Eterno Retorno

Saturday, May 04, 2013

Las arbitrariedades de la posteridad también afectan a los personajes de ficción. La primera parte de Don Quijote de la Mancha tiene 52 capítulos; la segunda 74. Capítulos ricos en diálogos, aventuras, reflexiones y entremeses; pasajes fascinantes destinados a ser recordados únicamente por los verdaderos lectores de la obra. Del castillo de los duques, Clavileño, la barca encantada, la Cueva de Montesinos, el Caballero de los Espejos, Ginés de Pasamonte, la Historia del Cautivo, Cardenio y Lucinda, la Sierra Morena nadie hablará nada. Para el millón de no lectores del Quijote, que citan la obra sin haber tenido siquiera la intención de algún día echarle un ojo, todo se reduce a un mínimo e intrascendente pasaje de página y media donde el caballero embiste a unos molinos de viento que ha confundido con gigantes. Para la cultura popular ese es el momento cumbre que sintetiza la obra y su esencia. Quijote y molinos; matrimonio indisoluble; vínculo irrompible que podemos apreciar en esos cuadros o esculturas rimbombantes que adornan los despachos de pretenciosos abogadetes expertos en citar frases que Cervantes nunca escribió. Don Alonso no está solo en su arbitraria posteridad. También el pobre Hamlet debe resignarse a ser un príncipe loco hablándole a una calavera ante quien pronuncia una y otra vez el “ser o no ser”, que según el poeta Tomás Segovia no deriva en el “he ahí el dilema” o “esa es la cuestión”, sino en “de eso se trata”.

Thursday, May 02, 2013

LITURGIA DEL TIGRE BLANCO-PRIMERA VELITA EN EL PASTEL

Hace exactamente 365 días, la tarde del 2 de mayo de 2012, salió de la imprenta mi libro La Liturgia del Tigre Blanco. Esa tarde, en las oficinas de la Editorial Océano, tuve el primer ejemplar en mis manos. Después de casi un año ininterrumpido de tundir tecla, hacer entrevistas, realizar viajes y mandar un millón de correos, el barco de papel estaba listo para zarpar del puerto. Aquella tarde de mayo salí de las oficinas de Océano, en Palmas y Periférico, cargando diez ejemplares del libro y me fui caminando por todo Reforma hasta la casa de mi amigo Rodolfo en Anzures. Cuando mi cabeza está en ebullición, la mejor alternativa siempre es caminar y creo que en esa caminata se fue desatando una tormenta de ideas y desvaríos en mi cabeza. El barco zarpó y me llevó por mares improbables e islas ignotas de ferias librescas en diferentes partes del país. Obvia decir que de mis tres libros es el más conocido, leído y comentado, pero es un libro que debo dejar atrás. No me malinterpreten: lo defiendo y lo asumo entero como cada párrafo que he escrito en mi vida y me siento orgulloso de haberlo podido concretar, pero no quisiera vivir esclavizado a él, máxime cuando lo más probable (aunque nunca digo de esta agua no beberé) es que no voy a volver a escribir un libro de esas características. Lo mío es la narrativa de ficción, el ensayo o el híbrido desvarío. Cartografías absurdas de Daxdalia, el libro que publicaré con el Cecut, no tiene punto de comparación. Es ficción sobre ficción, como ficciones son los proyectos que estoy trabajando ahora mismo. La gente se sorprende cuando les digo que a mí en realidad no me emociona gran cosa la política. De hecho en mi biblioteca no encontrarás libros de Anabel Hernández, Ricardo Ravelo o Diego Osorno, pero en cambio encontrarás la obra completa de Ricardo Piglia, Paul Auster, José Saramago, Tomás Eloy Martínez, Mario Bellatin, Haruki Murakami (y obvia decir que de Borges, Sábato y Cortázar) Aunque mi formación y mi camino de vida es de reportero, mi vicio sin rehabilitación es la literatura. ¿Por qué escribí La Liturgia del Tigre Blanco? Porque había una historia delante de mí, una historia que conozco muy bien y decidí contarla, como he contado muchas historias en la vida y como pienso seguir contándolas, reales o ficticias, qué más da. La diferencia es que esta historia le interesa a mucha gente y una gran editorial como es Océano aceptó publicarla. No pocas personas me han preguntado por mis intenciones, por mis fines secretos y me parece que se sorprenden o se decepcionan cuando les digo que mi único deseo era contar una historia y contarla bien. Si un lector tomó en sus manos el libro y lo leyó con deleite hasta la última página pasando un buen rato, entonces yo he cumplido con mi único objetivo. Un año después, no puedo menos que agradecer a mi editorial y a cada improbable lector que se acercó en los diferentes rincones en donde ese libro me llevó de paseo. Agradecer la confianza y la paciencia de Guillermo Osorno y el apoyo del gran equipo de Océano en cada una de sus trincheras. La gratitud, antes que un deber, es un privilegio y hoy me toca decir GRACIAS. DSB

