Eterno Retorno

Saturday, February 27, 2010


RÍO SANTA CATARINA

-Los ríos, aunque estén secos, fueron hechos para llevar agua y algún día, tarde que temprano, agua volverán a llevar-, nos decía cada cierto tiempo Don Remigio Villatoro. Pero en esas rudas canchas de tierra resquebrajada, tan ricas en piedras filosas y polvo picante, no había siquiera una dosis de humedad cuando el verano mordía. El Sol regio caía desparramado en ese enorme río seco sobre cuyo lecho corrían cada día cientos o acaso miles de hombres persiguiendo balones prófugos entre la polvareda. A vuelo de pájaro, aquello era una gran cicatriz surcando el rostro de la ciudad, una tajada de cuchillo que partía en dos el corazón de Monterrey. De un lado, la avenida Morones Prieto y el Cerro Loma Larga, semillero de tantos buenos jugadores. Del otro, la Avenida Constitución en caos perpetuo, la Macroplaza y los grandes hoteles. En medio, el Río Santa Catarina, eternamente seco, invadido por hordas de futbolistas corriendo entre el polvo como enjambres de abejorros. En la tarde de un sábado o domingo cualquiera, ruedan sobre el río más de 100 balones al mismo tiempo, entre uniformes de todos los colores e infaltables descamisados. Río-hormiguero, catedral de atletas y teporochos, de puesteros de fayuca y parafernalia robada, de cazadores de chucherías y exploradores de abismos. La unidad deportiva más grande del mundo, le llama pomposamente el gobierno, con alberca olímpica y una ciclopista de más de 45 kilómetros que corre desde el puente de Santa Bárbara en San Pedro hasta la Fundidora y un mercado con más de 3 mil puestos abajo del Puente del Papa, donde es posible encontrar el estéreo que te han robado en la mañana. Hogar de miles de familias, refugio de prófugos, territorio de pandillas, altar de pasiones futboleras donde aprendí que patear un balón es una de las razones por las que la vida merece la pena ser vivida.


Nací y crecí junto al Río Santa Catarina en la colonia Pío X y desde que era un güerquito bajaba a las canchas con mis primos mayores, Celso y Genaro. Bajar al río en las tardes era el único pasatiempo posible en veranos donde era un desafío permanecer sofocado dentro de las casas-horno. En esas canchas de tierra donde las rodillas de los arqueros acaban despellejadas en carne viva, aprendí a tirar a gol y hacerle finas a mi sombra. En los meses de vacaciones, mis primos y yo nos pasábamos el día entero en el río. Me acompañaban Claudio y Adán, futboleros de corazón que eran de mi edad. Jugábamos en las canchas libres, nos quedábamos a ver los partidos de fin de semana, saltábamos en la bici o de plano juntábamos piedras raras. La verdad es que en el Monterrey de los años setenta, cuando ni la Macroplaza existía, no había demasiados lugares a donde ir. Cuando yo era un güerquillo, Don Remigio Villatoro entrenaba un equipo llamado Gavilanes de Loma Larga en donde mis dos primos grandes jugaban y a los que yo iba a echar porras los domingos. Don Remigio fue un obrero de Fundidora que se pasó la vida entera armando y entrenando equipos en las canchas del Río Santa Catarina con los morros de las colonias Independencia, Pío X, Loma Larga y hasta La Risca. Don Remigio no sólo no ganaba nada con su vocación de entrenador, sino que perdía y mucho, pues casi siempre era él quien compraba los uniformes y pagaba la inscripción a la liga. Creo que todos los güercos que crecimos en aquellas colonias jugamos por lo menos alguna vez en algún equipo entrenado por Don Remigio. La primera vez que me dio quebrada en uno de sus equipos tenía yo 14 años. La escuadra se llamaba Puente San Luisito y yo era el cachorro, pues todos los jugadores andaban en los 20 años promedio. Entraba de cambio, a jugar los últimos 15 minutos, aunque al final de la temporada pude jugar algunos partidos completos. La mera verdad es que aquel equipo era malo. Cuatro años después, cuando yo andaba por los 18, Don Remigio me invitó a jugar en Jabatos, equipo bautizado así en honor de la mítica “piara salvaje” de los años 60. Aquel equipo empezó bien, pero luego naufrago en media tabla. Jugué dos años ahí y en los últimos partidos acabamos dando pena. La típica historia del futbol llanero de equipos que no se completan, que pierden por “de fault”, que juegan con ocho jugadores. Los primeros tres o cuatro partidos todos puntuales y después las fiestas, los antros, las crudas, los compromisos, las novias. Don Remigio estaba acostumbrado. Los equipos siempre acababan por deshacerse, por caer en la inconstancia, por tomárselo a guasa. El equipo se desintegraba y uno o dos años después ahí estaba Remigio convenciendo a otra generación de morros de armar un nuevo cuadro con otro nombre y otro uniforme. Esa era la vida de Don Remigio que tenía puras hijas y cuyo único hijo varón no gustaba del futbol. Parecía que sus hijos fueron los cientos de morros que entrenó en todos esos equipos sin obtener la más mínima satisfacción, pues hasta donde se Remigio jamás pudo salir campeón con ninguna escuadra.


En 1982, el año en que los Tigres quedaron campeones, yo entré a estudiar a la Prepa 2 de la UANL y me inscribí en un equipo que jugaba en los torneos internos de la Uni. En 1984 entré con muchos esfuerzos a estudiar Ingeniería Civil y empecé a jugar en el equipo de la facultad. Me hice novio de Carina, una muchacha de Arquitectura y agarré trabajo de “corre ve y dile” en una constructora. Para entonces llegaba yo a la casa nada más para dormir y a la gente del barrio dejé de verla. A Don Remigio lo habré visto un par de veces en domingo, cuando regresaba de la cancha con su nuevo equipo. En 1986 una falsa huelga de charros sindicales acabó para siempre con la Fundidora y Remigio se quedó sin trabajo. Un año después se puso muy malo del corazón y estuvo a punto de morirse.

