LOS MITOS DEL BICENTENARIO
AURORA Y OCASO DE UN COMEDIANTE
Por Daniel Salinas Basave
Caminando una mañana en las cercanías de Palacio Municipal, un hombre se me acercó y me dijo: “Escriba algo sobre Santa Anna”. Lo prometido es deuda. Este espacio se debe a sus poquísimos lectores, así que manos a la obra. Vendedor de la Patria es el estigma que Santa Anna llevará en la frente por los siglos de los siglos. En el infierno donde yacen los malditos de la historia oficial, el jalapeño ocupa un lugar privilegiado entre los grandes traidores de la Nación. Pero la historia de lo que pudo haber sido dice que si en la Guerra de los Pasteles de 1838 en lugar de haber perdido una pierna hubiera perdido la vida, Santa Anna tendría ahora más de un monumento, un sin fin de calles y escuelas y acaso hasta letras de oro en el Congreso. A veces hay que morir a tiempo para aspirar a la inmortalidad. Algunas personas me han dicho que Los Mitos del Bicentenario es una apología de los “malos”, una reivindicación de los traidores y reaccionarios. Planteado desde el punto de vista oficialista puede que sea cierto. Crecimos en escuelas donde nos repetían hasta la saciedad que Juárez es un ser inmaculado y perfecto, cercano a la deidad, mientras que Santa Anna y Miramón son pérfidos traidores rebosantes de maldad que no merecen consideración alguna. La intención de esta columna no es ser el abogado defensor de los grandes demonios nacionales, sino tratar de explicar que todos fueron hombres llenos de errores, ambiciones y sentimientos contradictorios, inmersos en las turbulencias de una época y sus circunstancias. Vaya, al menos por intenciones y pactos, el calificativo de vende patria se le podría aplicar por igual a Benito Juárez y sin embargo en este País es herejía dudar de la santidad del indio de Guelatao. En vida, Santa Anna fue considerado durante años un héroe y sin embargo pasó a la posteridad como el peor traidor. Al jalapeño le tocó ser el caudillo providencial en la época más turbulenta e inestable de una nación que sostenía con alfileres su soberanía. A diferencia de Juárez y Porfirio Díaz, no fue un aferrado al poder, sino un adicto a la perpetua conspiración. El poder palaciego parecía aburrirlo y prefería ejercerlo desde el palenque de su hacienda Manga de Clavo. El complot y el cuartelazo en cambio lo mantenían vivo. Santa Anna no fue un funcionario de oficina, sino un guerrero del frente de batalla, con muchas más derrotas que victorias, es cierto, pero con espíritu de sacrificio. Santa Anna armaba ejércitos de la nada, sin armas ni recursos y con sus magras tropas enfrentó enemigos militarmente superiores. La perdición de Santa Anna fue la de tantos políticos mexicanos: Estaba enamorado de sí mismo. Megalómano y narciso hasta niveles ridículos, Santa Anna únicamente trabajó para su gloria. No fue centralista ni federalista, liberal o conservador, sino santaanista. Se sintió un Napoleón y acabó siendo un comediante, pero en honor a la verdad su personalidad no es muy distinta de la de un José López Portillo o incluso un Vicente Fox. El mito más común es afirmar que fue Santa Anna quien vendió dos millones de kilómetros cuadrados, más de la mitad del territorio nacional, a los Estados Unidos. Mentira. Santa Anna perdió una guerra que hubiera perdido cualquier general mexicano. El ejército estadounidense era técnicamente superior. El presidente mexicano que firmó el Tratado de Guadalupe Hidalgo el 2 de febrero de 1848 fue Manuel de la Peña y Peña y tampoco se le puede cargar el estigma de traidor. A menudo se nos olvida que la bandera de las barras y las estrellas lució flamante en el Castillo de Chapultepec y que los norteamericanos llegaron a dominar el País sin focos significativos de resistencia. Militarmente nos tenían a su merced, eran vencedores de una guerra desigual e injusta y como en todo conflicto bélico, el vencedor impone sus condiciones. Santa Anna también perdió Texas, pero no la vendió. Una siesta en San Jacinto le costó cara después de la masacre de El Álamo, inflada por la mitología texana como el bautizo de fuego de la estrella solitaria. Prisionero, Santa Anna debió firmar la independencia de Texas que fue república por nueve años antes de anexarse a los Estados Unidos. La única venta de territorio de la que Santa Anna sí es enteramente responsable, fue La Mesilla, territorio de Arizona que comprende Yuma y Tucson, cedido a cambio de diez millones de pesos el 30 de diciembre de 1853. En su defensa, Santa Anna podría alegar que los estadounidenses también llevaban a Baja California y Sonora en el carrito de compras y una ardua labor diplomática logró salvar los territorios y evitar otra guerra. Al final, Juan Álvarez y la Revolución de Ayutla dieron la patada final a Santa Anna en 1855. El pueblo desenterró su pierna sepultada con honores y el “Napoleón de Cempoala” ingresó por la puerta del ridículo al infierno. Si quiere usted saber un poco más de este contradictorio personaje, le recomiendo leer “Santa Anna: Aurora y ocaso de un comediante”, de José Fuentes Mares (el hombre que me enseñó a dudar de la historia oficial) y la novela “El seductor de la Patria” de Enrique Serna.