Eterno Retorno

Friday, January 26, 2007

Esta semana que concluye dos hechos me han obligado a hacer un alto en el camino y reflexionar sobre el papel que nos toca cumplir en esta vida a quienes comemos y respiramos del oficio periodístico: La muerte de Ryszard Kapuscinski y la partida de nuestro subdirector editorial Raúl Ruiz Castillo.
La muerte del considerado mejor reportero del mundo deja un vacío imposible de llenar en el periodismo de investigación. Siempre en la línea del frente, Kapuscinski cubrió como reportero 17 guerras y revoluciones en doce diferentes países del orbe y escribió más de una decena de libros con fuerza narrativa insuperable.
Por otra parte acá en Tijuana, concretamente en la redacción de Frontera, el hombre que formó y dirigió este equipo por más de ocho años nos dice adiós. Raúl Ruiz Castillo es alguien que siente y vive el periodismo con una intensidad y un coraje que contagian. Me cuesta trabajo imaginar el nacimiento de esta redacción y su determinación para enfrentar cada batalla sin la pasión que imprime Raúl a cada uno de sus actos. Periodista de cepa, reportero y editor las 24 horas del día, con la sangre caliente y la cabeza fría aún en las más duras situaciones, Ruiz Castillo se la jugó con este equipo desde que esto era solamente un sueño.
Su partida me ha motivado a la relectura de un libro llamado La vida un periodista cuyas páginas, inevitablemente, me hacen pensar en el trabajo que desempeñó de Raúl al frente de esta redacción. Ruiz y Bradlee tienen muchas más similitudes que diferencias en su forma trabajar y concebir el periodismo.
La vida de un periodista son las memorias de Ben Bradlee, quien fuera director del Washington Post en la época dorada de este periódico que alcanzó su cenit con la investigación del caso Watergate.
Tal vez los nombres de los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein sean más conocidos que Bradlee. Digamos que ellos son los jugadores que anotaron el gol y Bradlee el director técnico que daba instrucciones desde la banca.
Todos los días de su vida el periodista que es cabeza de una redacción toma la pluma y escribe, acomoda un texto, esculpe la más creativa cabeza para la portada y busca la mejor fotografía para ilustrarla, pero está acostumbrado a quedar fuera de foco cuando la obra de cada día está ya en las prensas. El buen periodista no suele ser un personaje de su historia y si llega a serlo, es generalmente porque ha ocurrido una tragedia. La grandeza del tundeteclas se limita a la firma y exilia los delirios egocéntricos y los monólogos yoícos para que sean los estadistas o las figuras del deporte y del espectáculo quienes se embriaguen en jugos narcicísticos.
En las librerías sobran memorias de políticos, militares y artistas, pero es muy poco común encontrarse con la autobiografía de un periodista. El hombre de medios suele fungir las más de las veces como biógrafo, pero de su vida poco o nada se sabe, aunque a veces llega a ser más interesante que la del propio biografiado y la vida de Bradlee lo demuestra.
Si bien hay pasajes interesantísimos y reveladores de las eras de Kennedy y Nixon, La vida de un periodista es un texto que se disfruta ante todo por rendir homenaje al día a día de un hombre que es carne y sangre de redacción.

Monday, January 22, 2007

La frontera de Crystal (Carlitos Fuentes reloded)

La visión romántica de Tijuana promovida por los grupos lavadores de imagen, es que la nuestra es una ciudad llena de gente buena, trabajadora y decente que debe padecer el lastre de la narcoviolencia como consecuencia de nuestra situación geográfica. Estamos a lado del estado más rico del país más rico y drogadicto del mundo, pero eso no es nuestra culpa. He oído varios miles de veces esa trillada frase, sobre todo en boca de políticos.
Esta visión se empeña en seguir viendo a Tijuana como un puente natural de la droga en su camino hacia el gran mercado.
También es común la visión de Tijuana como un sitio en donde los mafiosos se matan entre ellos y tú vives tu existencia en paz. ¿Verdad a medias o mentira total?

Tijuana sigue siendo puente, cierto, pero déjenme les cuento que últimamente le va mejor como fábrica y destino. Recuerden, estamos en la época del hágalo usted mismo y Tijuana es hoy en día una fabricota de crystal y ¿saben qué es lo peor? Que no es producto for export. Es para abastecer el mercado local, cada vez más grande por cierto. Fabricación local para consumo local. Desarrollo auto-sustentable le llaman los economistas.

Para que me entiendan y andar sin más rodeos: Nunca antes como ahora había habido tanta droga en Tijuana y nunca antes como ahora había habido tantos drogadictos en Tijuana. Casi todos, sobra decirlo, consumen crystal. Los niños llegan directo y sin escalas al cryko.
Antes empezaban con la clandestina caguama de secundaria y años después, el compa pacheco que nunca falta les daba a probar su primer toque de mota y sólo algunos, los más gruexos y locos, seguían por el camino de las drogas duras. Hoy los morritos se brincan las escalas del alcohol y la marihuana. Ni modo mi Baudelaire, pero el vino y el hash están a la baja en esta ciudad. Los teenagers del Siglo XXI llegan directo y sin escalas a la metanfetamina cristalizada. Es más barata, más potente y suele estar en la esquina de la escuela.

Tijuana ya no es la misma de 1995. Ha cambiado muchísimo en los últimos años. Las gestas épicas de los Aretes en los tiempos de los narco juniors inmortalizadas en las páginas del Zeta son literatura de época. Eran tiempos de bonanza en donde el gran negocio estaba en pasar toneladas y toneladas de mota y coca a Estados Unidos. Tiempos de glamour en los que la alta sociedad tijuanense se deleitaba casando a sus hijas con los narcojuniors y lavándoles dinero en sus inmobiliarias, lotes de autos y agencias aduanales.