En la vida de todo hombre hay siempre una mujer hechicera capaz de volarnos en pedazos el corazón. Sí, pudo haber habido muchas en tu existencia, pero sólo hay una que te deja un tatuaje en el alma. De igual forma, en la vida de un jugador de futbol siempre hay un equipo con el que se vive una química especial. Es algo que va más allá de leyes racionales de convivencia. De la misma forma que puede existir una mujer con la que se da una forma de comunicación y entendimiento ontológico que va más allá del lenguaje, existen equipos que funcionan como un cuerpo de once extremidades con un acoplamiento casi telepático. En la historia del futbol son más comunes los jugadores superdotados que los equipos perfectos. El auténtico futbol asociación, la responsabilidad compartida, el ritual del once para uno y uno para once, es algo por desgracia atípico. Así existió la mítica Hungría del 54, o la Naranja Mecánica del Mundial de Alemania, equipos de leyenda que paradójicamente tuvieron que conformarse con subcampeonatos, ambos ante escuadras germanas técnicamente inferiores. Ahí están el Milán de Gullit y Van Basten de 1989, el Madrid de la Quinta del Buitre y hoy en día tenemos al Barcelona de Pep Guardiola. Un gran equipo es un accidente tan atípico como el más bello arcoíris. Es una verdadera alineación de astros donde basta un factor en contra para que todo se haga pedazos. Los grandes equipos suelen durar poco, no más de dos años. No basta con juntar a once distintos jugadores, sino con juntarlos en el momento exacto y adecuado de sus vidas y sus carreras. Hacerlo un año antes o un año después puede echar todo por la borda. Un gran equipo es una conjunción de psicología, estado físico y mental. A veces, por no decir con frecuencia, los futbolistas pasan por la vida sin haber encontrado jamás ese gran equipo, como hay gente que muere sin haber encontrado jamás a su gran amor. Yo, por fortuna, encontré ambos. El amor de mi vida, es la madre de mis hijos. El equipo de mi vida, en cambio, fue flor de un verano mágico y al igual que la Hungría de Puskas y la Holanda de Cruyff, no pudo materializar su magia en una copa.

A principios del año 1988 se conformó la más fantástica escuadra de futbol llanero que he podido ver jugar en toda mi existencia. Lo mejor de todo, es que yo jugaba ahí como número Ocho, medio armador de un conjunto que dio cátedra en todas las canchas del Río Santa Catarina, hasta que el mismo río acabó prematuramente con su gloria. En enero de 1988, a punto de cumplir 23 años de edad, entré a cursar el último semestre de la carrera. Llevaba tan solo un par de materias y un seminario de tesis. También en aquel año comencé a trabajar en una constructora cuyas oficinas estaban a unas cuadras de mi barrio. Con Carina yacía inmerso en un enamoramiento propio de novela caballeresca y habíamos decidido casarnos en noviembre. Con más dudas que certezas, había mandado mi papelería buscando obtener una beca en Canadá una vez que me titulara y mi tesis avanzaba fluida e inspirada. Era lo que podríamos llamar un periodo feliz en el que mi vida marchaba viento en popa. Fue entonces cuando reapareció Don Remigio Villatoro. Lo encontré una noche de enero afuera de la tienda de abarrotes. Apenas lo había visto en los últimos tiempos y por un momento me costó reconocerlo. Desde su salida de la Fundidora, dos años antes, Remigio había envejecido pero por lo que pude ver conservaba la misma vitalidad. Sin preguntas de cortesía sobre la familia, los estudios y la novia, Remigio fue al grano apenas me vio: andaba formando un nuevo equipo de futbol, un cuadro que ahora sí sería un trabuco y me invitaba cordialmente a unirme a sus filas. Creo que no pude evitar sonreír con un dejo de ternura al imaginar cuántas veces en la vida afuera de ese mismo estanquillo había pronunciado Remigio idénticas palabras. Vaya, cada que Remigio quería formar un nuevo equipo se ponía a rondar por afuera de la tienda en donde cachaba a los jóvenes para tratar de convencerlos siempre con el mismo argumento: ese equipo en formación pintaba para grande y estaba armado para ganar la liga del río. Según Remigio, todos sus equipos pintaban para llevarse la copa y al final de cuentas acababan naufragando de media tabla para abajo. Imaginé cuántas tardes de sus 73 años de vida las había pasado Remigio parado a lado de una cancha polvorienta del río dando gritos de ánimo a sus pupilos, reclamando a los árbitros, dibujando esquemas tácticos que nadie seguía, soportando jugadores borrachos e irresponsables que faltaban a los juegos. Esa había sido la vida de Remigio Villatoro y todos en el barrio, de una u otra forma, habíamos formado parte de ella. Ahora Remigio me invitaba, una vez más, a formar un nuevo equipo y yo no puede negarme aunque en el fondo pensara que aquello sería un fracaso de antología. Acepté, pensando en divertirme un poco. Aquel equipo de Remigio fue como subirse a una máquina del tiempo y viajar al pasado de mi barrio. La noche que nos invitó a una carnea asada en su casa para ver los detalles del nuevo equipo, me encontré con varios compañeros de infancia a los que tenía ocho o diez años sin ver. Algunos se habían ido del barrio, otros de la ciudad, pero por alguna razón ahí estaban de vuelta al inicio de 1988. Mis primos Celso y Genaro eran los veteranos del equipo. Celso, que se había ido a vivir a Matehuala, estaba de regreso en el barrio y con sus 34 años sería el portero del equipo. Genaro volvía a la vida tras un divorcio de platos rotos y dos años alcoholismo que estuvieron a punto de matarlo. Claudio recién había salido del penal del Topo Chico en donde pasó casi cuatro años recluido por robo calificado y Adán volvía a la ciudad deportado de Houston en donde lo sorprendió una redada de la migra. Don Remigio reforzó el equipo con un par de morros de 17 años. La particularidad de aquel cuadro, es que todos los jugadores vivíamos o habíamos vivido en la colonia Pío X. A diferencia de los otros equipos que había integrado Don Remigio, ahí no había jugadores de la Independencia o de la Nuevo Repueblo. Ahí había puro de la Pío. La escuadra fue bautizada como Real Pío X y su uniforme fue de rayas negras y amarillas como el del Peñarol de Montevideo. Aunque a duras penas sobrevivía haciendo milagros con su liquidación, Don Remigio fue fiel a su costumbre de elegir y comprar los uniformes con los que nos sorprendió a la semana siguiente. De nada valió nuestra insistencia de pagar cada uno nuestra respectiva camiseta, ni la furia de la esposa e hijas de Don Remigio, que veían al viejo gastar sus últimos ahorros en una nueva aventura futbolística condenada a la derrota.

