En México (y en buena parte de Latinoamérica) hacemos honor a las palabras del inmortal José Alfredo: la vida no vale nada. Crimen hay en casi cualquier ciudad mediana o grande del mundo, pero en ninguna región se mata tanto y de manera tan sencilla como en Latinoamérica. Aquí el asesinato se nos da naturalito y forma parte de nuestra vida cotidiana. Por estos rumbos los políticos se suelen curar en salud diciendo que la inseguridad es un fenómeno global y sí, algo de razón tienen. La diferencia es que en otras ciudades del mundo resultaría “ligeramente anormal” sumar casi 2 mil homicidios en un año como nos ha ocurrido a nosotros.
Criminales y mafiosos hay en todas partes. Lisboa, con toda su magia a cuestas, está infestada de vendedores de droga que te salen al paso en cada cuadra y que según pudimos ver, están muy bien organizados y forman parte de una red distribuida por toda la ciudad (todos ofrecen exactamente la misma bolsita con seis colas de mota). Pueden llegar a ser molestos, es cierto, pero basta con decirles que no y no pasa nada, sigues disfrutando de tu día. París está infestado de rateros y carteristas y los meseros a cada momento te previenen. Puedes ver a los malandros al acecho, aguardando cualquier descuido, pero al final basta con ponerse trucha y usar el sentido común. Lo mismo pasa en Ámsterdam donde sobran carteristas y puchadores. En Rusia, en Ucrania o en Italia las mafias son poderosas, contaminan la esfera pública y no suelen tocarse el corazón a la hora de cobrarse una afrenta.
La gran diferencia es que en esos países no tienes cinco asesinatos por día ni ves gente colgada en los puentes o acribillados en un gimnasio o un centro comercial. Cuando revisamos la lista de las 50 ciudades con más homicidios en el mundo durante 2017, reparamos en que 42 de ellas están en Latinoamérica y diez en México. Esa ha sido la constante del Siglo XXI. Si atendemos a las cifras, se puede concluir que Latinoamérica es por mucho la región más peligrosa del mundo y Brasil, México y Venezuela, los países más peligrosos de esa región. No es percepción sino estadística. Los únicos países no latinos que suelen aparecer en la lista son Estados Unidos y Sudáfrica. Nunca, ni por casualidad, un país europeo. Europa occidental es la región más segura del mundo y la que ha logrado las tasas de homicidio más bajas en toda la historia de la humanidad. Sí, un mal día un desquiciado islámico te puede atropellar en una rambla, pero la posibilidad de ser asesinado por el narco o el crimen callejero es casi nula. ¿Por qué en Latinoamérica está tan barato el homicidio? ¿Será que saben que no hay consecuencias y el sistema judicial penal es deficiente? ¿O es pura y vil cultura de la imitación al ver lo fácil que resulta? ¿Cómo es que abaratamos tanto la vida humana? ¿Se les ocurre alguna respuesta? Más dudas que certezas.
Saturday, August 04, 2018
Friday, August 03, 2018
Cuando la muerte violenta empieza a formar parte de nuestra vida cotidiana irremediablemente es despojada de su halo de hecho extraordinario, aterrador e indignante y se convierte en un patético ritual de lo habitual, una vil monserga. Las camionetas del Semefo en Tijuana no son ya muy distintas a los carretones en la era de la Peste Negra, donde un infortunado carretonero enmascarado recogía a los muertos del día para ir a arrojarlos a una fosa común siempre abierta.
En los tiempos más cruentos de la Revolución Mexicana eran comunes las escenas donde grupos de niños se arrimaban a los cadáveres de los caídos en combate para despojarlos de sus pertenencias. La visión del muerto ni siquiera les generaba alguna inquietud pues formaba parte de su vida diaria. En nuestra ciudad, por desgracia, ya empezamos a acostumbrarnos.