De la misma forma que un hombre puede encontrar una mujer con la que se da una forma de comunicación y entendimiento ontológico que va más allá del lenguaje, existen equipos de futbol que funcionan como un cuerpo de once extremidades con un acoplamiento casi telepático. En la historia del deporte son más comunes los jugadores superdotados que los equipos perfectos. El auténtico futbol asociación, la responsabilidad compartida, el ritual del once para uno y uno para once, es algo por desgracia atípico. Así existió la mítica Hungría del 54, o la Naranja Mecánica del Mundial de Alemania, equipos de leyenda que paradójicamente tuvieron que conformarse con subcampeonatos, ambos ante escuadras germanas técnicamente inferiores. Ahí están el Milán de Gullit y Van Basten de 1989, el Madrid de la Quinta del Buitre, el Boca de Bianchi en 2001 o el Barcelona de Pep Guardiola. Un gran equipo es un accidente tan atípico como el más bello arcoíris. Es una verdadera alineación de astros donde basta un factor en contra para que todo se haga pedazos. Los grandes equipos suelen durar poco, no más de tres años. No basta con juntar a once distintos jugadores superdotados, sino juntarlos en el momento exacto y adecuado de sus vidas y sus carreras. Hacerlo un año antes o un año después puede echar todo por la borda. Un gran equipo es una conjunción de psicología, estado físico y mental. A veces, por no decir con frecuencia, los futbolistas pasan por la vida sin haber encontrado jamás ese gran equipo, como hay gente que muere sin haber encontrado jamás a su gran amor. El Barcelona de Messi, Iniesta y Xavi es posiblemente la más perfecta máquina de futbol que he visto en mi existencia. Lo que en definitiva no estaba en mi presupuesto, fue verlos caer de esta manera. Más allá de la evidente superioridad del Panzer bávaro y de lo estridente del marcador, lo que verdaderamente me sorprende fue la actitud de los catalanes. Barcelona entró muerto al campo de juego. Pienso que ni Tito Vilanova, ni los once jugadores, ni los 95 mil aficionados en el Camp Nou, llegaron siquiera a considerar que la remontada fuera posible. El estadio estuvo apático y callado. El enfermo terminal entró siendo ya un cadáver al quirófano. Barcelona jugó desahuciado, como un zombi, como si cumplir ese tedioso trámite de 90 minutos para redondear su eliminación le resultara una carga insoportable. El estadio de Les Corts estaba callado, aburrido, cumpliendo con ver a los bávaros paseando cómodos por la cancha. Todos los héroes caen. Aquiles murió por el flechazo de Paris en su talón; Julio César acuchillado por los conspiradores en el Senado; Napoleón sucumbió en Waterloo. En la caída de todo héroe hay drama. Puede haber traición, perfidia o un error monumental, pero el héroe suele caer con la cara al sol, con dignidad y coraje, peleando hasta el último aliento como peleó ayer Real Madrid (por más mal que nos caiga, debemos reconocer que murieron en la raya como el mejor gallo de pelea) Lo que yo nunca había visto, es a un equipo de leyenda cayendo con el patetismo y la pasividad con que cayó Barcelona. Los culés llegaron cabizbajos al altar de sacrificios, resignados a su condición de víctima. El futbol es juego, pero también estado de ánimo, psicología. Los rostros de los catalanes no mostraban coraje, furia ni tristeza. Solo mostraban resignación. Si Bayer hubiera pisado un poco el acelerador les hubiera colgado sin problemas un 0-6 en el Camp Nou sin problema alguno El autogol de Piqué lo resume todo. Creo que un equipo chico le hubiera dado más batalla a los alemanes. He visto a los grandes caer, pero nunca, lo que se dice nunca, había visto a un equipo de fantasía entregarse en forma tan patética sin siquiera meter las manos. En la caída del más fantástico de los gigantes, ni siquiera hubo derecho a la épica.

