Antes de ser descubierta, navegada y explorada por los europeos, California
fue imaginada en el Viejo Mundo. Los mismos libros de caballería que hicieron
perder la cabeza a Alonso Quijano hasta convertirlo en Don Quijote, fueron
también los que alimentaron la imaginación de cartógrafos y exploradores,
quienes llegaron a recorrer la recién encontrada América.
El Amadís de Gaula y Las sergas de
Esplandián, clásicos de la caballería andante escritos por Garci
Rodríguez de Montalvo, fueron obras de cabecera en la ficticia biblioteca
de Alonso Quijano y lectura de viaje para personajes como Hernán Cortés y
Bernal Díaz del Castillo. Estos dos libros, que fueron el equivalente a
best sellers del Siglo XVI, se refieren a la California como una isla poblada
por gigantescas amazonas. El mito de esta misteriosa ínsula o el de las Siete
Ciudades, surgido también en la literatura caballeresca, alimentaron las
fantasías de no pocos exploradores, con mención honorífica a Hernán Cortés,
quien década y media después de haber conquistado Tenochtitlán, se obsesionó
con la exploración de California. Sabiamente lo expresa el escritor Jorge
Ruiz Dueñas: California era una palabra destinada a
hacer verdadera la geografía apócrifa del mundo, aún secreto y fantástico. La
dispersión de un nombre de leyenda metamorfoseado en territorio.
Sí, muchos de los primeros expedicionarios europeos fueron
lectores de libros de caballerías que imaginaban un mundo encantado a la medida
de sus ficciones, pero no tengo a la mano muchos ejemplos de escritores de
nuevas novelas caballerescas nacidas a partir de las experiencias vividas en
las nuevas tierras recién exploradas.
Mirando a las Islas Coronados en un claro mediodía de otoño
platico con el cronista e historiador Carlos Lazcano Sahagún, posiblemente el
mayor experto actual en materia de Antigua California. En su recién editado
libro, Hernán Cortés en California, incluye una secuencia de las
cartografías americanas y californianas,
cuando aún se creía que Japón estaba frente a Cuba, que Sudamérica era
una gran isla llamada Tierra de Santa Cruz o Nuevo Mundo, mientras la región del Labrador y Terranova
son mostradas como una extensión del noreste de China. Aún después de la caída de Tenochtitlán se
creía que viajando
por el Oeste se podía llegar por tierra hasta China. Las fantasías que poblaban
la imaginación de los exploradores españoles acabaron por manifestarse en los
mapas antes que en la literatura. La cartografía fantástica no dudó en incluir
monstruos marinos y abismos oceánicos en los paralelos no navegados. La
historia fantástica fue creada por cartógrafos y no por novelistas.
Lazcano Sahagún me dice con pleno convencimiento que la gran
meta de vida de Hernán Cortés no era la conquista de Tenochtitlán, sino la
conquista de la Mar del Sur y el hallazgo de la ruta que conduciría hasta Asia
por el Oeste. Eso fue su verdadera obsesión. El Cortés que explora la Mar del
Sur es ya un hombre de 50 años de edad que a cuestas tiene la conquista del
Imperio Azteca pero que se aferra a encontrar el mítico paso a la China y que
aún no tiene claras las dimensiones del Nuevo Mundo. Carlos me narra la
historia a partir de la progresión de los mapas, lo cual echa a volar mi
imaginación. ¿Sería imaginable una gran Odisea californiana? ¿Un
relato que combinara la ruta de navegación de Cortés, Ulloa o Rodríguez
Cabrillo con el mito de la Reina Calafia y las sierras pobladas
por gigantas?
Yo mismo he querido crear mi propio mito californiano en forma
de una falsa enciclopedia llamada Caterva de calafias y californios.
Si este ensayo trata sobre los intrincados caminos de la literatura nonata,
acaso pueda permitirme escribir sobre uno de mis proyectos eternamente
postergados. A falta de historiografía acaso sea momento de crear un hipotético
cronista y un tardío editor que muchos años después encuentra el manuscrito
perdido.
Con un guiño a Vidas imaginarias de Marcel Schwob,
a Historia
universal de la infamia de Borges o a Historias falsas de Goncalo M. Tavares, Caterva de calafias y californios está estructurado como un mentiroso
diccionario biográfico.
La historia comienza en el momento en que Ánimas Rocafuerte,
anciano vitivinicultor del Valle de la Trinidad y buscador de pinturas
rupestres y reliquias de misiones, decide conformar una enciclopedia más grande
aún que la de Diderot y D’Alembert en donde se narre la historia oculta de los
personajes que imaginaron y construyeron las Californias. Rocafuerte va armando
un rompecabezas con retazos de pinturas rupestres, viejos pergaminos, recortes
de prensa, testimonios, grafitis y ligas a sitios ocultos en la red profunda.
El diccionario arranca con la biografía de la mítica Reina
Calafia, amazona mayor de las Californias y la historia de Ginés de Larrazábal,
integrante de la expedición de Cortés por el Pacífico, que en el barco leía un
ejemplar de Las sergas de Esplandián y va construyendo en su cabeza la
California mitológica mientras navegan entre las islas. Aparece Juan Rodríguez
Cabrillo, Francisco Ulloa y el Padre Kino, primeros exploradores de la
Península y la Alta California, así como los corsarios chilenos y británicos
que invadieron San José del Cabo para jurar la independencia del territorio o
el aventurero William Walker, fundador de la fallida República de Sonora.
La secuela de la historia, denominada Nuevos mapas del limbo
transpeninsular, comienza cuando
Ánimas Rocafuerte, ya moribundo, encarga a la reportera Betina Ángeles el
rescate y compilación de unas crónicas viajeras que conformarán el segundo
bloque de la Enciclopedia apócrifa de las Californias. Betina relee los
testimonios, escritos cada uno de ellos por un viajero diferente y al
encontrarlos dispersos e incompletos, decide llenar ella misma los vacíos dando
rienda suelta a la imaginación o emprendiendo sus propios viajes en busca de
ruinas o vestigios que certifiquen la existencia de los sitios narrados.
Betina va narrando su propio periplo y el de los viajeros
ficticios mientras va describiendo los lugares, con sus habitantes y leyendas.
Lo que leeremos es su propia crónica testimonial como viajera, alternando con
los testimonios que va recopilando y construyendo. Aunque los sitios son reales
o en algunos casos legendarios, la ficción se impone a la realidad.
Junto con Betina
viajamos por las Islas Coronado y el legendario casino de Al Capone; La
Chinesca y sus fumaderos de opio ocultos en laberintos subterráneos; los
precipicios de La Rumorosa y su cofradía de fantasmas y aparecidos junto con su
mítico manicomio; la Isla de Guadalupe y su santuario de tiburones blancos; el
Foreign Club, el Nelson, el Casino Agua Caliente y los altares de la legendaria
Sodoma de los años 20; el gran desierto transpeninsular y el lenguaje de sus
piedras; la fiebre gambusina en la Ensenada decimonónica y el edén vinícola que
los prófugos rusos molokanos construyeron en San José de la Zorra.
El libro concluye con el ensanchamiento de la gran falla
geológica que acabará por desprender la península bajacaliforniana de la
plataforma continental, cuando la anarquía del subsuelo acabe por convertirnos
en la ínsula que concibió el reino de la imaginación.