Cuando el iPhone llegue al museo
Desde un tiempo para acá me da por imaginar los objetos de nuestra época como absurdas piezas de museo. Imagino la mirada de aquel que dentro de 100 o 150 años mirará los juguetitos tecnológicos que conformaban nuestra vida cotidiana con la misma distraída extrañeza con que alguien contempla una antigualla decimonónica. Unos pequeños binoculares dorados con los que un aristócrata contemplaba una ópera desde un palco rimbombante, unos espejuelos sin armazón, un corsé, una cámara Gráflex, un reloj de bolsillo perteneciente a un elegante caballero porfiriano. Pienso en ese hipotético museo en donde se exhibirá un iPhone y un iPad y las llaves de un carro que abre, cierra y activa alarma a control remoto, una cartera en donde hay tres obsoletas tarjetas de crédito y algunos billetes en desuso (para entonces habrá dejado de utilizarse el cash). Dentro de poco las redes sociales serán vistas con los ojos que hoy miramos a los programas de radioaficionados o las radionovelas de los años sesenta. Y los objetos aguardarán ahí, cargando a cuestas esa dosis de absurda comicidad con que miramos lo obsoleto y alguien evocará a los devotos que pernoctaron afuera de la tienda de la Apple para ser los primeros en tener un iPhone 8 y algún teórico se referirá al poder de esos objetos como símbolos de estatus y evaluarán el sinsentido, la estupidez y las contradicciones de una época a la que acaso evocarán con mentirosa nostalgia (porque toda nostalgia miente) y acaso no habrá mucho que indagar ni explorar ni habrá fuentes de empleo para arqueólogos y antropólogos, pues esta época está obsesionada por documentarse a sí misma y dejar testimonio. Aun así, aunque tengamos millones de imágenes digitales y registros grabados, nadie podrá captar la esencia misma del espíritu de la época ni sentir como sentimos o temer como tememos, de la misma forma que no podemos dimensionar la fascinación del hombre medieval frente a las reliquias o el valor de las especias como como moneda y sin embargo, el hombre medieval somos nosotros. Por cierto, también la oposición al espíritu de la época formará parte del museo. Creyentes en el gobierno de la naturaleza, los fisiócratas la emprendían a garrotazos contra las máquinas de vapor de la Revolución Industrial. Para ellos, solo la agricultura y la convivencia en armonía con la tierra podían salvar al hombre. En la misma época los románticos huían al bosque, sacralizaban leyendas de la antigüedad e intentaban blindarse contra el maquinal engranaje de la modernidad.
La naciente industria y el comercio a gran escala les parecían oprobiosos y deshumanizantes. Creo que su inspiración no es muy diferente a la de tantos hipsters que buscan refugiarse en entornos blindados contra la dictadura de lo digital mientras consumen la verdura orgánica proveída por huerto casero. El fisiócrata que aporrea la máquina y el hipster que va a un festival como Burning Man luego de arrojar al agua su celular buscan apalear el espíritu de la época, interponerse frente a la furia del tren de la historia.
Pero al final eres solo eso, un cuerpo frágil tratando de detener las mil toneladas de un tren bala que avanza a 300 kilómetros por hora. Intuyes que el sentido en que corre la Historia te lleva directo y sin escalas al desbarrancadero, pero la Historia y el espíritu de la época son torrentes que todo lo arrasan a su paso, volcanes en permanente erupción capaces de incinerar ciudades enteras bajo su lava. Aun así, cumplirás con oponerte y en tu rebelión formarás parte integral del espíritu de la época que combates, pues la desesperada e infructuosa oposición que genera es parte integral del torrente