Wednesday, May 01, 2013

¿Hay algo que celebrar en el Día del Trabajo? Por Daniel Salinas Basave

En la edad antigua se les llamaba esclavos y en el feudalismo, por virtud del vasallaje, se convirtieron en siervos. La Revolución Industrial los transformó en los obreros que según Marx habrían de encabezar la revolución proletaria, esa mala alucinación que acabó naufragando de la peor manera posible en la altamar de la economía de mercado. Hoy nuestro mundo globalizado del Siglo XXI los ha convertido en prescindibles. Poco a poco el trabajo asalariado se va convirtiendo en una ficción, en un cliché. A los gobiernos les cuesta trabajo admitirlo, pero la realidad es que la severa crisis de desempleo que carcome a casi todo el planeta no parece ser una nube pasajera. Duele decirlo, pero empiezo a creerle a Viviane Forrester y su profético Horror económico cuando afirma que nunca en la historia de la humanidad había habido tantos millones de seres humanos condenados ser simplemente innecesarios, sin un lugar para ellos en esta economía que no los necesita y los condena a transformarse en pordioseros. El jinete apocalíptico de nuestro tiempo no es la guerra o la peste: es el desempleo. Cuestión de ver las espeluznantes cifras de parados en España y Grecia para hacernos una idea. Aquellas historias de obreros calificados que podían aspirar a una digna jubilación después de haber podido dar educación y calidad de vida a sus familias, se van transformando en leyendas de abuelos. Hubo un mundo que aspiró al estado de bienestar. Hoy tan solo quedan las formas modernas de esclavitud. Cuando recibo la llamada de un promotor bancario que me habla como un merolico para tratar de venderme una tarjeta de crédito, sin poder cambiar su discurso y advirtiéndome con ese tonito antinatural que la conversación está siendo grabada y monitoreada, pienso en la inmensa tragedia de su vida. Los empleos actuales no solamente pagan miserias, sino que pisotean la autoestima, la individualidad, el derecho a ser uno mismo. Pienso en esos pobres veinteañeros condenados a trabajar en los campos de concentración modernos llamados call center, sin posibilidad de levantarse ni al baño, con supervisores que monitorean y espían sus tiempos, sus llamadas, su tono de voz. Esos jóvenes tan llenos de energía y creatividad resignados a que su mayor aspiración sea aparecer en el cuadro de empleado del mes de McDonalds. Pienso en todos esos empleados de supermercado a los que en forma rimbombante llaman “asociados” (¿tienen acciones del supermercado acaso?) a los que obligan a ofrecer al cliente tiempo aire en el celular so pena de sancionarlos con descuentos a su insultante salario. Todos esos ejecutivos de ventas eternamente presionados, chantajeados, amenazados con el despido, obligados a llevar una asquerosa corbata (¿alguien puede decirme si una corbata sirve para otra cosa aparte de asfixiar?) inundados por peroratas de superación personal y calidad total. Por herencia del movimiento obrero nos quedan los anacrónicos sindicatos, con sus líderes seniles u obesos, listos para obligar a sus agremiados a acudir al mitin de tal o cual candidato. ¿De verdad hay algo que festejar este 1 de Mayo? Feliz Día del Trabajo. DSB

