Tampoco el Tlacuache traga de todo
Siempre me he definido como un lector Tlacuache, porque leo de todo y no le
hago ascos a (casi) nada, pero de pronto reparé en que mi omnívoro tlacuachismo
tiene límites, pues hay cientos de miles o millones de libros que nunca ni por
casualidad voy a leer, aquellos que ni siquiera volteo a ver en una librería y
los paso de largo sin dedicarles un ojo
de pájaro de cuatro segundos a su contraportada. Para mí simplemente no
existen, como en mi vida no existen el beisbol o el box. Todos esos millones de
libros sobre liderazgo, emprendedores, recetarios espirituales, códigos Da
Vincis y similares los paso en automático de largo. Hay secciones de la
librería en donde ni por error me detengo. Lo peor es que aún entre los libros
susceptibles de seducirme y volarme la cabeza, hay varios miles que no leeré nunca porque no me alcanzará la
vida. Me he resignado a que moriré sin haber leído un montón de librazos que
habrían sido extraordinarios compañeros de viaje, pero sucede que a la canija existencia no le da por ser
eterna. En forma paralela hay varios millones de textos de los que simplemente
paso de largo. Mil y un libros que sin duda tienen un gran significado para un
montón de lectores a los que yo no dedicaré medio segundo de mi vida. Acaso
influyan ahí las ideas preconcebidas,
los prejuicios o esa cosa que llaman mercadotecnia. Por ejemplo,
cualquier libro de Anagrama o Acantilado,
por el solo hecho de pertenecer a dichos sellos, me merecerá unos minutos de atención
a su contraportada y un furtivo hojeo si es que el libro está abierto, sin
importar si conozco o no a su autor o
incluso si el tema me interesa o no (aunque Anagrama saca últimamente cada
pinche adefesio). En cambio, creo que aunque viviera veinte vidas eternas con
sus respectivas reencarnaciones, nunca destinaré tres minutos a leer algo como
Padre rico, padre pobre o El monje que vendió su Ferrari. No se me confundan
colegas. No voy a ponerme en plan mamón o exquisito y a hablar de que yo solo
leo “alta literatura culta y que en mi erudita mente no hay lugar para la
chatarra”. Olvídense de eso. Cada libro, por pestilente que aparente ser, es susceptible
de seducir a un hipotético lector y provocarle
algo. Mis respetos para Anabel Hernández y compañía. Loable, sólido y
profesional es el trabajo periodístico que hacen, pero como lector difícilmente
dedicaré algún tiempo a leer sobre Emma Coronel o Los señores del narco. No me
interesa, no me llama y ya he leído suficiente sobre el tema. Ya me cayó el
veinte de lo poco que dura la vida y no puedo desperdiciar tiempo en lecturas
redundantes.
Tal vez me estoy perdiendo de algo muy chingón, pero no siento el menor
apetito por leer un libro así. Es más, les voy a confesar una cosa: frente a mí hay un montón de alta y
sublime literatura de la que pasaré de largo. Tal vez un algoritmo de Google o
Amazon podría sacar la conclusión de que por mis filias e inclinaciones yo soy un potencial lector de Cristina Rivera
Garza, pero la verdad es que difícilmente leeré algún día el libro sobre su hermana muerta por la simple y sencilla razón de que en el
pasado me ha costado horres terminar de leer los libros de esta autora que sin
duda es genial, pero conmigo nomás no conecta. Vaya, me aburre horriblemente
para andar sin rodeos. Hay otros ejemplos. Creo que nunca en la vida, y ni echándole
muchísimas ganas, he conseguido terminar de leer una columna de Emiliano Monge para
ser honesto. Sin duda algo tendrá, pero conmigo nomás no conecta el morro.
Difícilmente volveré a dedicarle un minuto a Javier Velasco. Su vida entera se
limita a un solo libro y ese único libro me pareció prescindible. Algunos autores me volaron la cabeza en un
principio y luego simplemente los aborté. El Mario Bellatin de Salón de belleza
y Poeta ciego me parece sublime, pero dudo que vuelva a leer algo de ese autor,
pues los mil bodrios posteriores ya superan a las obras memorables. Lo anterior
también es aplicable a las vacas sagradas. Ya que ando en plan brutalmente
sincero, les confesaré que detesto a Carlos Monsiváis, que tampoco consigo
terminar ni siquiera una columna suya y que con brutal franqueza me parece y me
ha parecido siempre el non plus ultra de lo patético. Lo mismo me pasa con
Poniatowska y difícilmente volvería a leer un libro suyo e mi vida. Reconozco su trascendencia en la historia del periodismo
mexicano, pero como lector me da una hueva insoportable. Chido Ibargüengoitia,
curado su sentido del humor, pero la neta y sin que me quede nada, prefiero a
Carlos Fuentes con toda su mamonería a cuestas. A toda madre Bolaño y su real visceralismo jarcorero, pero el
odiado y neo liberal Vargas Llosa se lo lleva de calle como novelista…
continuará