Mis años veinte habrían sido harto distintos sin la compañía de esos cuatro fantásticos.
Nevaba aquella mañana en la turbulenta Praga del 68 cuando tres friolentos latinoamericanos – un colombiano,
un argentino y un mexicano- bajaron del
tren. En la estación los aguardaba su colega checo, que estaba en proceso de
convertirse en un apestado para el régimen comunista. Los tanques soviéticos tenían
ocupada Checoslovaquia, pero la Unión de Escritores se mantenía rebelde e indómita. Fue uno de sus integrantes más
inquietos, un tal Milan Kundera de 39 años de edad, quien tuvo la idea de invitar
al trío latinoamericano a su país. Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y
Carlos Fuentes pasaron una semana inolvidable en Praga en un momento único e
irrepetible de la historia del mundo y de sus vidas. Gabo había publicado Cien años
de soledad un año antes al mismo tiempo que Kundera daba a luz a La
broma. Sus vidas no volverían a ser las mismas después de esos libros. Carlos Fuentes acababa
de publicar Cambio de piel mientras Cortázar cumplía cuatro años de poner
al mundo a jugar Rayuela y acababa de publicar 62 Modelo para armar.
Milan, Gabo y Carlos eran casi de la misma edad. Julio, el abuelo del cuarteto,
les llevaba década y media. En cualquier caso, esos tardíos
sesenta marcaron el punto de inflexión en sus vidas.
Kundera, siempre enamorado de Cervantes, se volvió un gran lector del Boom
latinoamericano al que nunca dejó de tributar en sus ensayos. Junto a sus
tótems sagrados – Rabelais, Cervantes, Kafka- Milan siempre le encendió una vela a la
literatura latinoamericana. Cuando tuvo que salir corriendo de Checoslovaquia
en 1975, una de las pocas pertenecías que se llevó consigo fue la edición de Cien años
de soledad que Gabo le regaló en aquella ocasión. Poco después, Carlos
Fuentes prologaría la primera edición en español de La vida está en otra
parte editada por Seix Barral. La amistad se mantuvo. En una de las últimas
fotos que le tomaron a Milan Kundera en vida, se le ve caminando por París del
brazo de Silvia Lemus, la viuda de Fuentes.
De ese cuarteto que compartió más de un tarro de deliciosa cerveza checa e
intercambió libros frente a la torre del viejo Reloj Astronómico, el primero en morir fue Cortázar, en 1984, y el último fue Kundera, que murió ayer. Ahora
que lo pienso, a ese cuarteto lo leí obsesivamente a principios y mediados de
los 90. En el umbral de mis primeros veinte, Gabo, Kundera, Cortázar y Fuentes
eran mis compañeros de viaje casi omnipresentes y a los cuatro los leí casi al
mismo tiempo (José Agustín, Carlos
Casteneda y Borges completaban la pandilla). De Milan seguí leyendo religiosamente
cada libro que se editó en el Siglo XXI, aunque de las novelas tardías (La lentitud,
La ignorancia y La fiesta de la insignificancia) ninguna me voló la
cabeza, pero sí en cambio los ensayos como El telón, El arte de la novela, Los testamentos
traicionados o Un encuentro. De hecho, lo que más releo de Kundera a la
fecha es su obra ensayística y La insoportable levedad. A Fuentes de plano lo dejé de leer y su etapa
tardía me pareció francamente prescindible, mientras que de Cortázar releo los
cuentos cada cierto tiempo, pero hace años
que no vuelvo a Rayuela. De Gabo me ha
dado por releer los cuentos y las crónicas. Creo que el cuarteto nunca volvió a
reunirse, aunque no habrán faltado encuentros por separado. Debe haber sido
divertido tomarse una cerveza con ellos
o caminar por el puente Karlova rumbo al castillo. En cualquier caso mi camino
de vida como lector y mis años veinte habrían sido harto distintos sin la compañía
de esos cuatro fantásticos.