LA GENERACIÓN DE LOS SETENTA DESNUDA SU ALMA- Canción de tumba- Julián Herbert- Mondadori- El cuerpo en que nací- Guadalupe Nettel- Anagrama. Por Daniel Salinas Basave

Los puristas del arte de la novela dicen que el buen novelista debe estar siempre oculto en las sombras. Su mano debe revelarse en la credibilidad psicológica de los personajes, en la pureza del estilo o en la profundidad de su inmersión en el territorio siempre abrupto y complicado de un entorno ficcional. Un buen novelista debe crear una atmósfera situacional donde deambulen seres creados por su imaginación. Esas manías de autores que se revelan a sí mismos hablando sobre sus métodos e indagaciones y se inmiscuyen como impertinentes personajes en las historias de los otros, son, bajo el criterio de los “puros”, egocéntricas abominaciones. En esta primavera de 2013 he tenido la oportunidad de alternar la lectura de dos excelentes novelas “ortodoxas” con un par de experimentos narrativos autobiográficos. Las dos novelas “old school” que he disfrutado son El tango de la guardia vieja de Arturo Pérez Reverte (comentada en la pasada edición de InfoBaja) y La fragilidad de los cuerpos, de Sergio Olguín. Aunque son novelas de reciente creación, su canon es tradicionalista. Muy disfrutables, entretenidas, capaces de mantenerte despierto en la madrugada. Con trama, suspenso, emociones, chicas bellas, galanes heroicos, e infaltables dosis de erotismo y violencia. Son dos novelas muy bien escritas, cierto, pero llega un momento en que sus personajes y situaciones abusan del cliché. En contraparte (y casi al mismo tiempo) he leído un par creaciones de narradores mexicanos nacidos en los años 70 donde la trama y el suspenso brillan por su ausencia, suplidas por una voz narrativa derrochadora de fuerza expresiva y malicia literaria. Estos dos libros son Canción de tumba, de Julián Herbert (Acapulco, 1971) y El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel (México DF, 1973). Además del vínculo generacional y de nacionalidad, los trabajos de Nettel y Herbert se hermanan en que los personajes son los propios narradores y el contexto son sus propias vidas, o un aspecto de sus vidas, que abreva de ese cimiento de nuestra psique que es la primera infancia y la relación con la familia. Ni siquiera sé si tengo derecho a llamarlas novelas, pues como ensayos híbridos funcionan de maravilla. Tal vez no sea lo más afortunado iniciar con odiosas comparaciones, pero me parecen necesarias para dimensionar la trascendencia de este par de creaciones. Empecemos por Julián Herbert y empecemos yendo al grano: Canción de tumba es sin duda el libro más fuerte que he leído en lo que va del 2013 y una de las más gratas sorpresas que me he llevado en los últimos años con un narrador mexicano. A Herbert lo había leído en su fase de cronista en la revista Gatopardo, pero Canción de tumba es en verdad punto y aparte. Un libro-navaja capaz de cortarnos y desollarnos en lo más profundo. Vaya, si entramos en los terrenos del desvarío ontológico nacional y nos remitimos a esas piedras angulares llamadas Laberinto de la soldad y Jaula de la melancolía, debemos concluir que Julián Herbert despedaza un tabú. No pocos ensayistas han reflexionado sobre el rol dual de la madre mexicana en la psique nacional, pero hasta ahora no me había topado con un narrador que se confesara sin tapujos ni medias tintas como hijo de una puta. Herbert toma por los cuernos el gran insulto universal de la raza humana: Son of a bitch, Fils de pute, Sohn eines Weibchens, el non plus ultra de la humillación y el infortunio. La madre que avergüenza, a la que se repudia y ama con igual intensidad; chingada, rajada, abierta, profanada por el padre al que odiamos y admiramos. Canción de tumba son las palabras insurrectas que brotan de la pluma de Herbert junto al lecho de su madre moribunda en el Hospital Universitario de Saltillo, Coahuila. Una madre que a lo largo de su vida