Eterno Retorno

Sunday, November 24, 2019

Lluvia, la niña de la tierra, tenía una anatomía compacta, menudita y correosa. Fue siempre la más pequeña en la fila escolar y a los once años aparentaba menos de siete. Al entrar a la pubertad Lluvia era una especie de escuálida duendecita, una presencia casi etérea. Al verla podría atribuírsele una mórbida fragilidad anatómica y era fácil imaginar a un ventarrón cualquiera revolcándola en las alturas, pero los brazos de Lluvia, curtidos por mil y un paleos sobre yermos terrones, eran fuertes como los de un remero o beisbolista. Ruda como mata baldía, Lluvia corría como las liebres y fue por designio de su cuerpo la campeona insuperable de juegos como “la traes” o los quemados. Alcanzarla en una carrera o encontrarla en un escondite fue siempre misión imposible. Veloz, huidiza y correosa, Lluvia se las arreglaba para desparecer entre improbables recovecos. No fue la suya una feminidad de muñequitas y en su adolescencia brillaron por su ausencia los idealizados galanes o los ridículos chambelanes de baile quinceañero. No le interesaban los novios, pero sí los compañeros de correrías subterráneas. Isauro Núñez, un joven integrante de Topos México - la organización rescatista surgida a raíz del terremoto de 1985- se convirtió en su cómplice y mejor amigo, pues también él amaba los túneles y los pozos y tenía herramienta profesional para cavarlos. Juntos lograron construir auténticos refugios subterráneos y pasadizos que habría envidiado el Chapo Guzmán. Les gustaba meterse furtivamente a antiguas construcciones y casas abandonadas en donde intuían poder encontrar desvanes o sótanos. También les daba por explorar clandestinamente las vías subterráneas del metro. Fue al fondo de un viejo pozo de agua en el jardín de una casona abandonada en la calle Aramberri, donde Lluvia e Isauro dieron con una bóveda subterránea. Aunque al principio aquello parecía una madriguera de tuza, bastó con cavar un poco para dar con un espacio en donde una persona de la estatura de Lluvia casi cabía de pie. Lo que jamás imaginó, fue un pasadizo horizontal que se extendía por más de dos kilómetros. En su periplo, encontraron al menos ocho cráneos –tres de ellos de infantes- y fragmentos de osamentas desperdigadas. También joyería sacra, dos floretes y un gabán. La leyenda del Obispado era real. Cuando Lluvia llegó a la edad adulta, sin que su estatura y complexión se modificaran un ápice, Monterrey había entrado en la era segregación vertical. El zar del cemento, Livio Valenciano, había construido una urbe aérea en la zona oriente de San Pedro y ahora amenazaba con replicarlo en otras áreas de la ciudad. En sociedad de por sí clasista, la gran pirámide social se dividía, ahora sí en el sentido más literal, en arriba y abajo. Los que vivían a ras de suelo eran los marginados mientras en las alturas existía otra urbe inalcanzable e inaccesible para el común de los ciudadanos.

Si el horóscopo o las galletas chinas espetaran al chile y sin tapujos la negritud del futuro inmediato, habrían tenido a bien advertirme que una fatal alienación de astros o una suma de aleatoriedades hostiles acabarían de derrumbar los despojos de mi vida en tan solo una semana. Primero me dejó mi novia, o más bien dicho acabó de largarse sin que yo alcanzara hablarle de la enfermedad mortal que están a punto de diagnosticarme y cuyos inconfundibles síntomas me carcomen. Horas más tarde certifiqué oficialmente la defunción de nuestra revista científica tras una larga vida de dos ejemplares impresos y apenas ayer se presentó un abogado con facha de guarro para decirme que debo abandonar mi departamento en las próximas doce horas o atenerme a las consecuencias. Para mi buena fortuna anoche encontré en la cantina al tiburonero y ahora tengo un lugar a donde ir, ubicado a unas 215 millas náuticas de este puerto. Fuera de esos predecibles detalles todo marcha más o menos como siempre. Claro, siendo brutalmente honesto debo admitir que todas las cosas acaecidas en la última semana eran absolutamente predecibles y pronosticables. La nota en todo caso es que ocurrieran en fila, sin tiempo para acabar de digerirlas.