En Tijuana la muerte ha dejado de sorprender y ha perdido su condición de hecho noticioso. Cuando yo empecé a reportear aquí en 1999, Tijuana ya era considerada una ciudad violenta y sin embargo, nuestro promedio estaba debajo de un homicidio por día. Si la memoria no falla, en 2004 se alcanzó la cifra de 435 homicidios y fue un escándalo, pues se había cruzado la barrera del muerto por día. Hasta hace no mucho, teníamos en todo un año la cantidad de muertos que hoy tenemos en un mes. Tan solo en el ardiente julio tuvimos 245 asesinatos, es decir ocho por día. Una novela policiaca en esas condiciones raya en comedia de humor negro. Retratar la sobrecarga de trabajo de un hipotético detective clásico que debe resolver ocho homicidios cada día, una morgue donde ya no caben los cadáveres y un alcalde respondiendo que ocho muertos por día “no es tema”. Eso es humor macabro.
La historia de los muertos sin historia, de los muertos-cifra, de los asesinatos que parecen brotar por generación espontánea. Si este promedio se mantiene (y la macabra tendencia apunta al incremento) mañana serán asesinadas ocho personas en esta ciudad. Personas que en este momento respiran, hablan, piensan, beben, cogen, roncan, sueñan y mañana ya no lo harán. Personas detrás de las cuales hay una historia, un camino de vida que los llevó hasta esa trágica encrucijada. Si la ciudad ha sido por definición mi territorio narrativo, tengo sólidas razones para poner en duda si por ventura sería posible utilizar a la Tijuana actual como escenario de una narración y no pintarse de negro. No es fácil eludirlo cuando el Noir es nuestro costumbrismo. El detalle es que la novela negra en la Tijuana actual se emparenta con las postales de lo cotidiano, un ritual de happening puro.
El crimen siempre está ahí, a la vuelta de la esquina. Muchas veces en tu vida te cruzas en la calle con el hombre que será ejecutado esta noche o acaso con su ejecutor y caminas por el puente del que hace unas horas colgaba un hombre. Nuestras calles están pobladas por fantasmas. Están en todas partes y acaso alguna vez les de por hablarte al oído.
Tuesday, July 31, 2018
El pueblo bueno
Miguel Hidalgo también creía en la predestinación gloriosa del “pueblo bueno” y en su incorruptible naturaleza. El “pueblo” siempre noble, puro e idílico; el “pueblo” como una suerte de ente místico dueño de una sabiduría ancestral. Hidalgo tuvo la habilidad para hablarle al corazón de ese “pueblo”, mirarlo profundo y poner el dedo en la llaga de traumas y resentimientos heredados por generaciones. En sus manos llevaba un estandarte de la virgen morena y en su voz la encendida arenga a luchar contra los gachupines, los explotadores, los riquillos, los blancos, los históricamente malvados. La mafia del poder virreinal. Hidalgo y su virgen morena lo tuvieron claro. El mundo se dividía en dos: Ellos y nosotros. Nosotros los buenos, ellos los malos. No hay matices ni medias tintas. Hidalgo y su virgen morena llamaron al pueblo bueno a luchar y ese inocente pueblo, ni tardo ni perezoso, se armó de palas, picos, hoces y machetes, y henchido de nobles sentimientos, salió a castigar a los malos. El Bajío se cubrió de sangre y Guanajuato fue entregado al más cruel pillaje. El pueblo bueno se cobró las afrentas y a puro machetazo la emprendió contra los señoritingos. Saqueó sus cofres, violó a sus damitas y bebió el vino de sus cavas. Allende exigió a Hidalgo poner un alto a la despiadada carnicería, pero el cura de Dolores creía en sagrada misión del pueblo y su venganza formaba parte de ello. Aunque era un tipo muy culto y sagaz, estoy seguro que en algún momento, al verse aclamado por las masas y ver cómo los gachupines le temían, Hidalgo se creyó dueño de una inspiración divina y pensó que más allá de toda lógica, había una suerte de sagrada iluminación que lo hacía inmune a la derrota, pues el pueblo bueno no podía equivocarse. Pero las crudas leyes de la historia, encarnadas en Félix María Calleja, despertaron a Hidalgo de su idilio. El pueblo bueno pronto acabó disuelto, disgregado y de las masas que le seguían en el Bajío en septiembre, apenas le quedó a Hidalgo una gavilla que lo acompañaba cuando fue aprehendido en Monclova. Al final el movimiento de Hidalgo sirvió de poco. No consiguió la Independencia (concepto que por otra parte nunca tuvo claro ni definido) y sí en cambio retrasó lo que ya algunos criollos ricos habían puesto en marcha en 1808 con el virrey Iturrigaray. Al final, la independencia fue conseguida en 1821 sin disparar un tiro, en acuerdos cupulares orquestados por las élites virreinales, con el liderazgo de un señoritingo rico y criollo llamado Agustín de Iturbide, arribista y convenenciero si ustedes quieren, pero que en los hechos logró mucho más que Hidalgo y su pueblo bueno. Hidalgo fue inmortalizado como Padre de la Patria, pero en los hechos Iturbide y sus criollos consiguieron más. La inspiración del “pueblo bueno” suele ser fugaz, volátil, efímero como un amorío de borrachera. Las leyes de la historia, dicen que al final las élites siempre se imponen a las masas.