Desde mi ingreso a la Facultad de Ingeniería no había vuelto a bajar a las canchas del Río. Habría acompañado un par de veces a Carina a buscar chucherías en el mercado del Puente del Papa, pero en las canchas no había vuelto a jugar. Aquella mañana del primer juego, los integrantes el Real Pío X caminamos calle abajo por el barrio, cruzamos el puente peatonal de Avenida Morones Prieto y bajamos a las viejas canchas del río. Monterrey se transformaba cada día, pero el ancestral polvo del Santa Catarina era omnipresente y eterno. Nada había cambiado en las canchas de mi infancia. Sí, había más gente, más vendedores ambulantes y más mariguanos rondando por la ciclopista, pero el entorno era idéntico. El primer partido, tal como esperaba, lo perdimos. Antes del minuto 30 íbamos abajo 0-2. En el segundo tiempo, extrañamente, empezamos a entendernos, a hablar el mismo idioma con la pelota y logramos acercarnos en el marcador, aunque no fue suficiente y acabamos 1-2. La derrota me parecía lógica, aunque nuestra conjunción, sobre todo en el segundo tiempo, fue muy superior a nuestras expectativas. Lo que no hubiera cabido ni en mi más alucinado y optimista sueño, es que aquella sería nuestra primera y única derrota. De hecho, aquel primer encuentro fue la única vez en la historia que Real Pío X conoció lo que significaba perder. El segundo partido fue trabado, pero lo ganamos 1-0 y en el tercero, ya más conjuntados, ganamos 3-0, mismo marcador que se repitió en el cuarto juego. Por alguna razón, las cosas se nos estaban dando en la cancha y las jugadas nos salían. Claudio jugaba como extremo izquierdo y era una máquina de tirar centros que Adán remataba de cabeza. El par de diecisieteañeros eran rápidos como saetas y mi primo Celso se había transformado en una muralla en la portería, mientras que Genaro en la central se convirtió en un aduanal implacable que cerró las fronteras del área. Desde mi posición de medio armador, me daba a la tarea de distribuir y filtrar balones en todas direcciones del campo con pases improbables y cambios de juego de fantasía que nunca en mi vida había intentado y que ahora me salían naturalitos como si los practicara todos los domingos. Además, en el Real Pío X afloró en mí una desconocida habilidad como ejecutor de tiros libres. Para no hacer el cuento largo diré que a partir de nuestro segundo juego sumamos 21 victorias en forma consecutiva, una de ellas por 11-0 y otra por 9-1. Celso logró acumular ocho juegos sin recibir gol y yo logré acumular cinco domingos seguidos anotando de tiro libre y en un partido me despaché con tres goles, algo que nunca había podido presumir ni siquiera en equipos infantiles. Adán alcanzó pronto el liderato de goleo individual y su más cercano perseguidor era Claudio, que era a la vez su principal asistente.
Al final de la primera vuelta éramos súper líderes absolutos en todos los renglones. Real Pío X ya daba de que hablar a todo lo largo del Río Santa Catarina. A nuestros juegos ya no solo iban nuestras familias y nuestras novias, sino que había aficionados que cada domingo bajaban al río a buscar la cancha donde jugaríamos. Poco a poco, los reporteros a los que como novatada o castigo mandaban a cubrir el futbol llanero, empezaron a interesarse por cubrir nuestros partidos. Si bien el deporte amateur estaba eternamente condenado a las últimas páginas de los periódicos, Real Pío X empezó a robar espacios. Jugábamos con una especie de conexión extrasensorial, como si fuéramos un mismo cuerpo en la cancha. Desde el círculo central mandaba yo pases o cambios de juego de 30 metros sin levantar la vista y por una suerte de incomprensible radar, los colocaba justo donde estaba el compañero desmarcado. Ahora que lo pienso, me cuesta trabajo explicar racionalmente cómo hicimos para jugar tan bien. Magia, milagro, encantamiento, no lo se, pero han pasado 22 años desde entonces y no he vuelto a ver un equipo amateur que juegue como jugó el Real Pío X en 1988. Terminamos el torneo regular 16 puntos arriba del segundo lugar, que era el Atlético Independencia. De 38 partidos que jugamos, ganamos 34, empatamos tres y perdimos sólo uno, el primero.


Estábamos ahora cómodamente instalados en la liguilla y éramos el equipo a vencer. Nuestro primer desafío en cuartos de final fue contra Sportivo Nuevo Repueblo, precisamente el equipo que nos ganó el primer partido. Debo confesar que sentí algunos fantasmas rondando a nuestro alrededor. En México, ya se sabe, ser súper líder y favorito es más bien una maldición y son muchas las historias de grandes trabucos que se caen en cuartos luego de tener un año perfecto. En aquel juego contra Nuevo Repueblo tardamos en asentarnos en la cancha y la telepatía brilló por su ausencia en los primeros minutos. Empezamos perdiendo 0-1. Empatamos 1-1 y luego volvimos a vernos abajo nuevamente 1-2. En el segundo tiempo la magia despertó de su siesta y dos centros matadores de Claudio encontraron la cabeza de Adán para dar vuelta a la tortilla. Casi al final, cobré el penal con el que marcamos el 4-2 definitivo. No había sido nuestro mejor partido, pero estábamos en semifinales, donde nos aguardaba uno de los históricos del Río Santa Catarina: el temible Atlético Independencia. Dos de nuestros tres empates en torneo regular habían sido contra ellos. 1-1 y 0-0, siendo ese último el único partido del torneo en que no marcamos gol. Atlético Independencia era el campeón vigente de la liga y el máximo ganador de trofeos del Río Santa Catarina. Por rol de posiciones, nos correspondía jugar contra el Inter Burócratas, sexto lugar general, pero por las siempre extrañas conexiones de ese equipo con la confederación sindical organizadora de la liga, se logró un extraño arreglo para que Pío X contra Atlético Independencia, la obvia final más esperada, se jugara por adelantado en semifinales, mientras ellos irían con el más cómodo Nuevo Loma Larga, cuarto lugar general. Los malos presagios y los mensajes pesimistas empezaron a llegarnos por todas partes en la semana previa a la semifinal. Todos decían que Pío X era flor del día, chiripazo de un verano y que a la hora de la verdad se impondría la malicia, la frialdad y la garra del Atlético Independencia, viejo zorro de las finales llaneras. Aquel domingo 10 de septiembre de 1988 jugamos con tribuna llena. Para semifinales reservaban la cancha más cuidada de todo el río, la única que tenía pista alrededor y gradas para unas 300 personas, además de contar con algunos islotes de pasto no tan seco. En partidos de finales jugábamos con dos jueces de línea y no con un solo árbitro, como ocurría en torneo regular. Las 300 personas que cabían en la tribuna pronto la atiborraron y alrededor de la cancha había más de 200 personas de píe, incluidos fotógrafos de El Norte y El Porvenir. Carina había tejido una enorme bandera orinegra que colocó sobre la reja, aunque eran más las banderas rojas del Atlético Independencia. El balón empezó a rodar a las 12:00 y el Atlético Independencia fue un hueso muy duro de roer que por poco nos madruga en un par de contragolpes. Sin embargo, a los 34 minutos Claudio mandó uno de esos centros extraños que acaban por convertirse en tiro y techó al arquero de Independencia. 1-0, aunque poco nos duró el gusto. Segundos antes del medio tiempo Independencia nos empató luego de contra rematar un mal rechace de Celso. El segundo tiempo comenzó con malos augurios cuando estrellaron en nuestro travesaño un remate de cabeza. Atlético Independencia ejecutaba certeros contragolpes y Genaro estaba sufriendo para contenerlos sin cometer falta. A los 29 minutos, un defensa de Independencia derribó a Adán cerca del área. La distancia era considerable, unos 34 o 35 metros, pero me tuve confianza, apreté el abdomen y sorrajé una patada rencorosa. El balón rozó el travesaño por dentro y picó a la red de campanita. Golazo. 2-1. A los 44 , una descolgada del jovencito Meléndez sacó a su portero y clavamos el 3-1. Deportivo Independencia mordía el polvo y se tragaba su furia. Estábamos en la final, aunque todos nos consideraban ya los campeones. Nuestro rival sería el mediocre Inter Burócratas que se había impuesto a Nuevo Loma Larga en penales luego de un 0-0 infame con dos goles injustamente anulados al rival. Si habíamos despachado a los rojos de Independencia, Inter Burócratas, a quien despachamos 4-0 en el torneo regular, sería un flan.