Pero el crystal llegó a cambiarlo todo. Le quito glamour al asunto, aunque también anuló muchos trámites y suprimió gastos. El cryko no tienes que ir a traerlo de Colombia o Perú pues no requiere de ninguna planta exótica para su fabricación. Es 100% química la chingadera. Puedes prescindir de avionetas, barcos, trailers o pistas clandestinas para transportarlo. Tampoco necesitas sobornar aduanales. Lo puedes hacer en la cocina de tu casa. Consigue sulfato de amonia, sosa cáustica, una buena carga de efedrina o pseudoefedrina, un tambo resistente y listo calixto. No requieres cruzar fronteras. Tu mercado está aquí, en la esquina, en la escuela.
En este momento hay dos negocios en Tijuana que le dejan harta lana a la maña: Secuestrar y controlar tienditas. ¿Se habrán dado cuenta ya los soldados que se mueren de aburrimiento en los retenes?

Los suicidas del fin del mundo
Crónica del un pueblo patagónico
Leila Guerriero
TusQuets

Por Daniel Salinas Basave

De entrada, la advertencia: La tristeza de este libro es altamente
contagiosa. Esta lectura tiende a deprimir y si a usted la cuesta de enero
le hace mella en el estado de ánimo, tal vez no sea la mejor idea arrancar
el año con Los suicidas del fin del mundo.
Y conste que no estamos hablando de una tragedia romántica ni de suicidios
poéticos al estilo del Werther de Goethe. La obra de Leila Guerriero es
periodismo en estado puro. Los suicidas del fin del mundo es un gran
reportaje y no, no pienso caer en el socorrido cliché de es periodismo pero
se confunde con literatura y se disfruta como la mejor novela. Nada de eso.
Los suicidas del fin de mundo es periodismo, parece periodismo y se lee como
periodismo. No hay que darle más vueltas al asunto.
El fin del mundo donde habitan los suicidas no es por desgracia metafórico,
sino crudamente real y se llama Las Heras, un pueblecito ubicado en el
extremo sur de Argentina, en la provincia de Santa Cruz. Hasta esos confines
de la Patagonia se va la autora a llenar un saco de historias tristes que
por esos rumbos se dan a granel.
Las Heras es un lugar que se parece mucho al infierno, algo así como la
capital de la nada y el vacío abismal. Un pueblecito que conoció unos
cuantos años de esplendor petrolero y décadas enteras de miseria. ¿Ha
escuchado usted la canción del Pueblo blanco de Serrat? Pues haga usted de
cuenta que se lo compuso a Las Heras. ¿Recuerda el Luvina de Juan Rulfo?
Pues digamos que estamos ante su versión sudamericana. El viento helado y
omnipresente de Las Heras es el aliento mismo de la Muerte que un día, a
finales de los años noventa, empieza a soplar en el alma de seres
desahuciados por si mismos a los 25 años. De repente, el suicidio llega para
quedarse a Las Heras. Como si se tratara de una epidemia, los jóvenes del
pueblo empiezan a quitarse la vida.
En un Sur profundo que parece estar a años luz de Buenos Aires y el resto
del mundo, los habitantes de Las Heras se sumergen en su averno personal. El gran acierto de Leila Guerriero es rescatar del vacío esas historias
condenadas a priori al olvido y la absoluta indiferencia. No importa que
Santa Cruz sea la provincia natal del ahora presidente argentino Nestor
Kirchner, quien fuera gobernador de la misma en la época en que se
produjeron la mayoría de los suicidios, pues este Sur parece no existir. Es
un fantasma, es la nada, un purgatorio antártico. El fin del mundo para
acabar pronto. Los grandes diarios nacionales argentinos, Clarín y La
Nación, concedieron mínima atención a la epidemia suicida y la
autoinmolación de Las Heras pronto quedó en el olvido y de no ser por la
pluma de Guerriero, tal vez nadie, con excepción de los familiares de los
suicidas, recordaría ese horror.
Este pueblecito, nacido del ferrocarril y regado con petróleo, es al final
del milenio un villorrio donde no faltan el alcohol pendenciero y las viejas
rameras desdentadas. Un pueblecito que ni siquiera aparece en la mayoría de
los mapas de la provincia de Santa Cruz, como si se tratara de un punto
muerto en la carretera.
Los suicidas del fin del mundo recupera periodísticamente las historias de
los jóvenes que se quitaron la vida. La autora es ante todo una recopiladora
de testimonios. La historia la escriben los personajes, tristemente reales,
los deudos de los suicidas Guerriero enciende la grabadora, los deja hablar
y al final son sus voces las que escriben el libro. La apuesta de la autora
acarrea por supuesto sus riesgos, pues al renunciar a las licencias
literarias concedidas por el mejor periodismo narrativo y dejar todo el peso
de la historia en los testimonios, se perdió la posibilidad de hacer de la
crónica de un pueblo patagónico un clásico de la no ficción. Guerriero es
fiel alumna de la escuela de Capote, pero el autor de A sangre fría supo
jugar más al filo de la navaja novelística. La de Guerriero es una crónica
que por momentos parece contagiada por la frialdad del viento de la
Patagonia. Es odioso reseñar un libro pensando en la historia de lo que pudo
haber sido, pero no puedo echar fuera ese gusanito que me hace imaginar el
señor librazo que tendría en mis manos si un José Revueltas o un Agustín
Yánez se hubiera parado en Las Heras. Insuperable vicio el de imaginar los
reportajes como literatura en estado puro. Guerriero se la jugó como
reportera y con sus armas ganó la batalla, aunque el triunfo acarreara
consigo contagiarnos la inmensa tristeza que encierran las páginas de su
libro.