De todo aquello sobrevive la piedra. Dura roca de montaña color plata. Hay arcos, una terraza y (así lo suponemos) café. Es en realidad un centro comercial, con algo de artesanía (seguramente podían encontrarse máscaras como las de la escalera). De cualquiera manera la fascinación yacía en lo improbable, en la certeza de que no habría mapa ni brújula capaz de hacerme a retornar a un sitio a donde arribé –fíjese usted nomás el detalle- en bicicleta. ¿Dónde exactamente queda este rincón urbano? No lo sé, pero brotó del monte, de un paseo de mountain bike donde la cuesta abajo sin sudor se impuso a cualquier noción de sufrimiento. Un paseo capaz de recordarme lo feliz que he llegado hacer arriba de una bici. La escapada ciclista se remontaba en realidad a un día específico, aquel de un compañero cuyo nombre he olvidado y alguna evocación a Alfa Irina, que no estuvo presente y esos fotógrafos de El Norte que sin ser parientes compartían un apellido improbable. En duermevela pensé en Sosa, pero solo ahora llega puntual el Ordaz (olvidé aquello que he olvidado). Y así me la llevo yo, explorando inexplorados, improbables y acaso inexistentes oasis urbanos y de esos hay miles, como es Otay Chipinque con su iglesia a lo Virreyes o esas alturas de burguesito en alguna colonia llamada Bosques de no sé qué chingados en una ciudad plena de escondrijos duermeveleros aferrados a brotar como si tal cosa en cualquier errante madrugada.