Eterno Retorno

Wednesday, November 24, 2010




Tal vez fue por haber crecido en un lugar donde el Infierno solía materializarse cada verano, pero desde muy pequeño ambicioné conocer la tundra. Recuerdo un mapa escolar en donde aparecían marcados por colores los ecosistemas, y la tundra estaba marcada en blanco y cubría la mitad de la Península del Labrador en Canadá. La duda me carcomía: ¿dónde exactamente se marca la frontera entre un ecosistema y otro? ¿Es una frontera tan perceptible como la de México y Estados Unidos? ¿Hay algún señuelo que indique que ha terminado el bosque de coníferas y ha comenzado la tundra? ¿En algún lugar termina la selva y comienza el desierto? ¿Dónde puedo ver a los ríos desembocar en el mar? Sí, el asunto de los ecosistemas me impresionaba de pequeño y a la fecha me sigue obsesionando un poco. El espacio y los viajes interplanetarios, tan en boga por aquello del Jedi y todos los caudillos intergalácticos que bombardearon a los pequeños ochenteros, nunca me llamaron gran cosa. Lo mío estaba en el planeta Tierra aunque nunca en el lugar donde yo estaba parado.

Muchas veces aluciné con caminar sin parar rumbo al Norte, siempre hacia el Norte, hasta que llegaría el momento en que cruzaría la mítica frontera entre el bosque de coníferas y la tundra. En la tundra, leía, no hay bosques. Sólo líquenes y árboles enanos. Una estampita escolar mostraba un esquimal caminando con un reno al pie de unas montañas nevadas sobre un prado verde en donde los hielos se derretían. Al extremo Norte aguardaba el ártico indómito y misterioso. Témpanos en las tinieblas, costas heladas y bueyes almizcleros en playas blancas. Cumplí mi sueño un día de noviembre de 1996 cuando en una tarde de tinieblas cerradas, caminé solitario por una desolada avenida de Reykjavik, Islandia en busca de un hostel de diez dólares la noche, atendido por un hondureño en donde durante tres noches yo fui el único huésped. Noche islandesa donde lo más barato fue comprar un salmón crudo y entero en un tendajo y alucinar sagas frente a la estatua de Leif Eriksson.

En la niñez los días eran eternidades y las horas transcurrían a paso de tortuga. Los espacios eran descomunales vastedades donde cabía el infinito. Lo eterno yacía también en los libros. Eran largos, inabarcables y capaces de reinventarse una y otra vez. La patria de mi infancia fue un jardín pero también un montón de enciclopedias de animales que daban sentido a mi vida. Coleccionar enciclopedias, ir juntando números y aguardar la llegada de la semana o la quincena siguiente para ver la nueva portada, era la llama de mis días. La enciclopedia española de la Fauna, la del amigo Félix (Rodríguez de la Fuente) la vendían en el Astra y Autodescuento. El primer número tenía en la portada un chita y el segundo unas jirafas. La mayoría de los niños compró hasta el Tomo 5, pues era el requisito indispensable para participar en la rifa de algunas mascotas (que nunca nadie se ganó) Yo, obvia decirlo, coleccioné hasta el número 12. La también española Enciclopedia Bruguera de la Vida Animal tenía 18 tomos, pero esos me los regalaron completitos una Navidad. El tomo 18 tenía en la portada un cisne y era en realidad un diccionario enciclopédico ordenado en riguroso orden alfabético, a diferencia de La Fauna, que se dividía por ecosistemas. Poseía también la enciclopedia (española había de ser) Vida íntima de los animales, que nos revelaba indiscreciones e intimidades inconfesables de toda clase de bestezuelas (¿o a qué se referían exactamente con vida íntima?) Divididos por ecosistemas, esta enciclopedia no incluía fotografías; sólo dibujos y tras la descripción de cada animal, aparecía la leyenda “sabíais que…” con algún dato curioso de la bestezuela en cuestión.
Había un libro de ciencias naturales o fenómenos de la Tierra en cuyas páginas finales aparecía el dibujo de una carretera empapada en un atardecer. Un carro avanzaba entre paraderas y granjas bajo la lluvia. Había también un horizonte negro y un arco iris o auroras boreales. Cuando avanzo por la carretera escénica bajo la lluvia helada de noviembre, siento ser un habitante de las páginas de ese libro

