Por aquellos días conocí un par de tipos de mi edad que con el tiempo se acabaron por transformar en algo parecido a amigos entrañables: Genaro y Pablo. Fueron mis carnales, mis uña y mugre, aunque entre ellos poco o nada tuvieran que ver.
Genaro perforó cada superficie perforable de su cuerpo e hizo de su piel una hoja de pruebas para aprendices de tatuador. En la primera mitad de los noventa el tatuaje seguía inmerso en un halo de clandestinidad presidiaria y aun no estaban de moda los estudios profesionales que acabarían por seducir aristócratas con complejo de rebeldes. Genaro empezó a tatuarse y a perforarse sirviendo como conejillo de indias en casas de amigos que improvisaban con máquinas hechizas. Sus primeros tatuajes delataban el mal pulso y la inexperiencia de los tatuadores, mientras que sus orejas agujeradas, rebosantes de pus entre los hoyos infectados por el óxido de los aretes y los seguros, evidenciaban las nulas medidas de higiene. Genaro improvisaba como bajista y cantante en bandas de crust punk y grind core, donde lanzaba monstruosos alaridos en medio de una torturante cacofonía. Su proyecto más constante se llamó Vomit From Heaven, un émulo ensenadense de los británicos Extreme Noise Terror en donde componía letras sobre holocaustos nucleares, cucarachos radioactivos y niños deformes que comían carroña sobre un planeta devastado. Pablo en cambio se dedicaba a pintar figuras imposibles y rostros de hadas y gnomos atormentados, mientras bebía te de mariguana y se enamoraba de hombres que le escupían y le gritaban puto de mierda. Pablo se confesó homosexual en una época donde lo gay aun no alcanzaba su estatus políticamente correcto ni se había convertido en moda. Había tolerancia en ciertos ambientes, pero aun faltaban 15 años para las sociedades de convivencia y los matrimonios entre personas del mismo sexo. A Pablo le tocó desarrollarse en escuelas donde patear y humillar al joto era la acción coherente y esperada por parte de todo muchacho bien nacido.
Con Genaro me divertía bebiendo cervezas a pico de caguama y acudiendo a tocadas en miserables cocheras inundadas por la peste a sudor e inhalantes. Su música, -o el ruido que él llamaba su música-, era una verdadera mierda, una tortura auditiva, pero me divertía verlo y escucharlo. A Genaro le hacía gracia saber que yo había marcado en forma tan puntual mi fecha de caducidad, aunque él estaba seguro que yo no llegaría a cumplir los 29 años, pues antes la raza humana entera habría sido exterminada en medio de un genocidio imperialista o como consecuencia de una epidemia fatal producida por la radioactividad. El evangelio grindcorero de Vomit From System así lo estipulaba. Genaro fue por cierto el primer hombre con el que cogí en mi vida, un dato crucial en la biografía de la mayoría de mis compañeras, para quienes la noche en que el himen es roto por un pene marca un antes y después en sus vidas. Para mí fue una noche divertida y nada más, en donde el mayor reto a vencer fueron las incomodidades del espacio. Con Genaro acabé cogiendo en la caja de un camión de redilas, en el estacionamiento de una empacadora portuaria abandonada donde su banda había tocado horas antes, entre el hedor a pescado y pintura de barco. Fue tan bueno y divertido como beber caguamas bajo la lluvia, pero no alcancé las idílicas cimas del placer de las novelas rimbombantes y mucho menos me convertí en mujer, como solían llamar mis compañeras a esa ridícula y malograda noche en que por fin tenían un pene dentro de ellas.
Genaro y yo fuimos buenos compinches y a nuestra manera nos divertíamos. Sería demasiado pretencioso llamarlo mi amante, pero lo cierto es que cogimos algunas veces, tal vez bastantes. Por fortuna ninguno cometió el error de enamorarse, clavarse, encularse o tomarse demasiado a pecho ese intercambio de semen y jugos vaginales. Con Pablo en cambio forjé una sólida y productiva asociación de talentos que se mantendría a lo largo de los años. Pablo era como una mujer melancólica y talentosa con una natural tendencia a la depresión que intentaba curar con ráfagas de negro humor a lo The Smiths, burlándose de sí mismo y su infortunio mientras de su pincel nacían seres grotescos y atormentados dentro de fantásticas anatomías. Con Pablo compartí algunas confesiones y largos silencios; compartí el té, el vino, la mota y las ansias suicidas. Pablo no le había puesto fecha de caducidad a su existencia, pero al igual que yo estaba seguro que acabaría irremediablemente transformado en su propio asesino.