En la primavera de 1999, cuando desembarqué en Tijuana para trabajar en un periódico que aún no tenía nombre, mi primera lectura callejera fue Un asesino solitario de Élmer Mendoza. El monólogo culichi del Yorsh Macías me acompañó en mis primeras correrías a bordo de guayinas y calafias tijuaneras. Por el momento y las circunstancias en que fungió como compañero de viaje, Un asesino solitario fue un libro especial en mi vida, pero no creo exagerar cuando afirmo que marcó una frontera en la narrativa mexicana. Élmer inauguró la era de la narcopolítica moderna en las letras nacionales y fue el primero en exportar y lograr la traducción de la jerga sinaloense en otras latitudes. En la Navidad de 2001 Carolina me regaló El amante de Janis Joplin y con ese libro despedí uno de los años más intensos de mi vida. Desde entonces le sigo la pista a Élmer. La aleatoriedad me ha hecho coincidir un par de veces con él en la Feria de Los Mochis, pero fue particularmente grato recibirlo en Tijuana para presentar El misterio de la orquídea calavera en el Ceart. Un libro arriesgado con un sui generis detective adolescente como el Capi Garay y un muy bien logrado retrato de un personaje histórico como es el alucinante Edward James y su parque surrealista de Xilitla.
Saturday, November 01, 2014
Tuesday, October 28, 2014
Un día de 1976, el joven Paul Auster compró en 40 dólares una vieja máquina de escribir marca Olympia modelo 1962. En ese artefacto de segunda, casi de desecho, Auster ha escrito su obra completa. Novelas, ensayos, guiones de cine han salido de esa vieja máquina a lo largo de casi 40 años. Lo obvio es pensar que en ese vejestorio hay una suerte de embrujo, un pacto con la magia. Ignoro si Auster será capaz de hacer germinar una obra en un artefacto distinto. Tal vez no llego a niveles tan obsesivos como el de Brooklyn, pero yo también tengo un cacharro que funge como el mejor aliado de mi inspiración.
Esta vieja y cuatrapeada computadora a la que he atiborrado con Eddies de Maiden no me costó un solo peso. Me la regalaron para facilitarme la vida en uno de tantos empleos que he tenido en la vida (uno particularmente intenso, he de decir). Una computadora barata, sin duda la más económica que había en el mercado en ese momento, una máquina de pura y vil batalla. El propósito de aquella aventura laboral naufragó en forma inexplicable. Por herencia me quedó la humilde lap top y un verano sin sol, rico en horas muertas. Entonces empecé a escribir un ensayo y a intentar dar forma de libro a una serie de columnas sobre historia. No sé si debo creer en el embrujo de ciertos objetos. Hay guerreros que solo pueden luchar con una espada y a estas alturas de la vida, puedo decir que ninguna herramienta de escritura me ha dado tantos frutos como esta maquinita. En esta computadora se han escrito los cuatro libros que he publicado hasta la fecha (y los dos que están por publicarse). De su maltrecho teclado han salido tres trabajos que han ganado certámenes. También guarda tres libros inéditos que a la fecha no he movido y varios cientos de miles de palabras entre artículos editoriales, crónicas, reportajes, correos urgentes y desparramaderos diversos, sin contar cientos de fotos almacenadas en su archivo. Hace tiempo que la batería ha dejado de funcionarle, su dorso está roto y la pantalla se distorsiona cada diez segundos. Tiene no pocas heridas de guerra y pese a todo este otoño ha seguido combatiendo en la trinchera. Finalmente, en la primera semana de octubre tomé la difícil decisión de comprar a su sucesora. Una semana después de la compra, se anunciaron los premios Malcolm Lowry y La Paz, ambos trabajados con mi vieja compañera durante la pasada primavera. Lo interpreté como un símbolo, el irremediable final de una era. He guardado mi entrañable espada escritural en un baúl de madera (sería incapaz de deshacerme de ella). El problema es que yo soy un ateo supersticioso y no dejo de creer en el hechizo yaciente en mi vieja compu Iron Maiden de la que ahora me despido. Algo me hace pensar que a Paul Auster le sería imposible crear un solo párrafo fuera de su vieja Olympia. Lamento que mi lap top no haya sido tan resistente y de repente me aterro ante la idea de una crisis de agrafía frente a esta nueva pantalla, algo así como la maldición del Manchester sin Ferguson. El sol otoñal cae sobre Rosarito en este medio día de octubre. Las palabras exploran la vastedad de la estepa blanca como intrusos en tierra extraña mientras mis dedos intentan adaptarse al teclado. La vida, al parecer, sigue curso.