Aquella semana se habló mucho de la final, pero más se hablaba de la inminencia de un huracán llamado Gilberto que golpearía duro en Matamoros, Tamaulipas y cuya “colita”, alcanzaría de rebote a Monterrey. Nada grave fuera de una lluvia. Imaginé una final en lodo bajo un chipi-chipi molestazo, pero nada del otro mundo. Conforme se acercaba el fin de semana los pronósticos se volvieron más negros. Gilberto pegaría con todo en Matamoros y decenas de personas ya huían de la costa tamaulipeca para refugiarse en Monterrey, donde el ciclón sería más benigno. La noche antes del juego contra Burócratas nos concentramos en casa de Don Remigio. Estábamos reunidos frente a la tele viendo la inauguración de los Juegos Olímpicos de Seúl y preguntándonos si la lluvia no enlodaría mucho la cancha. Lo peor que podía pasar, pensamos, era que el partido se pospusiera para el próximo domingo, lo cual nos parecía aborrecible, pues traíamos las pilas muy altas y ya nos urgía despedazar a Burócratas y levantar el trofeo de campeones. Aquella noche se fue la luz y entre las tinieblas escuchábamos vidrios romperse, árboles que caían y objetos que acababan despedazados mientras el viento soplaba con rencor y llovía a cántaros. Sin duda la cancha estaría toda enlodada y sería complicado jugar, pensé. Al amanecer la tormenta amainó. A las ocho de la mañana salí de casa y caminé rumbo a la casa de Don Remigio. La calle yacía atiborrada de árboles caídos, lodo e incluso un par de bardas derrumbadas. El Real Pío X se reunió en pleno en casa de Don Remigio y fieles a nuestro ritual, caminamos juntos calle abajo rumbo al río en donde jugaríamos la final del campeonato en una cancha de lodo. Pero al llegar a la Avenida Morones Prieto, un infierno de agua chocolatoza nos bajó de nuestra nube. La cancha no había quedado en mal estado. Simplemente no existía ya. No había cancha, ni ciclopista, ni alberca olímpica, ni mercado, ni carretera. Sólo un torrente furioso de agua color marrón en donde se alcanzaban a distinguir las llantas de cuatro autobuses arrastrados por la corriente con todos sus pasajeros adentro. Aquel domingo 17 de septiembre, día en que íbamos a jugar la final del campeonato del que éramos amplios favoritos, se consumó el peor desastre en casi 400 años de historia regia. La unidad deportiva más grande del mundo yacía sepultada en lodo bajo un torrente devastador. “El río volvió a ser río”, dijo Don Remigio con resignación. De nada valieron las gestiones para buscar re- programar el juego en alguna cancha lejos del Santa Catarina. Los de Inter Burócratas no quisieron saber nada del asunto y nos acusaron de frívolos e insensibles por pensar en una final y no en los cientos de muertos y damnificados que había dejado Gilberto. La casa club donde la liga tenía sus oficinas y sus archivos también había quedado devastada. En 1988 no hubo campeón en el Santa Catarina. Mi novia y yo nos casamos en noviembre y nos fuimos a estudiar a Canadá en donde dos décadas después seguimos viviendo con dos hijos canadienses. Don Remigio murió al año siguiente víctima de un infarto sin haber podido levantar una copa. Los integrantes del equipo se perdieron en la altamar de la vida y aquella gran final que hubiera coronado al Real Pío X como el campeón del Río Santa Catarina se inscribió en el enorme libro de la historia de lo que pudo haber sido. DSB

Monday, February 22, 2010



En una de las etapas más desgastantes de mi vida, me he dado el tiempo de escribir este cuento cuyo punto final acabo de poner hace un par de minutos Lo subo tal como lo terminé. Aún no se si llamarlo De puro becerro británico o Escoceses contra ingleses bajo el Pico de Orizaba. En fin, hacía un rato que no escribía un cuento y vine a escribirlo justo hoy.


Olía fuerte, a pura piel de becerro recién curtida y era dura como una roca. Apenas pude tenerla unos segundos entre mis manos, pues todos querían tocarla, olerla y sentirla como un objeto sagrado. Aquella tarde, los del club aguardaban su llegada reunidos en la casa de los hermanos Dawe. Dos días antes, William Blamey había desembarcado en Veracruz con la tradicional lista de encargos de todo viaje a Gran Bretaña: costales de té, sacos de casimir, barriles de whisky, varios kilos de ejemplares de The Times y novelas de Dickens o Wilde, aunque ahora todo eso había pasado a segundo término. El objeto más deseado de su valija era redondo, macizo, de auténtico cuero británico: un balón reglamentario de football aprobado por árbitros ingleses. Una pelota como las utilizadas en la Copa de la Asociación de Football de Inglaterra y no ese amasijo amorfo confeccionado por los curtidores locales con el que habían tenido que jugar todo el año. Sí, al final de cuentas era piel vacuna, mexicana o inglesa, qué más daba, pero para ellos había diferencias abismales, como si aquel objeto traído de ultra mar ocultara un diamante en su circunferencia. Tras un par de años trabajando en la compañía Real del Monte había empezado a comprenderlos: ellos querían jugar sobre pasto británico, portando uniformes confeccionados en sastrerías de Londres y beber al final del partido generosos vasos de whisky escocés mientras departían con sus novias y esposas, todas ellas inglesas por supuesto.


