Eterno Retorno

Saturday, December 03, 2005

Durante toda la semana, he estado leyendo el libro de mi abuelo ¿Qué es la poesía? Introducción filosófica a la poética del Fondo de Cultura Económica. Leo el capítulo dedicado a los poetas románticos alemanes. Me detengo en el movimiento Sturm und Drang, término que aunque no resulta exactamente traducible al castellano, podría más o menos aproximarse, dice mi abuelo, a Tempestad e Ímpetu. El movimiento surge en el Siglo XVIII como una reacción en contra de la adoración a la Diosa Razón de la Ilustración.Leo Sus reflexiones sobre Goethe y Schiller. El romanticismo alemán, dice Agustín Basave, el primero en el tiempo y el más profundo de los romanticismos literarios y poéticos, es, antes que una escuela literaria, una cultura y un modo de ser. Me atrevería a decir que el romanticismo es, ciertamente, un estilo de vida pero también una constante en el ser del hombre. Salto unas páginas más adelante y llego a Juan de Yepes y Álvarez, alias San Juan de la Cruz. En torno a San Juan, dice mi abuelo: Pienso que la poesía, con sus intuiciones virginales, que transforma el lenguaje común y mostrenco, ofrece mejores posibilidades que la prosa para acercarnos al misterio de la unión mística y para tratar de expresar, hasta donde es posible, lo inefable. Cuántas veces en mi vida he leído en medio de mis insomnios Noche oscura, ese poema que en la adolescencia me enseñó mi maestro cordobés Pablo Urquiza y sin embargo nunca había leído la lectura que de él hace mi abuelo. La llama viva del amor, dice Basave, expresa ese fuego interior amoroso que consume, sin acabar de consumirlo, a San Juan de la Cruz. Le importa, desde luego, sugerir más que definir.
Páginas más adelante, me aguardan Marlowe y Shakespeare, Yeats y Wilde. Páginas atrás, aguardan Dante y Petrarca.
Con el libro de mi abuelo en la mano paseo por Tijuana, cuyas calles me parecen este diciembre más sucias y hostiles que nunca. Leo en taxis y camiones. Leo a la luz de la lámpara de mi buró. Leo y no puedo menos que concluir lo tarde que llega uno a ciertos autores o acaso lo tarde que llega uno a algunas personas, generalmente las más importantes en nuestra vida.


Tarde. Esa es la palabra. Una frase ronda mi cabeza esta semana. Creo que es de Simone de Beauvoir: Muy pronto en nuestras vidas fue demasiado tarde. En la mía da la impresión de serlo. Cruel verdugo resulta ser la idea de esa máquina del tiempo que me traiga de regreso las horas arrojadas por la borda. Las miles de horas masacradas, sacrificadas como ofrenda en el altar de sacrificios del absurdo absoluto. Tarde, hoy ya es muy tarde.


Hay personas a las que amas. Otras, muy pocas, a las que te debes en todo tu ser. Hay personas que con su sola presencia definieron tu camino, aunque al final, hayas acabado por errarlo.

Si cayera en la tentación de intentar recuperar el edén perdido de la infancia decribiéndolo, diría que ese edén era un bosque de libros. Libros y jardín. Un jardín enorme, inacabable, profundo e infinito como mis fantasías, rodeando una casa cuyas paredes eran libreros atiborrados por la biblioteca de filosofía más grande que hay en este país. Afuera estaban las vías y el tren, como fantasma omnipresente, el Cerro de las Mitras y la Calle Río San Juan, al final del cual aguardaba, como la bestia al final del Océano, el aún virginal Río Santa Catarina, libre de carreteras y poblado aún por pastores y sus rebaños, caballos prófugos, coyotes y tlacuaches. El mundo era demasiado grande y misterioso, un lugar donde cabían demasiados duendes y una que otra bruja (había una que habitaba en la Quinta y transformaba a los intrusos en nopaleras)


Como si fuesen las piedras con inscripciones rúnicas de un pasado milenario, en casa conservo tres objetos provenientes de aquella infancia. Uno la evoca todos los días: es la casa de Río San Juan 103, dibujada por mi madre, que está en la pared superior de la escalera. Los otros dos, son un par de ejemplares prófugos de ese bosque de libros que me regaló mi abuelo cuando era niño. No me considero un amante del libro como objeto, pero a ese par de ejemplares no puedo menos que atesorarlos. Uno es un Quijote con pastas y estuche de cuero. Es una edición valenciana de 1969. En el estuche, tallado en el cuero, puede verse la imagen de Don Alonso velando sus armas en la venta de Juan Palomeque esperando el momento de ser armado caballero. En la portada del libro, aparece Don Quijote cabalgando un rocinante furioso arremetiendo sobre el rebaño de ovejas que confundió con ejército. En la contraportada, puede verse a Don Quijote y a Sancho cabalgando sobre Clavileño rodeados por lunas y planetas. Con los ojos cerrados puedes seguir los contornos de los dibujos marcados en el cuero. Cada capítulo está ilustrado, pero no por Doré. El dibujante es un tal A. Ortells. Si toda mi biblioteca fuera a ser quemada como la de Alonso Quijano y tuviera que pedir clemencia para un libro, pediría clemencia para ese Quijote. El otro libro son obras de Dante, también encuadernadas en pastas de cuero, edición madrileña de 1956, Biblioteca de Autores Cristianos. En el libro de 1146 páginas y letra muy pequeña, viene La Divina Comedia, Vida Nueva, El Covite, La Monarquía, Sobre la lengua vulgar, Disputa sobre el agua y la tierra, Cartas, Eglogas, Rimas, además de un nada despreciable apéndice y una muy completa biografía de Dante.
El último libro que me regaló mi abuelo, fue Filosofía del Derecho de Recasens, el día 18 de mayo de 1996, fecha en que me gradué como licenciado en derecho. Tengo también algunos libros de su autoría, menos de una cuarta parte de sus obras completas, aunque sólo uno con dedicatoria: Meditación sobre la pena de muerte. En Colinas de San Jerónimo aguarda La sinrazón meafísica del ateísmo, que por alguna razón no vino con la mudanza a Tijuana.

La historia más bella de Dios
Jean Bottéro, Marc Alain Ouaknin, Joseph Moingt
Anagrama

Por Daniel Salinas

Aún me cuesta trabajo creerle a Jorge Luis Borges aquello que pone en voz de la Esfinge quien afirma que la teología es, junto con las matemáticas, la única ciencia exacta.
Es por ello que no me parece de entrada tarea nada fácil escribir sobre este libro, que por su título bien podría confundirse con un texto de catecismo.
Cuando un libro se autoproclama la historia más bella, uno puede empezar a sentir ciertas reservas y máxime cuando esa bella historia es la historia de Dios. Vaya tarea ambiciosa.
Sin embargo, no es esta una obra que pretenda evangelizar o convertir almas descarriadas o por lo menos no parece pretenderlo descaradamente, si bien al final de su lectura es capaz de sembrar más de una duda en la mente del lector.
La historia más bella de Dios es un libro escrito a seis manos o diríase más bien respondido a tres voces, pues los autores en realidad sólo responden a entrevistas.
Los compiladores y entrevistadores Heléne Monsacré y Jean Louis Schegel, a los que apenas se da crédito, se dan a la tarea de cuestionar a tres expertos en materia de teología monoteista: Jean Bottéro, catedrático de asiriología y experto en religiones del Próximo Oriente, Marc Alain Ouaknin, rabino y filósofo y Joseph Moingt, jesuita y teólogo católico.
El gran personaje de la historia más bella es el Dios monoteísta del Antiguo y Nuevo Testamento. La pregunta que trata de resolver, es: ¿Quién es el Dios de la Biblia?
Al más puro estilo socrático, este libro aborda y devela el absoluto con preguntas. ¿Dónde, cuándo y por qué nace la idea de un Dios único? ¿Fue Moises su creador? A estos cuestionamientos trata de responder en primera instancia Jean Bottéro desde su enfoque de historiador.
Después toca el turno al rabino Ouaknin, quien comienza a explicar el sentido de la Torah, el Talmud y la Cábala Judía.
En tercera instancia, entra al coro la voz del jesuita Moingt llevando de la mano al Mesías sentado a la diestra de Dios, explicando el sentido de cuatro evangelios y un solo Cristo, el sentido de la Resurrección la influencia griega y el sentido de la ruptura entre cristianismo y judaismo, para concluir con una pregunta contundente ¿Para qué sirve Dios?
La estructura de coro a tres voces y el planteamiento a partir de preguntas, dan como resultado un libro que con aparente simplicidad intenta explicar de manera imparcial e interpretativa misterios teológicos. Y ojo, no crea usted que se trata de uno de esos textos seudoesotéricos tan de moda que pretenden revelar supuestas claves ocultas de las Sagradas Escrituras o explicar misterios apocalípticos, ni lo imagine tampoco como pueril manual de bolsillo con diez claves de teología para principiantes. Nada de eso. Se trata ante todo de un ejercicio comparativo, un perfecto sembrador de dudas que deja al lector la última palabra. Más que convertir al ateo o reforzar la fe del creyente, el libro pretende explicar el origen y las razones de esa fe, así como los caminos que cada una de las grandes religiones monoteístas ha seguido para entender a ese Dios único que barrió al paganismo politeísta.
Podría decirse que es un libro ideal para aquellos creyentes que desean comprender y no sólo profesar su fe, pero acaso aún más recomendable para aquel agnóstico que sin pretender arrodillarse ante deidad alguna, tiene una sincera curiosidad por acercarse al misterioso factor Dios.



El último lector
Ricardo Piglia
Anagrama

Por Daniel Salinas

Ricardo Piglia es de esos tipos que navegan con su propia bandera como amo y señor de su barquito en las turbulentas aguas de la literatura contemporánea.
Sus libros son como peces escuridizos que resbalan entre las manos de aquellos que intentan encarcelarlos en la celda de la clasificación por géneros.
Y es que cuando uno tiene semejantes criaturas híbridas en las manos, es preferible olvidarse de juicios a priori y abandonarse al placer de la lectura sin saber nunca a ciencia cierta qué nos espera en la próxima página.
Su más reciente creación, puede entenderse como un homenaje a uno de los personajes más importantes de la historia de la literatura, a menudo olvidado por críticos y autores: El lector.
El personaje principal de esta nueva obra de Piglia, no es otro que el ser que se abandona a la lectura.
En El último lector, Piglia bucea en el misterioso acto de la lectura, esa suerte de ritual de aislamiento e introspección.
La lectura como silencioso pacto de sangre entre un ser que por un momento se aparta del mundo para hacer suya la creación de un escritor.
Piglia lo señala acertadamente: Hay siempre algo inquietante, a la vez extraño y familiar, en la imagen abstraída de alguien que lee, una misteriosa intensidad que la literatura ha fijado muchas veces. El sujeto se ha aislado, parece cortado de lo real.
Partiendo de esta afirmación, Piglia se adentra acertadamente en el misterio de uno de los mejores cuentos de Borges, como es Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius, narración que comienza con un txto leído en la Enciclopedia Británica que alguien recuerda pero no encuentra. La búsqueda de un texto cuya lectura sólo se recuerda, da lugar al misterio y a decir dePiglia, la versión contemporánea de la pregunta ?qué es un lector? se instala ahí. En el acto de leer confluyen como dos ríos, lo imaginario y lo real.
En El Sur, otro cuento de Borges (siempre Borges), el misterio y la tragedia se consuman precisamente por el acto de la lectura, cuando Dahlaman emprende una aventura en busca de un ejemplar descabalado de las Mil y una Noches y pierde la vida mientras lee.
De Hamlet a Kafka en su rol de lectores en tensión al de Ernesto Che Guevara, abstraído en la lectura mientras desafía a sus perseguidores en las montañas de Bolivia o Walter Benjamín, enfrentando la muerte libro en mano en la frontera franco española, Piglia dibuja la misteriosa ruta de los empedernidos lectores. La lectura como desafío arrojado a la mesa por los laberintos extremos de Joyce y su Finnegans Wake, la lectura como acto sacramental y absurdo a la vez. Lectores adictos e insomnes que en su delirio construyen universos alternos como Alonso Quijano. No olvidar que el non plus ultra de las letras españolas surge de las compulsivas lecturas de un hidalgo que pasa la vida encerrado en su biblioteca y al que el acto de leer transforma en caballero andante, que a su vez acaba por ser lector de su propia historia y del plagio que Avellaneda hace de la misma. Eso es el Quijote de la Mancha. En ese sentido, Cervantes fue el primero en rendir acaso un involuntario homenaje al lector, al transformarlo en héroe trágicómico, condenado por el acto fatal y extraordinario de leer.

Tuesday, November 29, 2005

Aún no regreso del todo. Entre el exceso de trabajo y las noticias tristes me parece que no acabo de aterrizar. Me siento sumamente extraño. Nunca antes un viaje había desempeñado tan firmemente su papel de escape de la realidad. Buenos Aires fue un oasis, un paréntesis paradisíaco de tres semanas. Atravieso por un raro proceso después de esta travesía sudamericana. Algo pasa en el 2005 que nos estamos acostumbrando a la tristeza. Sabemos convivir con ella, pero no acaba de sepultarnos. Quisiera hablar de lo que le sucede a mi abuelo, quien en este momento está en un hospital en Monterrey, pero emocionalmente me cuesta trabajo. Podría hablar de que me siento demasiado raro, que Tijuana (y sus 400 muertos) me resulta más hostil que nunca. Pero mejor hablo del viaje, hablo de libros, de música y hago como que la vida sigue sin alteración alguna.


Montevideo

Lo peor que se le puede hacer a Montevideo, es compararlo con Buenos Aires. Me hubiera gustado disfrutar la capital uruguaya por si misma, sin el cruel espejo bonarense aguardando como sombra del otro lado del Río de la Plata. Sin embargo me fue inevitable sucumbir a la odiosa comparación. Lo siento por Benedetti.

Montevideo es más chico, mucho más provinciano, carece de la elegancia bonarense y para colmo es un poco más caro. Los negocios cierran muy temprano y la vida nocturna en días de entre semana es casi inexistente. Ante semejantes factores, es obvio que uno empiece a extrañar de inmediato a Buenos Aires.

Digamos que Montevideo tiene su encanto, pero al estilo de ciertas chicas poco agraciadas con cara de misterio, te tardas un poco en descubrirlo. De entrada, tu primera impresión podría ser que es una ciudad un tanto desangelada. Mi primera impresión de la célebre Avenida 18 de Julio, es que se parece mucho a la Avenida Juárez en Monterrey (y la avenida Juárez no es bella) Pero al caer la tarde en la Rambla Charles de Gaulle, caes en la cuenta de que te sientes muy bien. Y que Montevideo, pese a todo, te cierra un ojito y te gusta

Salimos de Buenos Aires en un barco de la compañía uruguaya BuqueBus. Tomas el bote en una de las primeras dársenas del Puerto Madero, al final de la calle Córdoba y navegas por espacio de dos horas y media o tres por el Río de la Plata. Desde la cubierta ves Buenos Aires a lo lejos y al cabo de un rato puedes avistar, en la otra costa, Colonia de Sacramento. Una vez ahí tomas un autobús que cruza por inacabables llanuras pobladas de vacas (dicen que en Uruguay hay siete vacas por cada habitante) En dos horas arribas a la terminal de Tres Cruces en Montevideo. Nuestro hotel, llamado Hotel Europa, estaba a pocas cuadras de la avenida principal, la 18 de Julio. Para comer, nada como el chivito uruguayo. Ojo, no es borrego ni cabrito. Es vaca pura. Pero le llaman chivito. Lo puedes pedir con una cama de huevo y verduras. Las pizzas uruguayas tampoco cantaron mal las rancheras. Ni que decir del Choripán callejero. La pura sabrosura.


Lo más bonito de Montevideo es caminar su rambla. Y en ese sentido, Carolina y yo caminamos más de ocho kilómetros. Desde la altura de la 18 de Julio, hasta el parque Rodó, a la entrada de Punta Carretas. De no ser por el aire frío que sopla al atardecer, podrías poner tu mente en blanco y creer que estás en La Habana (aunque honestamente prefiero Montevideo) Algunas parejas se besan recargadas en la barda o en los playones. Tampoco faltan ciclistas y paseadores de perros. A la entrada del parque Rodó lo primero que destaca es una estatua de Confucio. Más allá se encuentra la burguesa zona de Carrasco, donde viven los uruguayos más ricos y también la zona de Pocitos, en donde estaba la vieja cancha del Peñarol en donde hace 75 años, México y Francia jugaron el primer partido de futbol de la historia de los mundiales.

Estadio Centenario

Hice hasta lo imposible por conseguir boletos para el Uruguay vs Australia. Absolutamente agotados. La ciudad vivía con pasión extrema los días previos al partido. Sin embargo, pese a que no pude acudir, no me quedé con las ganas de entrar al mítico Estadio Centenario, ancestral reliquia de una época romántica del futbol. Caía la tarde. Un empleado nos permitió pasar a sentarnos en las tribunas vacías. El Sol se ocultaba y desde el gigante silencioso podía ver la silueta de Montevideo al atardecer. En silencio imaginé las grandes batallas escenificadas sobre ese rectángulo, ese Uruguay vs Argentina de 1930 que decidió la primera Copa del Mundo. Silenciosas, las tribunas Amsterdam y Colombes aguardaban pacientes a los hinchas que las colmarían. No pude acudir al juego, pero por unos minutos me senté en las tribunas de uno de los templos que han escrito la historia del deporte más bello del mundo.


Punta del Este

Dicen que Punta del Este no es Uruguay, que debe ir entre paréntesis y que no refleja la realidad uruguaya ni de Sudamérica. Algo de razón tienen. Este balneario, ubicado a unas dos horas de Montevideo, es algo así como el Cancún del Cono Sur, o el Santa Mónica del Jet Set ríoplatense y bueno, en algo se ha de parecer a Las Vegas (aclaro que no conozco ese sitio) pues los lujosos casinos forman parte del atractivo turístico. Para aquellos que son víctimas del malsano vicio del juego, Punta del Este debe ser un placer. En diciembre y enero sus playas hierven de sangre y cuerpos calientes. En junio y julio yacen desoladas. Yo fui un día de noviembre entre-semana y no había demasiada gente. Justo en la punta que divide el Río de la Plata del Atlántico abierto, puede verse el ancla del Ajax, el buque inglés que resultó herido de muerte en la histórica batalla contra el alemán Graff Spee que acabó por ser hundido por su capitán frente a Montevideo en el ya lejano 1939. También visitamos Piriápolis y la Casa del Sol en Punta Ballena, residencia del artista Carlos Páez. Una linda costa a la que algún día volveremos.

Me pidieron que escribiera algunas ideas de cara al festival Mozart Binacional que se realiza cada año en Tijuana. La idea, me comentaron, es tratar de motivar a los jóvenes a participar. Desparramé algunas estupideces que en absoluto me dejan conforme.

Nadie nace hablando, ni sabiendo caminar. Cuando naces oyes, pero aún no aprendes a escuchar. A veces pasan los años, acaso toda la vida y el tiempo se va entre tus manos sin que aprendas el dulce arte de escuchar. Tomate unos minutos, pon un concierto de Mozart, sube el volumen al máximo, cierra los ojos y después hablamos. Por lo menos, te juro que tus oídos te estarán muy agradecidos.

A los sentidos hay que educarlos y tenerles algo de paciencia. Dale a tu oído la oportunidad de conocer a Mozart. No te limites a una vez. Escúchalo tres, cuatro, diez veces. Deja que tu oído se vaya enamorando de él. Yo te aseguro que al cabo de diez veces encontraras nuevos secretos y claves ocultas. Sólo prepara tu oído y tu mente y te juro que cada vez que escuches el Réquiem será distinta a la anterior. Mozart siempre te reserva alguna sorpresa.

Dicen finlandeses de Apocalyptica que si una noche de invierno en tu casa haces reventar las bocinas con un disco de Shostakovich y arrojas de tu mente cualquier sentimiento que no sea aquel que te produce la música, tu vida cambiará para siempre.

¿Quieres potencia y agresividad extrema? Antes de escuchar a Rammstein, te recomiendo que escuches a otro alemán que se llama Richard Wagner. No hay nada como la Cabalgata de las Walkyrias. Él es el verdadero padre de la música extrema. Todo hevaymetalero que se de a respetar debe honrarlo como su padrino.

¿Crees que has escuchado la canción más triste? ¿Piensas que no hay más melancolía y oscuridad que la música gótica? Te doy un consejo. Escucha a todo el volumen el Réquiem de Mozart en una invernal tarde nublada y entonces te darás cuenta de dónde amamanta Lacrimosa y todo el pandemonio gótico.

Cuando te colocas unos audífonos y viajes en un taxi o en el trolley contemplando el paisaje o corres por las calles de la ciudad o enciendes el radio en tu carro, vives en dos mundos. Apolíneamente (diría Nietzsche) viajas o corres. Dionisiacamente escuchas y por ende te sumerges en un mundo aparte del que nadie puede arrancarte.


Tal vez las has oído muchas veces, pero... ¿te has detenido a escucharlas? Has la prueba. Dale a tu oído la oportunidad de sumergirse en el idilio de la música clásica.

La música ha socializado el trascender y lo ha transformado en un deporte de masas.

Escucha Las cuatro estaciones de Vivaldi y te aseguro que la primavera te parecerá más verde y verás toda la armonía que hay en el brillo del Sol y la melódica tristeza de una ventana empañada por el frío de una tarde otoñal.

¿Quieres suspender un instante en el fluir del tiempo? Sí, aunque no lo creas está en tus manos. Sólo sigue la Flauta Mágica de Mozart y después me dices a qué mundo extraño te llevó.

¿Sabes una cosa? Pink Floyd no existiría sin Mozart.

Sólo la embriaguez de la música disuelve las máscaras.

Los oleajes de música no conocen límites, minan los terrenos políticos y las ideologías. La música funda nuevas comunidades, traslada a un estado diferente, abre a otro ser. El espacio auditivo es capaz de envolver al individuo y hacer que desaparezca en el mundo exterior.

La música enlaza a los oyentes en otro nivel. Aún cuando éstos se conviertan en estatuas, no están solitarios cuando suena lo mismo en todos ellos. La música posibilita una profunda coherencia social en un estrato de la conciencia que antes se llamó mítico.


Dice Nietzsche que el hombre moderno arrastra una enorme cantidad de saber no digerido, que a veces traquetea de lo lindo en el cuerpo. Ponte a pensar. Las grandes obras de la música clásica ya existían cuando naciste, ahí están, al alcance de tu mano y sin embargo, no te has detenido a escucharlas

El único consuelo metafísico, es el arte y de todas las bellas artes, nada puede consolarte y arrancarte del tiempo como una sinfonía.