utilizó muchos nombres, tantos como hombres hubo en su cama e hijos en su vientre, todos de padre distinto. La mujer, consumida por el cáncer, se muere lentamente en su cama de hospital mientras su hijo-enfermero destapa la bodega del subconsciente y empieza a narrarnos su primera infancia, en los cuartos de ese célebre burdel acapulqueño llamado La Huerta. No es por cierto un rasgado de vestiduras o un azote autocompasivo. En el relato de Herbert hay crudeza extrema, cierto, pero también ironía y un negro sentido del humor. Alejado de apologías, condenas o moralinas, Herbert hace de su madre un personaje al que acabamos queriendo precisamente por su humana ambigüedad y sus contradicciones, por esa su generis dignidad mantenida dentro del pozo de lo indigno. Una madre promiscua e irresponsable que arrastró a sus hijos entre polvaredas de miseria y desgracia y que por alguna razón, nos acaba por caer bien. No es posible permanecer indiferente ante un libro como Canción de Tumba, como no es fácil bucear en las heridas siempre sangrantes de Edipo. El cuerpo en que nací de Guadalupe Nettel es también un relato íntimo, confesional, psicoanalítico, aunque no es una punta de cuchillo o un espumarajo de mezcal en carne viva. El punto de partida de Guadalupe Nettel es, en el sentido más literal de la palabra, una sombra. La narradora abre su relato hablándonos de una pequeña nube blanca sobre la mácula de su ojo que la obligó a crecer en su primera infancia llevando un parche y a desarrollar un excepcional sentido del tacto. Lo que parte como el triste relato de una infancia condicionada por un desperfecto anatómico, va derivando en una complicada constelación familiar. A diferencia de la miserable infancia de Herbert, errabunda y llena de carencias, la narradora de El cuerpo en que nací crece en un hogar pequeñoburgués donde no falta el dinero, aunque como en todo ecosistema familiar, hay monstruos dormidos bajo la superficie. En su intimidad, la historia de Nettel refleja esa sui generis infancia que hemos vivido los nacidos en los setenta, hijos de padres en transición entre un mundo que deseaba (sin mucho éxito) romper las ataduras con el pasado. Seres que nunca aprendieron a ser adultos. Los padres de la narradora la juegan de modernos, de progresistas y liberados, aunque al final la cacería de sus deseos reprimidos acabe naufragando en perjuicio de sus hijos. Aunque le falta la crudeza y la brutalidad del relato de Herbert, El cuerpo en que nací derrocha sensibilidad. Dentro de la novela, la de Nettel es una confesión en el diván de una psicoanalista. Un monólogo largo que sin embargo fluye dulce, diría hasta musical. Es la suya una prosa elegante, precisa, limpia y casi minimalista. En la narrativa de Nettel el cuerpo puede transformarse en frasco, envase, bolsa o imperfecta estructura que contiene algo en su interior. Un envase accidental que sin embargo nos condiciona, como nos condiciona y nos marca ese otro accidente llamado familia, con cuyos errores y sueños frustrados deben cargar los hijos. Ignoro si semejantes ejercicios de brutal honestidad autobiográfica sean el único presente posible para la narrativa mexicana y si el único camino futuro de los escritores sea desnudarse y confesarse, pero lo cierto es que en su poética estas narraciones nos palpan en las llagas del alma. A la novela de aventuras y chicas guapas llega un momento en que le digo: me entretienes, pero no te creo. A Nettel y a Herbert en cambio les creo y dan la impresión de mirarme a los ojos. Parece que la híbrida narrativa autobiográfica supera a la ficción pura. Verano de Coetzee y Diario de Invierno de Auster, por ejemplo, están entre lo mejor que han parido este par de novelistas. Acaso todo escritor del universo solo desea contarnos su vida, aunque para ello se valga de mil y un disfraces. No sé qué sigue para Herbert y Nettel, pero intuyo que este par de libros exorcismo han marcado un umbral.