Blamey llegó a la casa minutos antes de las cinco de la tarde, cuando el agua para el té ya hervía en el fogón. Apenas cruzó la puerta se hizo un silencio litúrgico, preludio del momento más esperado. Sin decir una palabra, el recién llegado sacó el balón de una maleta de cuero y lo colocó sobre la mesa junto a las jarras de té y las charolas de galletas. Aquello era como si los caballeros del Rey Arturo contemplaran el Santo Grial colocado en el centro de su mesa redonda. Yo mismo, ubicado a unos metros del comedor, miraba fascinado aquella pelota. En mi calidad de empleado no me era dado participar de sus tertulias y aquella tarde había acudido a casa de los Dawe sólo para entregar el reporte de pago de jornales a los mineros, pero mi llegada coincidió con el arribo del primer balón profesional de football que rodó en la cancha de Pachuca. ¿Fue el primer balón oficial británico que rodó en canchas mexicanas? Yo quiero creer que sí, aunque sin duda los escoceses borrachos del Orizaba dirán que ellos lo trajeron primero y los señoritos del Crickett Club también presumirán lo mismo. Me disponía a retirarme cuando el presbítero Quickmire me indicó que me acercara y sin decir “agua va” puso el balón en mis manos.

-Anda, para que veas lo distinto que es un verdadero balón de football, muchacho-

Creo que no la tuve más diez segundos en mis manos, pues Willie Rule me la quitó de inmediato, como si mi tacto fuera a contaminar aquella pieza sacra en donde alcancé a leer grabado en el cuero las palabras Old Eatonians. Lo primero que pensé fue en los muchachos de la mina, quienes no me creerían cuando les dijera que había tenido en mis manos un balón oficial de la Copa Inglesa, un balón que en nada se parecía a nuestros molotes de trapo y manta con los que nos divertíamos por las tardes. La pelota pasaba de mano en mano tocada con el cuidado y la reverencia que merecería una pieza del Renacimiento extraída de un museo. Llegué a creer que ese balón jamás rodaría en la cancha ni recibiría patada alguna y acabaría colocado en un altar con velas a su alrededor, pero me equivocaba; a la mañana siguiente, un domingo ventoso y de cielo despejado, los del club estrenaron su balón británico jugando un partido interescuadras. A unos metros de la línea de meta, los muchachos de la mina y yo gozábamos nuestro día de descanso viéndolos partirse el alma por la posesión de esa pelota que había cruzado el Océano Atlántico para terminar justo en la cancha de la mina Real del Monte donde cada sábado jugaba el Pachuca Athletic Club, un equipo que según el presbítero Quickmire, estaba a la altura de pelearle al Wanderers, al Sheffield o al Etonians.

Me llamo Hilario Lucio, pero ese nombre no quedará para la posteridad. En mi partida de bautizo dice que nací en 1885 en Pisaflores, Hidalgo. Hilario me llamo por el santoral y Lucio fue el apellido de mi madre, siempre soltera. El apellido de mi padre lo desconozco y no me interesa preguntar por él. Nunca lo conocí ni tuve la más mínima noticia de su paradero. Las malas lenguas, por supuesto, nunca han faltado alrededor de mi vida.

-Eres güero pecoso de rancho porque tu papá ha de haber sido un gringo que dejó a tu mamá-, me decían en la calle para hacerme rabiar. Yo nunca molesté a mi madre con esas preguntas. Ya bastante se partió el alma para ser mi madre y mi padre a la vez. Todo lo que soy se lo debo a ella. Mi madre siempre trabajó en las casas de los ingenieros de la compañía Real del Monte en Pachuca. Ama de llaves le decían a su cargo. Como masticaba bien el inglés, ella era la encargada de recibir a las visitas, dar los recados y regentear a la servidumbre. Fue uno de sus patrones, el ingeniero Ryan Southgate, quien permitía que yo entrara de oyente junto con sus hijos a las lecciones que impartían sus estrictas institutrices inglesas. Aprendí a leer en inglés antes que en español y aunque me entretenían los dramas de Shakespeare que las institutrices nos obligaban a memorizar, lo mío siempre fueron las sumas y las restas, las multiplicaciones y las divisiones. Fueron los numeritos quienes me abrieron la puerta de la oficina de contabilidad de la compañía Real del Monte. Nunca le tuve miedo a la mina, pero siempre quedó claro que yo era más útil sumando y restando la raya de los mineros. Hilario Lucio es el nombre que quedó registrado en los archivos de la compañía Real del Monte. En esos papeles se puede leer que Hilario Lucio fue un joven que trabajó de auxiliar contable a principios del siglo, unos años antes de la Revolución. El problema es que el nombre de Hilario Lucio no quedó ligado al del Pachuca Athletic Club. En ninguna crónica de la época consta que haya alineado en el equipo un joven con ese nombre. Lo que sí consta, es que en aquel año del primer torneo nacional jugó con el club un muchacho de 17 años llamado Niegel Hatley, que hacía diabluras y picardías por la banda izquierda


Recordaremos por siempre al año 1901 por un par de acontecimientos que sacudieron a la ciudad: la muerte de la Reina Victoria y la fundación oficial del Pachuca Athletic Club. La muerte de la soberana sembró el luto en la compañía Real del Monte. Aunque la etiqueta británica les impedía llorar y externar sus sentimientos, era evidente que a mis patrones les dolía en lo más profundo el fallecimiento de su reina. Sin embargo, el luto no fue tan riguroso como para apagar la euforia que les producía la inminencia del arranque del Primer Torneo Nacional de Football en donde el Pachuca Athletic Club mediría fuerzas con los clubes de la Capital y con esos escoceses juerguistas que fabricaban cerveza en Orizaba. La idea de jugar ese campeonato fue impulsada desde la compañía Real del Monte. Llevaban más de un año jugando todos los sábados y ya iba siendo tiempo de medir fuerzas con los otros clubes. El país y el futbol han cambiado mucho desde entonces. Han pasado 35 años, pero a veces creo que transcurrió un siglo entero. Hubo una revolución que costó más de un millón de muertos. Gobiernos fueron y vinieron con sus promesas de igualdad y redención social. El futbol de aquel entonces se fue para siempre, como se fueron los aristócratas porfiristas afrancesados que paseaban en sus carruajes por la calle Plateros. Hoy el futbol lo dominan Atlante y Necaxa, España y Asturias. El Equipo Nacional de México ya fue a una olimpiada en Amsterdam y a un mundial en Montevideo y aunque hay muchos gachupines metidos en este deporte, hoy los mexicanos truenan sus chicharrones en las canchas. Pero hace 35 años, en 1901, el futbol era football y era un asunto exclusivo de británicos para británicos en donde los mexicanos no teníamos cabida. No es que hubiera una regla que lo prohibiera; simplemente no se estilaba y para los británicos la costumbre es sagrada. El football era un ritual tan inglés como el té en donde los mexicanos éramos solamente espectadores. De no haber sido por el presbítero Quickmire, yo me hubiera pasado la juventud entera como espectador de los juegos de mis patrones, conformándome con patear una pelota de trapo frente a porterías de piedra. Pero el destino, o más bien dicho el presbítero, quiso que yo tuviera el derecho de patear una pelota de becerro británico sobre una cancha de pasto en un juego dirigido por un árbitro inglés. Las crónicas dicen que un señorito llamado Juan Cortina, educado en los mejores colegios de Inglaterra, fue el primer mexicano en jugar al football. Bueno, eso lo dicen porque el nombre de Niegel Hatley es británico y suponen que quien así se llamaba también lo era.