Frío en Mexicali ¿acaso cae nieve en el Infierno? Los días son apenas una caricia de luz moribunda y La Rumorosa te escupe en la cara su aliento helado. ¿Habrá tiempo de recordar algún día este noviembre? A la noche le corre prisa por desparramarse entre calles desoladas. Aguardar, intuir, acechar; creer que a la vuelta de la esquina de estos tiempos rudos aguarda algo más.

Patinar en los labios del abismo, presagiar oscuridades y lagunas negras del otro lado de la frontera; negras lagunas habitando en la casa de tus sueños, en tus despertares de insomne madrugada. En tus sueños ocultas cadáveres bajo escaleras y cruzas fronteras. En tus sueños huyes y horrorizas, eres víctima y demonio a la vez, rostro en la ventana, figura volante.
De pronto, sueñas el sueño de un ser ancestral. En la vigilia sueñas lo que alguien ha soñado hace milenios.

Tuesday, November 23, 2010


Un pajarero de la Divina Providencia pasea sus aves por la Tijuana profunda

Historia de un Porvenir

Por Daniel Salinas Basave

Tal vez lo más fascinante de la adolescencia, es saber, o acaso intuir, que se tiene todo el futuro por delante y que los mejores años están apenas por llegar. Como urbe adolescente que es, Tijuana intuye que el libro de su porvenir tiene muchas más páginas que el de su pasado. Por ejemplo, en un libro de historia de Guanajuato o Puebla, se pueden escribir cientos o miles de páginas con varios capítulos dedicados tan sólo al auge de la minería o el arte barroco en el Siglo XVII, mientras que para Tijuana, la era virreinal entra, si acaso, en el capítulo de la antropología o la historia natural, pues salvo por Junípero Serra o los cucapáh, no hay demasiadas efemérides que narrar de aquellos años en nuestra tierra. Hay ciudades esclavas de su pasado que lo único que pueden ofrecer, es lo que ocurrió hace siglos y hay ciudades cuya mayor riqueza yace en el futuro. De ahí que el primer gran acierto de este nuevo libro sobre Tijuana, sea su nombre, “Historia de un Porvenir”. Atinadamente, el doctor David Piñera se refirió a aquel concepto del historiador francés Marc Bloch en el sentido de que aún en el pasado más remoto, yace en incubación el embrión del futuro. Tijuana, dicen sus detractores, no tiene historia y fuera de Juan Soldado, los filibusteros de 1911 y la leyenda del Casino Agua Caliente, no hay mucho para contar en torno al pasado de esta tierra. Obvia decir que Tijuana es mucho más que el casino, los filibusteros y la barra más larga del mundo, pero aún dentro de lo fascinante que resulta la diversidad y los contrastes del Siglo XX tijuanense, la realidad es que el néctar de esta historia radica en la sospecha de un futuro que pinta prometedor.
El libro “Tijuana, Historia de un Porvenir” coordinado por Manuel Acuña Borbolla y Mario Ortiz Villacorta, que se presentó la noche del lunes en el Cecut, tiene la vocación y el espíritu enciclopedista de las grandes obras del Siglo de las Luces o de los volúmenes de los cronistas eclesiásticos de la conquista espiritual. Cuando el jesuita Francisco Xavier Clavijero escribió su Historia Antigua de México, se ocupó de botánica, zoología, orografía y otras tantas materias antes de entrarle de lleno a narrar la historia de las civilizaciones precolombinas. Pues bien, “Tijuana, Historia de un Porvenir” arrastra consigo esa esencia dieciochesca en su vocación “todóloga”. Lo monumental de la obra impresiona desde el momento en que uno toma en sus manos el libro y siente su peso. Aclaro que esta columna, que escribo al amanecer a bordo de una camioneta mientras me traslado de Tijuana a Mexicali, no pretende