Sunday, April 28, 2013

Es el suyo un rostro o una estampa de otra época. O lo que concebimos y estereotipamos como el rostro y la estampa de esa época. Un rostro y una estampa cuyo hábitat natural es una foto en blanco y negro. Esa cara no es propia de una imagen a color. Alcides Edgardo Ghiggia; invierno austral de 1950; 23 años y medio de edad; bigotito de filme con Jorge Negrete o Pedro Infante; ceja poblada; copete cayendo sobre la frente. Hay algo pícaro y seductor en esa imagen. Lo imagino como un compadrito orillero en milonga porteña; un muchacho de antes; un tanguero de guardia vieja, aunque los muchachos de antes y los tangueros de guardia vieja hayan vivido su apoteosis medio siglo antes del mundial brasileño.

Las arbitrariedades de la posteridad también afectan a los personajes de ficción. La primera parte de Don Quijote de la Mancha tiene 52 capítulos; la segunda 74. Capítulos ricos en diálogos, aventuras, reflexiones y entremeses; pasajes fascinantes destinados a ser recordados únicamente por los verdaderos lectores de la obra. Del castillo de los duques, Clavileño, la barca encantada, la Cueva de Montesinos, el Caballero de los Espejos, Ginés de Pasamonte, la Historia del Cautivo, Cardenio y Lucinda, la Sierra Morena nadie hablará nada. Para el millón de no lectores del Quijote, que citan la obra sin haber tenido siquiera la intención de algún día echarle un ojo, todo se reduce a un mínimo e intrascendente pasaje de página y media donde el caballero embiste a unos molinos de viento que ha confundido con gigantes. Para la cultura popular ese es el momento cumbre que sintetiza la obra y su esencia. Quijote y molinos; matrimonio indisoluble; vínculo irrompible que podemos apreciar en esos cuadros o esculturas rimbombantes que adornan los despachos de pretenciosos abogadetes expertos en citar frases que Cervantes nunca escribió. Don Alonso no está solo en su arbitraria posteridad. También el pobre Hamlet debe resignarse a ser un príncipe loco hablándole a una calavera ante quien pronuncia una y otra vez el “ser o no ser”, que según el poeta Tomás Segovia no deriva en el “he ahí el dilema” o “esa es la cuestión”, sino en “de eso se trata”. Toda memoria es injustamente selectiva. Ninguna historia es capaz de dimensionar el tamaño del olvido y ningún personaje es capaz de gobernar los designios de la posteridad. Héroes o villanos colgados por la eternidad de un minuto; de esa absurda alineación de astros capaz de colocarnos en el momento y el lugar indicados que sellarán su pacto con el infinito. Tamaña injusticia no es solamente obra de la liturgia mediática y sus designios. Tu vida misma y lo que de ella crees recordar, son tres o cuatro minutos mostrencos; un olor, una melodía, una imagen pesadillesca. El primer beso torpe y baboso de tu adolescencia; el dolor de tu brazo partido en esa absurda caída; tu premio de empleado del mes en McDonalds; la muela arrancada por un dentista tosco; tu hijo chorreado fluido de placenta en la maternidad; el médico advirtiéndote de las maldades de esa enfermedad crónico-degenerativa que va a matarte. Tú recuerdas eso, pero ante unas cuantas personas para las que tu cara y tu nombre pueden llegar a significar algo, lo que sobrevive es una anécdota aun más absurda; unas palabras estúpidas que no recuerdas haber pronunciado (y que tal vez ni siquiera pronunciaste) una travesura ridícula o tu pelo ingobernable en la foto de grupo que te recordará ese compañero de la secundaria a quien muchos lustros después encontraste en un elevador. Y la vida es eso: un océano de olvido, un cofre de anécdotas que yacen refundidas en algún pozo del subconsciente. El irremediable naufragio de la memoria que algunos intentamos sin éxito conjurar mientras desparramamos palabras.