Pasos de Gutenberg
Fiebre en las gradas
Nick Hornby
Anagrama
Por Daniel Salinas Basave
Hace un par de de siglos, un erudito británico llamado Thomas de Quincey conmocionó a las buenas conciencias victorianas con la publicación de sus “Confesiones de un opiómano inglés”.
En su obra, De Quincey narraba en pulcrísima prosa sus experiencias como adicto al opio y con su docto estilo exponía sin tapujos las delicias e infiernos de su vicio.
Ahora caen en mis manos las confesiones de otro británico que habla con brutal honestidad sobre su terrible adicción, una adicción que por cierto (y por experiencia de quien esto escribe) puede ser mucho más potente que el opio: El fútbol.
Nick Hornby se abre de capa y con total sinceridad lo confiesa desde el primer párrafo: “Me enamoré del fútbol tal como más adelante me iba a enamorar de las mujeres.”
“Fiebre en las gradas” está considerado por la crítica como la mejor pieza de literatura futbolística jamás escrita y la verdad es que razón no les falta.
Aunque no da ni para llenar un librero, existe una interesante bibliografía de literatura futbolera en donde una trilogía perfecta sería “Futbol a Sol y sombra” de Eduardo Galeano, el cuento “19 de diciembre de 1971 de Roberto Fontanarrosa” y “Fiebre en las gradas” de Nick Hornby . Bajo mi criterio, esos tres se llevan el premio a los mejores piezas
La verdad es que entrando en el terreno de lo personal, Hornby podría ser mi hermano, mi alma gemela, pues lo comprendo a la perfección. Cuando narra cómo se aficionó al Arsenal londinense y cómo tras 20 años su fidelidad no decrece ni mengua pese a decenas de fracasos y cientos de partidos aburridos, siento que está hablando de mi propia vida (sólo haría falta trasladar al Arsenal a la camiseta de los Tigres de la UANL, un equipo que colecciona diez veces más fracasos y sinsabores que los cañoneros británicos)
Su libro es toda una declaración de principios, una confesión de amor y obsesión de parte de un aficionado que asume su absoluta e irremediable debilidad hacia su equipo, el Arsenal de Londres.
Lo que hizo Hornby no es poca cosa: Creó la primera gran obra literaria en donde el aficionado al futbol es el personaje principal. Más allá de la épica futbolera y la poesía del balón, de la alabanza al crack y la mitificación de la gesta deportiva, Hornby habla en primera persona y con un humor deliciosamente británico del fanático, de sus penurias, hazañas y debilidades, a menudo no comprendidas por aquellos que no comprenden lo que está adicción significa. El aficionado fiel, incondicional y resignado es después de todo un héroe anónimo, ignorado por todos menos por las finanzas de los clubes.
Lo mejor de este libro, ni duda cabe, es el humor, el sarcasmo total con que Hornby es capaz de burlarse de sí mismo. Lo suyo no es, por supuesto, un rasgado de vestiduras sobre los estragos que una afición puede causar. Tampoco son las oscuras confesiones de un “hooligan” británico, pues Horby es un aficionado bastante pacífico, aunque no por ello es tibio o light. De hecho es capaz de faltar a la boda de un gran amigo porque esa noche juega el Arsenal o de lamentar más la pérdida de un gran jugador que la primera ruptura amorosa de su juventud o de estar mucho más preocupado por el resultado los “Cañoneros” en la final de la Copa Inglesa que por su admisión a la Universidad de Cambridge.
Creo que este libro puede cumplir un doble propósito: Por una parte, puede ser un atractivo anzuelo para atraer a los terrenos de la literatura a esos miles de aficionados futboleros cuya única lectura son las revistas especializadas en el deporte. Pero por otra parte, puede ser el vehículo que transporte a la cancha a aquellos hombres de letras que, al igual que Jorge Luis Borges (sin duda el más celebre detractor del futbol), sólo ven vulgaridad y embrutecimiento en el deporte de las patadas, cuando en realidad hay arte, poesía y deleite en estado puro, pues el futbol es una de las cosas por las que la vida vale la pena ser vivida.