ser una reseña, pues aunque soy rápido para leer, no creo que haya poder humano que pueda concluir en un par de días la lectura de semejante mastodonte editorial. Pero realizando un vuelo de pájaro por todos sus capítulos y conociendo la calidad de la pluma y la estatura intelectual de algunos de los autores, podemos concluir que “Historia de un Porvenir” es una obra ambiciosa hasta el extremo, que juega fuerte y apuesta a lo grande. La comparación es odiosa, lo sé, pero al menos por dimensiones físicas, “Tijuana, Senderos en el Tiempo”, obra que los mismos coordinadores trabajaron en el XVIII Ayuntamiento, acaba por parecer boceto o esbozo frente a semejante titán. Más allá del obvio gigantismo físico, el sólido aporte intelectual de la obra se defiende solo. La calidad de la impresión y la nitidez de la fotografía, los mapas y las ilustraciones sorprenden a primera vista. Por fortuna, la diversidad del índice y la calidad de algunas de las firmas permiten presagiar, con sólidos argumentos, un libro que vaya mucho más allá de un adorno de centro de mesa (aunque por desgracia, para la mayoría de los políticos, vocacionalmente incultos y reacios a la lectura, el libro no pasará de ser ornato en sus oficinas) Desde un repaso a las plantas nativas del Río Colorado al infaltable paseo por las misiones, pasamos por la lejana y no tan desapercibida Independencia en un texto sin desperdicio de David Weber. Hasta el mismísimo Alexander Dumas, creador de los Tres Mosqueteros, se coló en este libro con una crónica de la Batalla de San Pascual. David Piñera y Zepeda profundizan con solidez intelectual en el tema insurgente en Tijuana, mientras que el tema de la rebelión o invasión, magonista o filibustera, de 1911, es abordado como lo que es: una inagotable polémica. Tenemos también un poco de microhistoria al adentrarnos en la evolución del decadente Callejón Z y un gran texto, que tuve la oportunidad de leer con anterioridad, sobre la Zona Este de Tijuana escrito por mi buen amigo Gabriel Rivera. El libro cierra con textos muy técnicos a cargo de expertos en planeación urbana como Luis Duarte del Implan y Manuel Guevara, que con chambita asegurada en el ayuntamiento priista, escribe sobre Valle de las Palmas como el gran futuro tijuanense.
Por haber dinero público de por medio, los malpensados, obvia decirlo, estarán a la orden del día y cuestionarán el “despilfarro” de Jorge Ramos en esta obra. Bibliófilo como soy, sólo puedo decir al respecto que dinero convertido en libros es (casi) siempre una buena inversión. Si bien me quedo con un “sin embrago” frente a la utilidad o real necesidad del egocéntrico libro sobre el programa de repavimentación que editó la comuna, frente a este libro de Historia sólo puedo afirmar que lo que haya costado, se invirtió muy bien, pues se traduce en un volumen que por sí mismo es historia y es un auténtico legado para Tijuana. Vaya, si a nivel nacional lo peor del Bicentenario fue el horrendo coloso, lo mejor fue regalarle a más de 20 millones de hogares mexicanos el libro “Viaje por la Historia de México” de Luis González. Pues bien, no creo pecar de exagerado si afirmo entre las más destacadas obras del ayuntamiento saliente ya destaca este libro que en unas cuantas semanas prometo diseccionar con un análisis que vaya más allá de este vuelo de pájaro. Lo único que lamento, es que no es un libro que pueda llevar bajo el brazo para leer en salas de espera y trayectos como me gusta.
PD- Lectores de Mexicali: este jueves 25 de noviembre Mitos del Bicentenario se presenta en el Ceart a las 19:00. Por allá nos vemos. DSB