El sábado fue siempre el día más deseado de la semana. Al medio día, a la salida de la mina, se formaba una fila frente a mi escritorio. Luego de partirse el lomo durante seis días, los trabajadores cobraban su jornal cuya paga me tocaba coordinar a mí. Los rostros en la fila contagiaban ánimo de fiesta. Los sábados por la tarde transcurrían para los mineros entre pulque y cerveza, aunque en aquel año eran cada vez más los que se acercaban a ver a los patrones entregarse a ese ritual de patear la pelota que tanto les fascinaba. Sus mujeres preparaban bocadillos y colocaban mesas alrededor de la cancha en donde jamás faltaba el whisky. Del otro lado nos colocábamos nosotros, con las cervezas frías y la curiosidad por ir descubriendo las claves del juego. Ver a los jefes entregados con semejante pasión a esa manía de correr tras la pelota nos divertía de sobremanera. Así pasamos varios sábados de aquel año 1901, hasta que un fin de semana decidimos pasar de la contemplación a la acción. Con trozos de manta y trapo armamos una bola y nos pusimos a patearla en un campo baldío que estaba a unos metros de la cancha. Nunca nos habíamos divertido tanto. Sudábamos la gota gorda y pateábamos el trapo hasta que las piernas no daban más. Las cervezas sabían a gloria después de los juegos. Empezamos a armar retas con apuestas y muy pronto hubo piques entre nosotros. Ahora esperábamos con ansias la llegada del sábado para poder salir de la mina a patear nuestro pedazo de trapo y demostrar habilidades. Los mineros eran tipos rudos, recios, que jugaban con fuerza y determinación. Lo mío en cambio era la rapidez. Yo no soy quien para presumir mis cualidades, pero a los 16 años de edad me transformé en una flecha por la banda. Siempre fui flaco y de pierna larga y una vez que agarraba la pelota nadie podía alcanzarme. Obvia decir que no nos era posible pisar la cancha de pasto de los patrones ni patear un balón de cuero, pero a nuestra manera nos divertíamos. Ensimismados en su británico ritual, nuestros patrones no habían reparado en que los estábamos empezando a imitar con éxito, hasta que una tarde el presbítero Quickmire se paró a lado del baldío y se quedó a vernos jugar. Al final, nos felicitó por aprovechar la tarde del sábado fortaleciendo el cuerpo y el espíritu en lugar de malgastar la raya en la pulquería.
-Eres veloz, muy veloz muchacho, pareces una liebre loca-, me dijo el presbítero la segunda vez que fue a vernos al baldío.

Por aquel entonces el equipo de los patrones ya se había constituido oficialmente como el Pachuca Athletic Club y se daban a la tarea de entrar en contacto con otras escuadras para organizar un primer torneo nacional. Aparte de Pachuca, había en el país otros cuatro clubes formalmente constituidos, si bien en la compañía Real del Monte no quedaba duda alguna de que nadie podría superar a su poderosa escuadra. No por nada tenían en sus filas al mejor jugador de todo el territorio mexicano: George Camphuis. Era cuestión de viajar a la Ciudad de México a demostrar quién era el mejor de todos. Finalmente, luego de arduas gestiones, todo quedó listo para jugar el primer partido. Los señoritos del British Club visitarían Pachuca. Aquel fue un día de fiesta en la ciudad. Los alrededores de la cancha fueron engalanados con guirnaldas y en las mesas circundantes pusieron las mejores botellas de whisky traídas de la Isla por Blamey. Los de la palomilla minera nos instalamos a una prudente distancia con nuestras respetivas cervezas dispuestos a ver a 22 británicos dejar el alma en la cancha. Los del British Club bajaron del tren vestidos como catrines. En la estación fueron recibidos con toda la pompa, si bien a los patrones no les cabía duda alguna de que Pachuca los despedazaría en la cancha. Pronto quedó claro que las apariencias engañan y esos catrincitos del British Club resultaron ser un hueso muy duro de roer. Pachuca sacó un apuradísimo empate a dos goles luego de ir abajo y ser superado en varios lapsos del partido. Por supuesto, al final del match hubo tertulia y whisky con los rivales, pero el ánimo de los patrones no era el mejor, pues en la cancha había quedado claro que Pachuca Athletic Club, con todo y Camphuis, no era la aplanadora que suponían. Ahora el equipo debía viajar a la Ciudad de México en donde los aguardaba el Reforma Athletic Club y el México Cricket Club y luego del primer partido, ya no se sentían tan seguros de regresar cubiertos de gloria.

Aquella noche el presbítero Quickmire llamó a la puerta de mi pequeña habitación. Mi madre y yo compartíamos una casita ubicada en el jardín de la familia Southgate, a quienes el presbítero visitaba con frecuencia. Esa noche Quickmire llegó hasta nuestro recinto sin entretenerse con la familia. Venía a verme específicamente a mí, para plantearme un asunto urgente.

