concepción sonrío. Yo no soy un santo como esas mujeres, yo soy como el pinche diablo y para acabarla tatúo como la chingada. No pudo convencerlo de llevar su cara, pero accedió a tatuarle una Virgen como la suya esa misma noche, con tinta de pluma y aguja, al estilo de los presos. Al amanecer, el dibujo que estaba terminado sobre el pecho izquierdo de Jennifer Sagrario evocaba en algo a la Guadalupana. La noche siguiente, cuando la botella de mezcal tocaba fondo y Concepción tarareaba un corrido, su sobrina logró convencerlo de que le tatuara su nombre en el dorso de la mano en medio de un corazón. Al día siguiente, como si fuera una niña que observa a cada momento su reloj nuevo, Jennifer no quitaba la vista de su propia mano en donde en una letra gótica que delataba el mal pulso del tatuador podía leerse Concepción y Sagrario en medio de un corazón deforme.
Fue también en los primeros meses de su llegada a Tijuana cuando Jennifer Sagrario sospecho que estaba embarazada. Sabía poco del tema y en realidad levaba más de seis meses de gestación cuando una vecina que hacía de partera le confirmó la noticia. Concepción no parecía en absoluto extrañado. Se llamará Concepción, fue lo primero que dijo Jenni al conocer noticia.