Tengo que morir todas las noches
Existen historias cuya esencia yace en el cruce de un umbral. Cuando un jovencísimo inspector del Departamento del Distrito Federal llamado Guillermo Osorno abrió la puerta del bar El Nueve para revisar su permiso de operación, estaba, sin saberlo, atravesando una frontera en su existencia. Esa misma noche Guillermo regresó al bar como cliente y el hombre detrás de la barra no pudo menos que albergar sospechas. ¿Se trataba de alguna operación encubierta por parte del gobierno para cerrar el negocio? Lo cierto es que a partir de ese momento nada fue igual. Al cruzar la puerta de ese bar en la Zona Rosa, Guillermo estaba entrando en un mundo ignoto, una atmósfera desconocida en el arruinado México de la devaluación lópezportillista. Tras esas paredes había una identidad alternativa, una realidad aparte. Atravesar ese umbral representó para Guillermo dimensionar y vivir de otra forma su propia sexualidad. Sin saberlo, Guillermo estaba empezando a ser espectador y actor de una historia que tres décadas después tomaría forma en un libro excepcional: Tengo que morir todas las noches.
A veces en el camino de la vida irrumpe una suerte de ritual de iniciación y transformación que se celebra en el momento menos pensado; tras la catarsis ya nada puede volver a ser como antes. El Nueve sin duda marcó un antes y después en la vida de no pocos jóvenes de la generación de Guillermo Osorno. Frente a la barra de un bar fundado por un tránsfuga francés, se concentró y desdobló el espíritu oculto de una época, su lado B. A veces la microhistoria opera prodigios. Al narrar la génesis, esplendor y caída de un mítico antro en el corazón del Distrito Federal (con una efímera ramificación en Acapulco), Guillermo Osorno está escribiendo la historia de la cultura alternativa en México. Tengo que morir todas las noches es un libro sui generis. Una definición simplista sería limitarlo a la historia de un bar extravagante, el primero en el que el que la atmósfera gay pudo desdoblarse y fluir en libertad, fuera de los sórdidos sótanos prostibularios en donde hasta entonces había estado confinada. Pero si en algo tiene maestría Guillermo es en el periodismo de perfiles y en su libro retrata personajes extremos, entrañables; seres reales que derrochan esencia literaria. El rey del carnaval es sin duda Henri Donnadieu, el creador del concepto de Le Neuf, un perfecto personaje de Oscar Wilde; esteta del exceso, contradictorio hasta la comicidad, festivo y huraño, poseedor de cierta ternura antisocial. Pero si de personajes extremos hablamos, qué decir de Xóchitl, la madre y guardiana de El Nueve, un mítico travesti que hizo historia en la vida nocturna del México de los 70 y cuyo espíritu parece creado por Pedro Alomodóvar. Qué decir de Jakie Petit, la princesa de la noche acapulqueña que vivió una celda de lujo o del contradictorio y rencoroso Manolo. Si queremos entender la historia de la cultura de la diversidad en México, Tengo que morir todas las noches es una piedra angular, un texto imprescindible. En el magro e hipócrita país de la renovación moral y el temblor, la tolerancia frente a las libertades individuales era solo un buen deseo. En 1985 la homofobia aún era políticamente correcta. Guillermo Osorno nos narra las historias que se fueron tejiendo en torno a un bar en los tiempos en que el sida se presentó en sociedad y un nuevo rock mexicano empezaba a plantar sus semillas con expresiones que se mantuvieron dentro la liturgia underground como Casino Shanghai y Size, pero sin excluir a quienes palparon el estrellato, como Maldita Vecindad y Café Tacuba. Tengo que morir todas las noches es la historia de una época que hoy nos parece náufraga y mostrenca; un mundo raro al que le faltaron miradas y cronistas. Tres décadas después, frente a la Plaza Río de Janeiro, Guillermo Osorno reconstruiría y reinventaría esa historia a través de los lentes oscuros de la memoria y el testimonio. Esta tarde de agosto tijuanense concluyo su lectura. DSB