-¿Hablas ingles como un caballero de Oxford, muchacho?
- Usted sabe que lo hablo señor, lo hablo bien, pero mi pronunciación está lejos de ser excelente.
-Mmm…, y esa cara tuya tan pecosa, tus ojos claros. Tú podrías pasar por galés-
- Pero soy hidalguense señor, natural de Pisaflores-
- Con la pelota de trapo eres muy rápido muchacho. ¿Crees que pudieras correr igual pateando una pelota de verdad?-
- Bueno, la pelota de cuero es muy dura, pero la velocidad es la misma-
- Muchacho: si yo le sugiero al Club que nos acompañes a la Ciudad de México ¿No nos vas a defraudar?-
- ¿Cuándo los he defraudado señor? Ya sea para llevar la contabilidad, para servir de intérprete o para acomodar las mesas antes de las tertulias, trato de hacer mi trabajo de la mejor manera-
- Pero a la Ciudad de México no vamos a llevarte de intérprete o de mandadero. Vamos a llevarte a jugar por la banda izquierda como sólo tú sabes hacerlo-
Me quedé sin respuesta. Yo sabía que el presbítero Quickmire era un tipo bromista cuyo humor negro me había hecho pasar más de un mal rato, pero aquella vez no parecía estar jugando.
-Una cosa más mozalbete. ¿Serás capaz de hacerte pasar por inglés si alguien te pregunta por tu origen?-
-Usted me ha dicho que mentir es pecado-
-Pues quedas absuelto. Ahora te llamas Niegel Hatley y sólo responderás cuando se te llame por ese nombre. Hilario Lucio se quedó a trabajar afuera de la mina. Niegel Hatley es jugador del Pachuca Athletic Club y ahora sólo tienes que aprender a tomar el té como un caballero y probarte este uniforme que a partir de hoy debes defender como si fuera parte de tu piel-

Cuando puso sobre mi cama el uniforme azul y blanco del Pachuca Athletic Club supe que no estaba bromeando y que toda mi vida había tenido sentido sólo por llegar a ese momento.
Bueno muchacho, ese uniforme lo usarás en la cancha del Reforma Athletic Club, pero en el tren viajaremos vestidos con nuestros mejores trajes. Que ni crean esos catrines de la capital que van a impresionarnos o a hacernos sentir menos.


Nunca había usado un traje tan elegante como el que me prestó el presbítero Quickmire aquella mañana y nunca me había subido a un tren. Vaya, para ser honesto ni siquiera había salido del Estado de Hidalgo. Cualquier cosa que hubiera imaginado yo de la capital se quedó muy corta con lo que encontré al llegar. Los volcanes, las casonas, los carruajes, los parques, la calle Plateros. Aquello era aquella en verdad la Ciudad de los Palacios. La cancha del Reforma Athletic Club, ubicada en el Deportivo Chapultepec, era una alfombra verde donde ni una brizna de hierba era más alta que la otra. Era una cama de pasto donde daban ganas de revolcarse. Comparada con ella, hasta la cancha de los patrones en Pachuca parecía un potrero. Los del club me habían comentado que los juegos en el Deportivo Chapultepec eran acontecimientos que reunían a lo más granado de la sociedad británica en la Ciudad de México, pero debo admitir que jamás imaginé tanto lujo. Aquello era como estar en un jardín de Buckingham Palace. Qué mujeres. Ni en sueños había yo visto princesas como las novias de los jugadores del Club Reforma. En las mesas centrales estaba el mismísimo embajador de Gran Bretaña en el país acompañado por ejecutivos del Banco de Londres y México. Al arribar a la cancha, fuimos retratados por fotógrafos del Mexican Herald y el Two Republics. Confieso que entonces las piernas me empezaban a temblar y los nervios me devoraban. Había tenido apenas tres días para entrenar con mis nuevos compañeros y acostumbrarme a patear la dura pelota de becerro británico. No se si era mi condición de mexicano o de subordinado en la compañía, pero el caso es que no todos en el equipo digerían muy bien la idea de mi inclusión. El presbítero Quicksmire tuvo que llevar a cabo una ardua labor de convencimiento entre algunos miembros del plantel para que me aceptaran, pero me quisieran o no, ahí estábamos los once caminando al centro de la cancha donde nos aguardaban nuestros rivales para el saludo de cortesía. Cuando el árbitro Reginald Penny hizo sonar el silbato y la pelota empezó a rodar, quedó claro que la etiqueta británica quedaría afuera de la cancha, pues dentro habría una batalla campal en donde no cabría la más mínima concesión.

Los primeros minutos troté como un potro desbocado viendo pasar sobre mi cabeza los pases aéreos del Reforma, que lucía mucho más asentado en la cancha. Habrían pasado unos ocho o nueve minutos cuando las cosas empezaron a cambiar. Harry Abraham me mandó un pase filtrado a mi banda izquierda y por primera vez pude pegar una carrera con la pelota en mis píes. Mi velocidad desconcertó a los defensas. Ellos eran maestros de los balones por aire donde sus cabezas y pechos mandaban, pero se mareaban con un balón a ras de piso conducido con semejante rapidez. Aquel primer pique terminé en un centro que le envíe a William Bray, quien remató y estrelló el balón en el arquero del Reforma. Ahí estaba nuestro primer aviso y nuestro rival se mostraba inquieto. La confianza y el alma me habían vuelto a las piernas. Realicé tres o cuatro piques más que acabaron en tiros de esquina o falta favorable. Fue pasando la primera media hora cuando un defensa de Reforma me derribó en las cercanías del área. Camphuis ejecutó raso el tiro libre. La pelota encontró un hoyo entre el muro de piernas y acabó anidada al fondo del arco. 1-0. El público aplaudió con total sobriedad. Con la mínima diferencia a favor llegamos al medio tiempo. La segunda parte sacó a relucir la furia del Reforma Athletic Club que con pelotazos elevados sobre el área buscaba las cabezas salvadoras de sus altísimos delanteros. Su desesperación me abrió una avenida por la banda izquierda por donde corrí a placer ejecutando contragolpes que los sacaban de quicio y los obligaban a poner a un gigantón defensa a marcarme. Mi marcador era fuerte, pero terriblemente lento, por lo que solía recurrir compulsivamente a la falta. Cerca del minuto 20 logré eludir la patada de mi guardián y pegar una descolgada que lo dejó muy atrás. A la entrada del área cedí a Jimmy Bennetts quien no tuvo más que tocar suavecito por abajo del arquero. 2-0. Euforia total. Los 25 minutos restantes nos dedicamos a jugar con la desesperación del Reforma con pelotas bajas y cambios de juego. Estuvimos cerca de meter el tercero, pero su guardameta desvió con las uñas un tiro de Camphuis. Sonó el silbatazo final. 2-0. Aplausos de píe. Las princesas británicas miraban incrédulas a sus novios derrotados por el equipo de mineros. Yo estaba tan eufórico, que en la tertulia posterior por poco olvido mi papel de Niegel Hatley y casi empiezo a actuar como Hilario Lucio.