Monday, October 27, 2014
De Tuxcacuesco a Comala corre una vereda con cara de eternidad. Caminarla significó para Juan Rulfo torcer la historia de la literatura mexicana. Hay un abismo de distancia entre llamarse Maurilo Gutiérrez o ser un tal Pedro Páramo. Acaso sea el mismo hoyo negro que separa el “fui” del “vine”; el “allá” del “acá”; la diferencia entre un relato más, perdido entre la polvareda de mil novelas postrevolucionarias, y un prodigio inmortal de la imaginación literaria
“Fui a Tuxcacuesco, porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Maurilio Gutiérrez” o “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. ¿Cuál frase tiene más fuerza? ¿Cuál les parece más viva? Gracias a la curiosidad de Juan Manuel Galaviz y Federico Campbell, sabemos que en su manuscrito original Juan Rulfo pretendió escribir la historia de un cacique llamado Maurilo Gutiérrez, amo y señor del pueblo de Tuxcacuesco, pero esto no es todo: gracias al ensayo Cómo dibujar una novela del colega Martín Solares, llevo un par de días mirando con otros ojos a muchas de las obras que me han marcado el camino. En el comparativo entre el borrador inicial de la novela de Rulfo y su versión final, puestos ambos bajo la lupa de Martín, he encontrado un pequeño mapa del tesoro; las pistas para resolver un acertijo.
Hay lecturas que involuntariamente iluminan y el de Martín Solares se está transformando en un libro-faro o un libro-linterna. De pronto recordé a Carlitos Castaneda cuando Juan Matus lo enseña a “ver” el mundo en Una realidad aparte. Basta arrojar otra mirada a lo que parece obvio para encontrar una esencia oculta. Algunas personas pueden ver el aura alrededor del cuerpo humano y en esta mañana de otoño siento como si el libro de Solares me diera las claves para mirar el aura de algunas novelas que me han acompañado a lo largo de la vida. Me bastó un día y medio para leer este ensayo y lo primero que he hecho al concluir, fue ir a mi librero a releer las primeras páginas de Pedro Páramo. Poco después ya estoy releyendo los párrafos iniciales de Respiración artificial de Piglia, de El mundo alucinante de Arenas, del Volcán de Lowry, del otoñal patriarca de Gabo o los bolañescos detectives. Algo ha sucedido: de repente reparo en que estoy leyendo con otros ojos. El aura que enseña a ver Solares encarna en unos sui generis dibujos que representan la anatomía del género. Acaso la novela sea, en efecto, un cuerpo vivo. Yo le creo a Martín cuando dice que las escurridizas novelas nos vigilan y sacan conclusiones mientras nos ponen trampas mutando en mil y un formas. La novela, afirma Solares, es no solo el lugar donde mejor se enfrentan algunas ideas, sino uno de los pocos espacios que cuentan con una geometría indiscutible.
He leído unos cuantos ensayos sobre el arte novelesco y la verdad es que hace un buen rato no encontraba algo tan original. Tal vez lo último que realmente me había gustado era La ciudad de las palabras de Manguel. Tras el decepcionante obituario de Goytisolo en Naturaleza de la novela, el ingenuo y sentimental novelista de Pamuk, la geografía de Fuentes, el ya clásico Arte de la novela de Kundera y La verdad de las mentiras de Vargas Llosa, topo de frente con el ensayo de Solares, una obra que tiene malicia, sentido del humor y mirada profunda.
Me parece que hemos perdido mucho tiempo discutiendo si la novela ha muerto o evaluando sus efectos sociales y políticos, pero con brutal franqueza debo decir que no había dado con un ensayo moderno capaz mirar en sus entrañas y trazar su anatomía. Cómo dibujar una novela es un libro que -ante todo- agradezco como lector.
Antes que cualquier otra cosa soy un adicto confeso a este género narrativo, pero sucede que soy un lector al que a veces le da también por fabular e inventar personajes, mundos imaginarios y en ese sentido el libro de Solares me está sirviendo como herramienta para desempantanar algunas criaturas yacientes en arenas movedizas. A veces una novela se atasca sin aparente remedio. Nuestro personaje nos parece un perfecto extraño o un gran impostor. Su tiempo, su atmósfera y su tono dejan de fluir o se tornan artificiales. No es sencillo salir una vez que has caído en ese pantano, pero de pronto encuentro en este libro claves que acaso puedan ayudarme a corregir el trazado. Algo me dice que este ensayo no reposará en mi librero. En la literatura busco hedonismo puro, nunca utilidad y sin embargo, creo que el de Martín está siendo un libro útil. Parece que su destino será ser compañero omnipresente de escritorio y viaje.