Fiebre en las gradas
Nick Hornby
Anagrama
Por Daniel Salinas Basave
Hace un par de de siglos, un erudito británico llamado Thomas de Quincey conmocionó a las buenas conciencias victorianas con la publicación de sus “Confesiones de un opiómano inglés”.
En su obra, De Quincey narraba en pulcrísima prosa sus experiencias como adicto al opio y con su docto estilo exponía sin tapujos las delicias e infiernos de su vicio.
Ahora caen en mis manos las confesiones de otro británico que habla con brutal honestidad sobre su terrible adicción, una adicción que por cierto (y por experiencia de quien esto escribe) puede ser mucho más potente que el opio: El fútbol.
Nick Hornby se abre de capa y con total sinceridad lo confiesa desde el primer párrafo: “Me enamoré del fútbol tal como más adelante me iba a enamorar de las mujeres.”
“Fiebre en las gradas” está considerado por la crítica como la mejor pieza de literatura futbolística jamás escrita y la verdad es que razón no les falta.
Aunque no da ni para llenar un librero, existe una interesante bibliografía de literatura futbolera en donde una trilogía perfecta sería “Futbol a Sol y sombra” de Eduardo Galeano, el cuento “19 de diciembre de 1971 de Roberto Fontanarrosa” y “Fiebre en las gradas” de Nick Hornby . Bajo mi criterio, esos tres se llevan el premio a los mejores piezas
La verdad es que entrando en el terreno de lo personal, Hornby podría ser mi hermano, mi alma gemela, pues lo comprendo a la perfección. Cuando narra cómo se aficionó al Arsenal londinense y cómo tras 20 años su fidelidad no decrece ni mengua pese a decenas de fracasos y cientos de partidos aburridos, siento que está hablando de mi propia vida (sólo haría falta trasladar al Arsenal a la camiseta de los Tigres de la UANL, un equipo que colecciona diez veces más fracasos y sinsabores que los cañoneros británicos)
Su libro es toda una declaración de principios, una confesión de amor y obsesión de parte de un aficionado que asume su absoluta e irremediable debilidad hacia su equipo, el Arsenal de Londres.
Lo que hizo Hornby no es poca cosa: Creó la primera gran obra literaria en donde el aficionado al futbol es el personaje principal. Más allá de la épica futbolera y la poesía del balón, de la alabanza al crack y la mitificación de la gesta deportiva, Hornby habla en primera persona y con un humor deliciosamente británico del fanático, de sus penurias, hazañas y debilidades, a menudo no comprendidas por aquellos que no comprenden lo que está adicción significa. El aficionado fiel, incondicional y resignado es después de todo un héroe anónimo, ignorado por todos menos por las finanzas de los clubes.
Lo mejor de este libro, ni duda cabe, es el humor, el sarcasmo total con que Hornby es capaz de burlarse de sí mismo. Lo suyo no es, por supuesto, un rasgado de vestiduras sobre los estragos que una afición puede causar. Tampoco son las oscuras confesiones de un “hooligan” británico, pues Horby es un aficionado bastante pacífico, aunque no por ello es tibio o light. De hecho es capaz de faltar a la boda de un gran amigo porque esa noche juega el Arsenal o de lamentar más la pérdida de un gran jugador que la primera ruptura amorosa de su juventud o de estar mucho más preocupado por el resultado los “Cañoneros” en la final de la Copa Inglesa que por su admisión a la Universidad de Cambridge.
Creo que este libro puede cumplir un doble propósito: Por una parte, puede ser un atractivo anzuelo para atraer a los terrenos de la literatura a esos miles de aficionados futboleros cuya única lectura son las revistas especializadas en el deporte. Pero por otra parte, puede ser el vehículo que transporte a la cancha a aquellos hombres de letras que, al igual que Jorge Luis Borges (sin duda el más celebre detractor del futbol), sólo ven vulgaridad y embrutecimiento en el deporte de las patadas, cuando en realidad hay arte, poesía y deleite en estado puro, pues el futbol es una de las cosas por las que la vida vale la pena ser vivida.