Monday, July 30, 2018
El llamado de Nerval
En algún recoveco de mis libreros yace una baratísima y añeja edición de Aurelia de Gerardo de Nerval. Está escrito así, Gerardo y no Gerard, de la misma forma que en otros títulos de la época se lee Carlos Baudelaire o Arturo Rimbaud. Debo haberla pepenado en alguna feria de libros viejos y no creo que me haya costado más de 20 pesos. Algún tiempo presumí saber con absoluta precisión de dónde proviene cada uno de los libros de mi biblioteca y en qué circunstancias lo compré, pero hoy me he dado cuenta que es una patraña. Hay decenas o acaso cientos de ejemplares de los que no tengo muy clara su procedencia. Este ejemplar de editorial Novaro es de 1958 y en la contraportada viene marcado su precio: 3.75 viejos pesos mexicanos 0.30 dólares. La colección es “Nova-Mex Escritores en idiomas extranjeros”. En la última hoja aparece la lista de los 159 libros publicados por la colección y reparo en que hay no pocos autores de los que desconozco hasta el nombre y algunos que hoy difícilmente conseguirías. Lo cierto es que en 1958 podías pepenar esa clase de literatura por menos de cuatro pesos. ¿Cuánto te cuestan hoy las extravagancias decimonónicas de Acantilado o Sexto Piso? Más allá del precio, trato de imaginar cómo era un lector mexicano de Nerval en 1958. ¿Quién o quiénes eran los lectores que tuvieron en sus manos ese ejemplar de Aurelia seis décadas antes de mí? Ahí habita el embrujo de un humilde librito viejo que ni siquiera aspira a ser una pieza de coleccionista o material de subasta. ¿Por cuántas manos pasó? ¿A cuántas cabezas hizo volar y alucinar antes de caer en mis manos en esa mesa de remate? Busqué a Nerval, pues desde hace un tiempo me ha dado por invocar a aquellos autores que quisieron extraer néctar del mundo de los sueños. Hace un par de días leí a alguien (mi memoria teflonera y desbarrancada ha olvidado quién) sostener que Baudelaire le parecía un farsante pretencioso y que el verdadero espíritu que encarnaba el malditismo, la locura y el alucinaje era Nerval. Yo hoy pienso en aquel improbable lector de 1958 que abrió ese librito de papel barato y leyó “El sueño es una segunda vida. Yo no he podido pasar sin estremecerme esas puertas de marfil o de materia córnea que nos separan del mundo invisible. Los primeros instantes del sueño son la imagen de la muerte: un entorpecimiento nebuloso se adueña de nuestro pensamiento, y no podemos determinar el instante preciso en que el yo, bajo otra forma, continúa la obra de la existencia”. Pienso en ese improbable lector que sin duda ya ha muerto y pienso también en el propio Nerval, deambulando alucinado por algún arrabal parisino, en las mismas calles por donde Carolina y yo deambulamos de madrugada hace un par de semanas. Nerval se entrega a las voces que le hablan desde el lado oscuro, deja fluir en torrente el llamado de sus demonios y se cuelga en los barrotes de una reja. Su cadáver apareció al amanecer del 25 de enero de 1855. Las piedras de las iglesias y las rejas que le sirvieron de patíbulo no son muy distintas de las que Carolina y yo contemplamos en una madrugada de julio de 2018. También las ratas que corren a la orilla del Sena, la canción cantada por un borracho y las siluetas de los furtivos seres de la noche parisina son las mismas.