Siete días después, con la confianza en los cielos, jugamos con el México Cricket Club. Misma cancha, misma elegancia. Estos señoritos tal vez sabían manejar bien los bastones, pero no eran muy hábiles a la hora de usar sus píes para patear un balón. Aunque su entrenador Percy Clifford era una eminencia, los del Cricket demostraron que aún les faltaba entrenar mucho. Antes del minuto 30 ya les ganábamos 2-0 con goles de Rabling y Camphuis. Parecía un pan comido, pero al arrancar su segundo tiempo su delantero más alto nos clavó un gol de cabezazo. 2-1. El Cricket se nos vino encima y en su afán por empatar nos regaló preciosos espacios. Fue entonces cuando llegó mi momento arrancar en descolgada y ceder a Camphuis, cuyo remate cañonero fue rechazado por el guardameta, con tan buena suerte para mí, que el balón de becerro británico cayó justo en mi pierna derecha para que fusilara y sintiera ese placer incomparable de ver la red estremecerse.3-1. Niegel Hatley había inscrito su nombre en la lista de anotadores de aquel primer torneo. Todavía Thomas Patton clavó un cuarto gol en una nueva descolgada. El 4-1 fue contundente y los catrines empezaron entonces a respetar a los mineros.

Regresamos a Pachuca cubiertos de gloria, pero aún faltaba un escollo para poder proclamarnos campeones: los escoceses del Orizaba. Blamey hizo gestiones y presionó hasta donde pudo para que el partido se jugara en nuestra casa, pero los de Orizaba acabaron por salirse con la suya y ganar un volado. Debíamos viajar a la Pluviosilla para enfrentar en su campo a los Albinegros. El presbítero me advirtió que los escoceses solían ser un hueso duro de roer en cualquier cancha. Inglaterra vs Escocia era ya entonces un añejo clásico y los caledonios, recordando las hazañas de McGregor en las Tierras Altas, solían matarse en la cancha para poder derrotar a los ingleses. Aquellos escoceses eran hilanderos y fabricantes de cerveza. Los dirigía Duncan Macomish, que en su natal Escocia había jugado en Primera División y había logrado conjuntar en Orizaba un cuadro de rudos guerreros que metían fuerte la pierna. Las malas lenguas decían que solían empinar el codo más de la cuenta y que las tertulias de whisky y cerveza después de los partidos solían prolongarse hasta el amanecer, pero con todo y sus borracheras a cuestas, en la cancha no tenían compasión. Una densa neblina nos recibió la mañana en que llegamos a la Pluviosilla. Sólo hasta el medio día puede descubrir entre la bruma al imponente Pico de Orizaba, hierático gigante que sería espectador de nuestra batalla. Los catrines y las princesas brillaban por su ausencia en Orizaba. Tras esos hermosos bosques sumergidos en niebla perpetua había un ambiente rudo y hostil hacia nuestro equipo. Aquellos escoceses eran gente de trabajo duro como nosotros, no de tertulias de etiqueta como en la capital. Bajo la montaña más alta de México se jugaría una extraña versión del clásico entre Inglaterra y Escocia. Desde el momento en que el balón empezó a rodar, quedó claro que los Albinegros no darían tregua. Eran duros, correosos, de marca incómoda. Mi primer intento de pique por la banda fue frenado con tremenda patada. El primer tiempo acabó con el marcador en blanco. Iniciando el segundo tiempo logré por vez primera escapar a mi marcador y correr en descolgada frente al portero que mandó a tiro de esquina mi disparo. Las cosas pintaban mejor y nuestro ánimo nos decía que podíamos derrotar a los escoceses pero en nuestro afán por sentenciar el juego, los Albinegros nos contragolpearon y nos clavaron el gol. 0-1 con 25 minutos todavía por jugarse. Una densa neblina bajaba sobre la cancha. Sí, lo se, nos desesperamos y caímos en su trampa. Esperanzados en mi velocidad, mis compañeros me mandaban pases deseando ver un sprint mágico que acabara en el área rival, pero mis marcadores no tenían piedad. Faltaban unos cuatro minutos cuando logré eludir al defensa que tenía pegado como estampa, pero un segundo marcador, que según recuerdo se apellidaba Buchnann, frenó mi carrera y mi vida futbolística. Su barrida fue seca, asesina y escuché mi hueso partirse como un tronco. Tal vez fue la adrenalina, pero creo recordar que me paré o quise pararme de inmediato, pero mi pierna derecha estaba destrozada. Cuando me sacaron cargando olvidé a Niegel Hatley y con lágrimas en los ojos maldecía en español de pulquería. Dolor, llanto, neblina, gritos. Todo se confunde en mi memoria. Por fortuna, ya no estaba en la cancha cuando se dio el silbatazo final y los Albinegros de Orizaba festejaron haberse convertido en los primeros campeones nacionales del Futbol Mexicano, un torneo de cinco equipos británicos representantes de nuestra prehistoria futbolística que sin embargo quedó marcado para la historia.

La fractura había sido total y mi recuperación tardó casi un año en que con mi pierna enyesada y mis muletas me paraba afuera de la mina para pagar las rayas del sábado y acudir después a la cancha a ver a mis compañeros. El siguiente torneo no pude jugarlo y me limité a ser espectador de derrotas. Fuimos último lugar, mientras que los catrincillos del Cricket dieron la sorpresa y se coronaron campeones. A finales de 1903, el presbítero Quicksmire me hizo una nueva oferta, aunque en esta ocasión no era futbolística, sino laboral: En la mina de Zacatecas ocupaban un jefe de contabilidad. Iría como jefe, no como auxiliar, con un sueldo bastante más alto. El problema es que en tierras zacatecanas el futbol no pasaba de ser un pasatiempo desorganizado. Mi pierna no volvió a ser la misma, pero aún así pude volver a jugar, aunque nunca jamás lo hice en un torneo oficial. Un año después, en 1904, recibí un telegrama del presbítero. Decía únicamente tres palabras: AHORA SÍ, CAMPEONES. Pachuca por fin se había coronado en un torneo jugado a dos vueltas. Los borrachos del Orizaba desbarataron su equipo un año después, mientras en otras plazas empezaban a surgir nuevos cuadros. En 1909, un año antes de la Revolución, me casé con Catalina Galindo, hermosa dama de Concepción del Oro. Cuando en 1914 las tropas villistas y huertistas tapizaron de muertos las calles de Zacatecas, mi mujer y yo nos habíamos exiliado a Inglaterra en donde puede ser espectador de grandes batallas futbolísticas. Regresamos a México en 1924 cuando los once hermanos del Necaxa y los “prietitos” del Atlante le arrebataban la gloria a los gachupines. El país no era el mismo, el futbol no era el mismo y había algunos que hasta empezaban a hablar de cobrar dinero por jugar. Habrase visto.