Tal vez la memoria me juegue bromas pesadas, pero de repente navegan por ahí algunos mostrencos recuerdos del otoño del 95, cuando ciertos amigos del Tec de Monterrey entraron a hacer servicio social como personal de apoyo en una prehistórica feria del libro regia en el recién nacido Cintermex. Mis colegas lloraban porque, según ellos, su coordinador era un inflexible tirano que los regenteaba con rienda corta. El jefe de su equipo, me dijeron, era el típico científico loco de las películas, una suerte de físico nuclear de tan solo veinte años que como detalle adicional resultó ser adicto a la literatura. Su nombre: Luis Felipe Lomelí.
Un año y medio después topé de frente con el demencial científico en esa genial nave de los locos que fue el taller de Rafael Ramírez Heredia en la Casa de la Cultura de Nuevo León. El físico nuclear que aterraba a mis amigos en la feria libresca resultó ser un narrador lleno de malicia e ingenio. Las historias giraban en nuestro círculo atiborrado de navajas hasta llegar al contundente e inflexible remate del Rayo Macoy, el mejor tallerista que he conocido en esta y en otras vidas. Después me autoexilié de Monterrey y en la lejana esquina de la patria la narrativa se puso a invernar para dar paso a la borrachera del periodismo. Más de un lustro después, en la primavera de 2005 (en un abril que estaba en otra parte) me reencontré con el científico loco, pero no frente a frente, sino con la portada de su libro en la entrada de la Librería El Día. Empecé a saborear bastoncitos de caramelo y a buscar la sombra de los peces en la arena. Leí Ella sigue de viaje en un solo sábado de harto vino (cuando aún no habíamos ido a Chile para darnos cuenta). Dos años después topé con la vibra paisa de su antioqueño Cuaderno de flores y su propia Matilde Lina cultivando orquídeas en una comuna que se parece mucho a Camino Verde. Todos santos de California llegó con retraso, pero sus mares bermejos olían a mi peninsular entorno. Ahora me sale al paso un Indio borrado cuyo sentido del olfato augura irrupciones canijas. Apenas comienzo. Hace un tiempo, durante la Semana Santa cora en la Mesa del Nayar, vi la frenética carrera de los indios borrados cubiertos de barro, pero al parecer el de Lomelí es un guerrero de las bravas serranías del sur regio, laderas que saben a picahielo ensangrentado y a Celso Piña. Pinta jarcorero este güerinche. Ya les platicaré cuántos metros puede correr una gallina degollada.
Friday, September 12, 2014
Sunday, September 07, 2014
Dicen que un viejo amor literario ni se olvida ni se deja. Durante el primer lustro de los noventa deambulé por la existencia con un libro de Milan Kundera en la mano. Mis años universitarios se escribieron en clave kunderiana, pues el de Brno fue mi inseparable compañero de viaje. Con el fin de siglo y la edad adulta llegó el desencuentro. Sus tardías novelas francesas pasaron por mi vida sin apenas dejar huella. Fue como intentar conectar con un amigo de prepa con el que ya no tienes mucho en común. Mil y un nuevas lecturas arribaron a mi vida. Catorce años después de La Ignorancia llega a mi biblioteca La fiesta de la insignificancia. Es una novela de 138 páginas con letra grande. Se lee en un par de tardes sin pisar mucho el acelerador. Sin duda llegaré a la última página este mismo fin de semana. Podría leer los primeros párrafos a ciegas y reconocería de inmediato ese estilito tan familiar encarnado en personajes que fungen como símbolos o plataformas para desmenuzar gestos e ideas contradictorias. Así nomás de entrada, me topé en las primeras cuatro páginas con dos sellos típicos del checo: la interpretación metafórica de una imagen erótica (en este caso el ombligo) y una referencia entre absurda e irónica al totalitarismo (Stalin cazando perdices) La estructura respeta la división en rigurosas siete partes como la liturgia kunderiana exige y la información biográfica de la solapa es un finísimo detalle de austeridad: Milan Kundera nació en la República Checa y desde 1975 vive en Francia”. Thats it. Cuando se llega a ciertas alturas te puedes permitir prescindir del ridículum.