Un día escribí un cuento llamado Dilemas de zurdos y fachos en donde puse frente a frente a dos personajes llamados Arno y Gaulterio. El primero es un anarco-punk seguidor del equipo Livorno y el segundo un fascista cabeza rapada aficionado a la Lazio. Siempre ha llamado mi atención la filia o fobia pseudo-ideológica que va aparejada a las hinchadas radicales de algunos equipos del futbol europeo. Mi idea en el cuento fue jugar con el absurdo y el sinsentido del fanatismo político en fatal combinación con la pasión futbolera, mostrando dos personas que se creen opuestos radicales pero que en realidad tienen muchísimas más cosas en común de las que ellos creen. Hoy a la distancia creo que ese cuento pudo fácilmente llamarse dilemas de chairos y fifís o dilemas de populistas y neoliberales o de trumpistas y demócratas. El mundo de hoy se ha vuelto sectario. A Gaulterio, a Patrick y a muchísimas personas a mi alrededor la vida no les sonríe. Su existencia es un paulatino naufragio, una colección de sueños rotos (que todos en mayor o menor medida arrastramos). Como la vida no solo no les sonríe sino que a menudo les escupe, Gaulterio, Patrick y tantísimas personas a mi alrededor necesitan depositar su fe en algo. Los políticos con discursos rijosos y extremistas son ideales para todo aquel que alberga un resentimiento o una frustración. También las religiones que ofrecen redención instantánea. Sin embargo, lo verdaderamente potente, adictivo y peligroso es la adhesión incondicional a un credo que tiene muy bien identificado un adversario a quién odiar. Puede que no tengas muy bien definidas las ideas o causas que en teoría defiendes, pero tienes clarísimo a quién debes odiar: odiar a muerte a los migrantes de piel oscura; odiar a los defensores de la diversidad sexual; odiar a los blancos heteropatriarcales y machistas; odiar los fifís prianistas emisarios de la mafia del poder; odiar a los chairos retrógradas e ignorantes; odiar a los musulmanes exportadores de terroristas; odiar a las feminazis rijosas; odiar a los Tigres; odiar a los Rayados; odiar a los ateos; odiar a los cristianos; odiar a los periodistas chayoteros; odiar el reguetón; odiar el metal; odiar a alguien que es mucho más parecido a ti de lo que crees; odiarte a ti mismo cuando te miras al espejo. Nada más peligroso que el odio en masa. Creo que esa es la mecha que hace estallar los más aberrantes crímenes de la humanidad, el mismo sentimiento que desató el holocausto y la masacre de El Paso. Odiar en paquete a miles de seres que no conoces. Odiar porque en realidad te odias a ti mismo y tienes miedo, muchísimo miedo. Yo sé que cierta dosis de rabia e ira son necesarias para navegar en la vida (yo necesito la rabia para escribir), pero el odio ciego apesta. Si algo me ha quedado claro después del accidente, es que en la vida se pierde demasiado tiempo odiando y esparciendo mala entraña. Yo quiero eso fuera de mi vida.
Tuesday, August 06, 2019
Se llama Patrick y la vida no le sonríe. Tiene 21 años y vive en el sur de Texas. Pelo corto, lentes descomunales y un rostro que refleja horas eternas de pantalla y puñeta. Se siente identificado con los supremacistas de MAGA y por ahora esa es la única tabla a la que puede aferrarse en el gran naufragio que es su vida. Lo demás es mierda pura, un escupitajo en su cara, un confinamiento en la casa de sus abuelos en algún infiernito texano. Imagino muchísimas horas muertas, un ritual de sinsentido.
Por ahora digamos que es oficialmente desempleado y que su existencia no tiene incentivo alguno. Patrick cree merecer más, mucho más que compulsivos onanismos e incomprensión. Patrick quiere importar, trascender, acaso ser temido pero sucede que Patrick tiene miedo, mucho miedo y lo peor es que a su temor le da por disfrazarse con la máscara del odio y a él solo el odio puede redimirlo. Su odio es su bálsamo y su combustible. Observamos su foto y la sensación es que todos los días nos cruzamos con gente como él. No vino de otro planeta ni es una aberración mitológica con lava en lugar de sangre. No. Es solo un gringuito puñetas de nuestro tiempo, un pendejete sin atributo alguno al que nunca voltearás a ver.
Hace algunos meses Patrick no podía comprar legalmente una cerveza o un cigarro, pero en su lindo país puede comprar sin problemas un fusil de asalto de altísimo poder que sin duda no pensaba utilizar para cazar codornices o jugar tiro al blanco. Patrick conduce nueve horas por la inmensidad de la carretera texana. Nueve horas para poder platicar largo y tendido con sus mil y un demonios internos. Nueve horas de desierto y cielo azulísimo como para dar rienda suelta a su diálogo interno. Si a mí me lo preguntan, me interesaría poder reproducir el casete interno de un hombre miserable y acomplejado que está a punto de masacrar a decenas de inocentes de los que no sabe absolutamente nada. Creo que en ese diálogo interno está la clave. ¿Dudó, caviló, se cuestionó o acaso estaba fatalmente decidido? ¿Qué clase de gusanos se arrastran por las neuronas de alguien decidido a matar inocentes? No sabe qué vidas destrozará; las que la aleatoriedad ponga delante de su fusil. Odio gratuito, odio ciego. Destrozar cuerpos, apagar vidas. Matar por el solo hecho de existir, porque según él perteneces a otra raza e invades su país. ¿Y después? La nada, el abismal vacío de una época que ha hecho del odio su liturgia. Por herencia quedan las dudas, la desolación y una sola certidumbre: volverá a ocurrir. Ellos están en todas partes.
Sunday, August 04, 2019
Ya no soy el lector que fui. El cuervo de la dispersión me ha cubierto entre sus alas. Tal vez si sumamos páginas o palabras el resultado es que leo tanto como antes, pero ahora lo hago de forma dispersa e inconexa. Con todo lo caótica y catastrófica que fue mi adolescencia y temprana juventud, debo admitir que a los 18 o 20 años era un lector mucho más ordenado, constante y disciplinado que ahora. Agotaba autores y obras y no soltaba una novela hasta llegar a la última página y solo entonces comenzaba con otras. Fue la época en que me leí todo Fuentes, Gabo, José Agustín, Milan Kundera, Saramago, Revueltas. Inmerso en la locura del 94 me chuté entero el Doktor Faustus de Thomas Mann y los Versos Satánicos de Rushdie. Las novelas más largas que he leído les leí siendo un veinteañero.