Eterno Retorno

Saturday, September 04, 2010


Este cuadro de Francisco Cabello es simplemente alucinante. Desde que puse mis ojos en estas surrealistas figuras, supe que la imagen es la elegida.


Liturgia Bicentenaria

Este se publica en el InfoBaja que sale el lunes.

Símbolo y liturgia de poder, celebración casi eucarística en busca de un orgullo nacional que trascienda un poco más allá de un golecito mundialista y un tequila al son del mariachi. Eso es el Bicentenario, la gran fiesta de cumpleaños en una familia en donde no reina precisamente el jolgorio. Para qué internarlo maquillar: el ánimo simplemente no es el mejor para andar en tertulias. Vaya, el cielo está nublado, hay amenaza de lluvia, nos sentimos indispuestos, pero hay que festejar, pues la fecha ha llegado, los músicos ya están pagados y la mesa está servida. Qué empiece la fiesta. En un país cuya única gran alegría nacional en medio de un océano de pesimismo es una Miss Universo, lo que resta es festejar con la alegre resignación de una canción de José Alfredo Jiménez, gritándole al vecino, caballito tequilero en mano, “pero cuántos millonarios quisieran vivir mi vida…” como el buen hijo del pueblo. Demasiadas esperanzas canceladas, más de una primavera pospuesta y los sueños de grandeza derretidos en el bulevar de los sexenios fracasados. Tal vez los cronistas de aquella época eran dueños de una pluma seductora, pero algo me hace pensar que el Centenario de 1910 celebrado con bombo y platillo por Porfirio Díaz con casa tirada por la ventana, se vivió con mayor euforia. El 15 de septiembre de 1910 el viejo Porfirio celebraba 80 años de vida y el mundo entero se rendía a sus pies. Aquel México, un país con un 80% de analfabetos y un sistema agrario casi feudal, era un milagro mundial, aunque los fusiles revolucionarios ya cargaran la pólvora. En apariencia no habría mucho que festejar y sin embargo la Ciudad de México, al igual que el París de Hemingway, era una fiesta. Visto a la distancia y cada vez que me siento tentado a afirmar que Porfirio Díaz ha sido el mejor presidente que ha tenido este país en toda su historia, caigo en la cuenta de que a lo mejor sí había razones para armar un festejo de ese tamaño. Ya en la columna Mitos del Bicentenario hemos hablado mucho de la superchería y las mentiras que inundan nuestra historia. El 15 y 16 de septiembre no se festejan 200 años de ser mexicanos, por la simple y sencilla razón de que en ese momento nadie, empezando por el cura Miguel Hidalgo, tenía la idea ni la intención de formar una nueva nación independiente de España, pero de eso ya hemos hablado mucho.
Lo que cabría preguntarnos es: ¿hay algo que festejar ahora? La respuesta, con todo el pesimismo a cuestas, es sí. Hay razones para festejar. De entrada, festejar que aún existimos como nación, lo cual no es para echar a saco roto. Aún en años recientes, demasiados pueblos del mundo se dormían o se duermen sin saber si al amanecer seguirían existiendo como país o sino que le pregunten a los Balcanes, a Europa del Este o tantas repúblicas africanas abortadas entre genocidios fratricidas. A mediados del Siglo XIX, en medio de la gula expansionista de Estados Unidos y los delirios colonialistas de Napoleón III, había razones de peso para creer que México no podría sobrevivir mucho tiempo como un estado nacional soberano. El hecho de que sobrevivamos, mutilados pero vivos, es ya una razón para festejar. También podemos festejar que somos libres. Vivimos con miedo al crimen e incertidumbre frente a la economía, pero tenemos cada vez más libertad, al menos mucha más que hace 20 años. Queda el consuelo de que en este país nadie te cancela el sacrosanto y placentero derecho de mentarle la madre al gobierno sin ir a la cárcel por ello. No te dejarán de cobrar ese impuesto abusivo, pero al menos te queda la satisfacción de poder manifestar tu coraje sin que nadie te censure por ello. Cierto, tenemos por ahí algunos cardenales y obispos con complejo de inquisidores que sin duda se morirían de ganas de poder encender una hoguera y girar un garrote vil sobre los herejes, pero al final sus rabietas son eso, simples berrinches de una ridícula casta desposeída, pero no el poder castigador de una teocracia al estilo Afganistán donde una adúltera puede ser lapidada. Aunque sui generis, nuestro laicismo existe y vale la pena festejarlo. Tenemos también una democracia, carísima, pero democracia al fin. Podríamos sin duda tener menos zánganos y vividores que se hagan llamar diputados o partidos emergentes, pero al menos vivimos en un país donde podemos votarlos y botarlos. Otra cosa es que no votemos y hagamos de la apatía un sacramento. Y bueno, también es justo festejar este fantástico pretexto. Gracias a este Bicentenario tan incomprendido, la Orquesta de Baja California y la Ballena de Jonás se funden en un mágico abrazo con el Océano Pacífico y se han editado varios cientos de libros, algunos de ellos dignos de ser colocados en un altar.
Cierto, los funcionarios, empezando por el Presidente Calderón, siguen usando términos litúrgicamente cursis como “héroes que nos dieron Patria”, “guirnaldas de oliva, sepulcros de honor y retiemble en sus centros la Tierra”. Los funcionarios, la inmensa mayoría, festejan porque ese mandato burocrático incomprensible llamado calendario cívico impone festejar, aunque nadie se cuestione, ni revise, ni medite las razones del festejo El gran día del Grito pregúntele usted al alcalde o a su delegado si acaso pudieran ellos dar un argumento sólido de por qué Hidalgo es el padre de la Patria o por qué razón Iturbide no es reconocido como consumador de la Independencia y es condenado a ser un eterno maldito. Aquí le firmo la apuesta a que no sabrán qué contestar. Pero bueno, es tiempo de fiesta, somos un País Bicentenario y al menos en este 2010 unas cuantas personas se han interesado un poco más en la historia y uno que otro aferrado revisionista, nos hemos dado gusto derrumbando ídolos. DSB

Thursday, September 02, 2010


Las traicioneras lágrimas de Pancho Villa

Publicada en El Informador de hoy

Hay personajes devorados por las fauces de su propia leyenda. La mitología surgida en torno a su figura crece hasta transformarse en una bestia voraz empeñada en consumir cualquier vestigio de vida real en torno a ellos. Nuestra bestia mitológica por antonomasia, el Megatherion de la historia de México tiene nombre y apellido: Doroteo Arango. ¿Lo duda? Vamos haciendo la prueba. Piense usted en un personaje de la Revolución. El que llegue de visita a su cabeza en los primeros tres segundos. La apuesta va, sin temor a perder, a que pensó usted en Pancho Villa. Tal vez en segundo lugar llegó corriendo Emiliano Zapata, pero Villa se quedó con el monopolio de la imagen oficial de la Revolución Mexicana, la cara más reproducida y por supuesto, la leyenda más contada. Muy atrás llegaron Madero, Felipe Ángeles, Álvaro Obregón y Venustiano Carranza. Si la popularidad y el mito se midieran en número de versos y notas musicales inspiradas, podemos afirmar que Pancho Villa tiene más corridos que todo el resto de los personajes de la Revolución juntos. ¿O conoce usted una canción popular dedicada a Plutarco Elías Calles? Vaya, hasta los caballos de Villa tuvieron sus respectivos corridos, desde el Siete Leguas al Grano de Oro pasando por el Prieto Azabache (aunque éste último murió fusilado antes de poder ser montado por el Centauro) Con una leyenda de ese tamaño llevada a cuestas, ¿es posible encontrar al ser humano? La leyenda de Pancho Villa, el fantasma que cabalga por las noches en las sierras de Chihuahua, Robin Hood norteño que escondió un tesoro de cientos de miles de centenarios en algún desfiladero de Durango o Chihuahua, héroe de nacionalistas que lo glorifican como el único caudillo que se atrevió a invadir territorio estadounidense. O prefiere usted el mito de Doroteo Arango, el cuatrero inclemente que tapizó de muertos las llanuras norteñas, el sanguinario iletrado y fanfarrón que entronizó al México más bronco, el genocida de chinos de la Laguna y soldaderas de su propia tropa. Al final, después de escuchar tantas leyendas y corridos sobre balazos compulsivos y redenciones populares, uno acaba por preguntarse ¿y quién diablos fue en realidad este hombre? De entrada, un ser humano cuyo cerebro es un reto para la psicología. Su inestabilidad emocional llegaba a niveles de barroquismo difíciles de creer. Villa era un tipo de bala y lagrima fácil. Con la misma despreocupación con que sacaba la pistola y mataba a mansalva en un arranque de furia, Villa podía echarse a llorar por cualquier nimiedad. Era un tipo profundamente sentimental al que el llanto podía traicionar en la situación menos esperada. El estereotipo asocia a Pancho Villa con tequilas bravos y pendencias cantineras y mucho se sorprende la gente cuando descubren en él a un abstemio que jamás bebió alcohol y que sentía asco por la bebida, además de ser intolerante con los borrachos. En Villa la historia de lo que pudo haber sido es tan enorme como la historia de lo que fue. Hay en la vida de todo hombre un momento que define el camino de su existencia. En la del Centauro ese momento fue la tarde de septiembre de 1894 en que disparó una pistola contra el hacendado Agustín López Negrete, quien deseaba ejercer por la fuerza sus derechos sexuales patronales sobre la hermana del adolescente Doroteo Arango, de entonces 16 años. Los balazos a López Negrete lo transformaron en prófugo. El joven forajido, que tal vez hubiese llevado una triste vida de peón en una hacienda, se tuvo que convertir en un ladrón de vacas. El nombre de Francisco Villa lo tomó de un bandolero así llamado que había sido una suerte de benefactor en el negocio del cuatrerismo, caído en medio de una reyerta. Otra versión dice que el padre de Doroteo Arango era hijo ilegítimo y que el abuelo del Centauro en realidad se llamaba Jesús Villa, cuyo apellido decidió tomar. El otro gran momento en la vida de Villa, fue cuando el bandolero es redimido por el Apóstol de la Democracia, Francisco I. Madero, quien por recomendación del gobernador de Chihuahua, Abraham González, invitó al cuatrero a unirse a su movimiento. El rico hacendado que se comunicaba con los espíritus y que jamás mató una mosca, abrazaba al iletrado y salvaje robavacas. El sentimental Villa lloró ante Madero, se arrepintió de sus pecados y guardó eterna lealtad al chaparrito de Parras. No se sabe si sus amigos los espíritus lo aconsejaron a través de la ouija, pero el caso es que Madero fue una revelación como cazatalentos al invitar a Villa a su movimiento, pues el cuatrero montés que jamás había estudiado en colegio militar alguno y que de hecho no sabía leer, se transformó en el más consumado estratega militar de la Revolución Mexicana. Otro momento clave en la vida de Pancho Villa se da en 1912, cuando siendo un coronel subordinado de Victoriano Huerta, quien entonces defendía al gobierno de Madero contra la rebelión de Pascual Orozco, estuvo a punto de ser fusilado por su jefe. Una vil insubordinación, un pleito por una mula, pero el caso es que Huerta estuvo a minutos de dar la orden de fuego y matar a Villa. Cuando un año y medio después el Centauro del Norte despedazaba a los ejércitos huertistas en Torreón y Zacatecas, el alcohólico dictador sin duda hizo mil y un corajes por no haber fusilado a su entonces subordinado. Pero la moneda se le volteó a Villa cuando un día del verano de 1914 estuvo a punto de fusilar a su futuro verdugo, Álvaro Obregón, enviado por Carranza a pactar con él. Esa orden de fuego no pronunciada costó muy cara a Villa, cuya suerte cambió para siempre en la Semana Santa de 1915 en Celaya, donde Obregón hizo pedazos a la División del Norte. Villa jamás se levantaría militar y emocionalmente de esa derrota. Después de Celaya se acabó la era del gran general y empezó el tiempo del guerrillero sanguinario, dedicado a molestar al gobierno, a Estados Unidos y a la población civil. Los tiempos más oscuros de un Villa que volvería a ser redimido en 1920 por el cantante de ópera Adolfo de la Huerta. Villa se transforma en prospero agricultor por tres años, antes de ser asesinado en Parral el 20 de julio de 1923, seguramente por órdenes de Obregón y Calles que respiraron tranquilos tras su muerte. Al final, todos fueron felices para siempre y acabaron como vecinos, con sus respectivas letras de oro en el Congreso.

Wednesday, September 01, 2010

El Aleph de Borges habitaba en una casa de la calle Garay en el barrio de Palermo, en Buenos Aires. El mío tenía su domicilio en la calle Río San Juan, en el número 103, en la colonia Miravalle de Monterrey. En las paredes de esa casa, derrumbada un triste día de 1993, habitaba el Todo, materializado en la biblioteca más fascinante que he encontrado en el mundo entero. En la casa de mi Abuelo, Agustín Basave Fernández del Valle, el color de las paredes era un misterio pues todas estaban tapizadas de libros. