Eterno Retorno

Saturday, September 01, 2018

Cuando el iPhone llegue al museo

Desde un tiempo para acá me da por imaginar los objetos de nuestra época como absurdas piezas de museo. Imagino la mirada de aquel que dentro de 100 o 150 años mirará los juguetitos tecnológicos que conformaban nuestra vida cotidiana con la misma distraída extrañeza con que alguien contempla una antigualla decimonónica. Unos pequeños binoculares dorados con los que un aristócrata contemplaba una ópera desde un palco rimbombante, unos espejuelos sin armazón, un corsé, una cámara Gráflex, un reloj de bolsillo perteneciente a un elegante caballero porfiriano. Pienso en ese hipotético museo en donde se exhibirá un iPhone y un iPad y las llaves de un carro que abre, cierra y activa alarma a control remoto, una cartera en donde hay tres obsoletas tarjetas de crédito y algunos billetes en desuso (para entonces habrá dejado de utilizarse el cash). Dentro de poco las redes sociales serán vistas con los ojos que hoy miramos a los programas de radioaficionados o las radionovelas de los años sesenta. Y los objetos aguardarán ahí, cargando a cuestas esa dosis de absurda comicidad con que miramos lo obsoleto y alguien evocará a los devotos que pernoctaron afuera de la tienda de la Apple para ser los primeros en tener un iPhone 8 y algún teórico se referirá al poder de esos objetos como símbolos de estatus y evaluarán el sinsentido, la estupidez y las contradicciones de una época a la que acaso evocarán con mentirosa nostalgia (porque toda nostalgia miente) y acaso no habrá mucho que indagar ni explorar ni habrá fuentes de empleo para arqueólogos y antropólogos, pues esta época está obsesionada por documentarse a sí misma y dejar testimonio. Aun así, aunque tengamos millones de imágenes digitales y registros grabados, nadie podrá captar la esencia misma del espíritu de la época ni sentir como sentimos o temer como tememos, de la misma forma que no podemos dimensionar la fascinación del hombre medieval frente a las reliquias o el valor de las especias como como moneda y sin embargo, el hombre medieval somos nosotros. Por cierto, también la oposición al espíritu de la época formará parte del museo. Creyentes en el gobierno de la naturaleza, los fisiócratas la emprendían a garrotazos contra las máquinas de vapor de la Revolución Industrial. Para ellos, solo la agricultura y la convivencia en armonía con la tierra podían salvar al hombre. En la misma época los románticos huían al bosque, sacralizaban leyendas de la antigüedad e intentaban blindarse contra el maquinal engranaje de la modernidad. La naciente industria y el comercio a gran escala les parecían oprobiosos y deshumanizantes. Creo que su inspiración no es muy diferente a la de tantos hipsters que buscan refugiarse en entornos blindados contra la dictadura de lo digital mientras consumen la verdura orgánica proveída por huerto casero. El fisiócrata que aporrea la máquina y el hipster que va a un festival como Burning Man luego de arrojar al agua su celular buscan apalear el espíritu de la época, interponerse frente a la furia del tren de la historia. Pero al final eres solo eso, un cuerpo frágil tratando de detener las mil toneladas de un tren bala que avanza a 300 kilómetros por hora. Intuyes que el sentido en que corre la Historia te lleva directo y sin escalas al desbarrancadero, pero la Historia y el espíritu de la época son torrentes que todo lo arrasan a su paso, volcanes en permanente erupción capaces de incinerar ciudades enteras bajo su lava. Aun así, cumplirás con oponerte y en tu rebelión formarás parte integral del espíritu de la época que combates, pues la desesperada e infructuosa oposición que genera es parte integral del torrente

Wednesday, August 29, 2018

La soñada inmortalidad de López

Ningún ser humano tiene el control de su posteridad y de la forma en que la historia juzgará su legado. El futuro suele sacar ases bajo la manga y jugar bromas pesadas. Aquellos caudillos y líderes políticos que se obsesionaron con sus propios monumentos acabaron exiliados del gran pandemonio de los héroes. Iturbide y Santa Anna se creyeron napoleones y hoy no tienen una triste calle que los evoque. Porfirio Díaz, que en vida llegó a ver ciudades bautizadas con su nombre, tenía argumentos de sobra para creer que se eternizaría en el Olimpo como el mayor estadista de la historia mexicana, pero la baraja de la posteridad lo puso injustamente en el lado de los proscritos. Si damos un salto a tiempos más recientes, podemos ver a Vicente Fox sentado en los cuernos de la luna en julio del 2000, cuando sin duda se imaginó a sí mismo inmortalizado al nivel de un Francisco I. Madero por haber sido el líder capaz de acabar con 70 años de priismo, aunque menos de dos décadas después se haya convertido en una patética caricatura de sí mismo y no haya ya nadie que lo tomé en serio. En un nivel más regional, Jaime Rodríguez El Bronco llegó a decirme en entrevista “pase lo que pase yo ya soy eterno”, sin contar con que tiraría a la basura su capital político en tiempo récord y que tres años después sería considerado una suerte de mal comediante. Creo que no hay un personaje del México contemporáneo que esté tan obsesionado con su posteridad como Andrés Manuel López Obrador. El tabasqueño no quiere ser un presidente más con un sexenio discreto y cumplidor como el de Miguel de la Madrid o Ruiz Cortinez. Basta verlo y escucharlo para darnos cuenta que su deseo es trascender a un nivel de apoteosis. López no quiere estar en la lista de los presidentes mexicanos, sino en el Olimpo de los héroes donde moran Juárez, Hidalgo, Zapata y Morelos. Es evidente que se siente tocado e iluminado por una suerte de divinidad, marcado por un irrenunciable destino histórico. La mala noticia para él es que ni los 30 millones de votos cosechados el pasado 1 de julio ni el nivel de idolatría y adoracion que le profesan sus fanáticos, bastarán para asegurar su inmortalidad en el gran Partenón de las deidades. Sé bien que es muy cruel lo que voy a escribir, pero la única forma en que López aseguraría su inmortalidad como prócer impoluto, sería muriendo en este año, poco antes de asumir el poder o recién asumiéndolo. El punto más alto de su biografía es hoy; aquí y ahora. A partir del 1 de diciembre comenzará irremediablemente la merma y la caída. Ningún líder político es inmune al desgaste del poder, pero las expectativas creadas por López son tan elevadas, que ello mismo hará más drástica la inevitable decepción. Claro, habrá millones de adoradores que ajenos a cualquier juicio racional seguirán postrados ante él, pero el principio del fin de la luna de miel ya es palpable incluso ahora. Por supuesto, puedo fallar en mis pronósticos, pero creo que la única posibilidad de que Andrés Manuel trascienda históricamente al divino nivel que sueña, sería que su fecha de defunción fuera 2018. El mejor gobierno posible es el que pudo haber sido, la idílica república amorosa que quedó en un sueño, el gobierno del pueblo bueno que estuvo a punto de materializarse y la muerte interrumpió. Como la novia que muere bellísima en pleno viaje de bodas. Todo lo demás será corrosión

En el supermercado encuentro siempre más empacadores voluntarios que cajas abiertas. Suelo ir a hacer la compra por la mañana, cuando a menudo hay solo una cajera despachando. Asumo que la empresa no puede o no quiere pagar más sueldos para cubrir ese horario. A la entrada hay generalmente seis o siete abuelos esperando turno para poder empacar, pero solo uno de ellos puede hacerlo. Los demás aguardan sentados en una banca. He ido observando su manera de organizarse y sus rotaciones. A veces el relevo se da con cada nuevo cliente en la fila. El empacador tiene la oportunidad de atender a un solo comprador deseando que la propina no sea demasiado magra y acto seguido debe ceder su lugar a otro compañero. El reparto de turnos, por lo que puedo ver, es siempre cordial. A veces permencen más tiempo empacando, pero la constante es rotar, pues invariablemente son más los voluntarios que las cajas en funciones. Al verlos sentados en la banca aguardando turno mientras comparten nostalgias y saudades, pienso en los jugadores suplentes de un equipo de futbol, ilusionados con la llegada del momento en que el entrenador los llame para entrar a la cancha. Pienso en los miles de estudiantes que aguardan el resultado del examen de selección para ingresar a una universidad o en los pepenadores de palabrería que inscriben su manuscrito a un concurso literario. En la canija vida hay siempre más aspirantes que oportunidades de ganar. La de los ancianos empacadores es la última batalla (la última pelea, diría Eskorbuto). El trofeo serán las pocas monedas que le sobren al comprador y por ellas deberán ir a luchar. A mucho más ya no se puede aspirar y ellos lo saben, pero la vida no se acaba y es preciso salir cada día a pelear por subsitir. A veces platico con ellos. La mayoría cargan a cuestas una triste historia de frontera: pueblo pobre del centro o sur, migración a los Estados Unidos, esclavizantes empleos de indocumentado que conforman la época de oro de sus vidas antes de la cruel deportación. Tras varios intentos fallidos de cruce, cuando las fuerzas se agotan y la edad cobra factura, acaban resignándose a vivir el invierno de sus vidas en el limbo bajacaliforniano y a los 70 años de edad, la única puerta que a veces se abre es la caja de un supermercado. Por lo que a mí respecta, trato de dar siempre un poco más que las monedas del cambio, pues sé que el otoño está a la vuelta de la esquina y mucho más temprano que tarde miraré el mundo desde sus ojos.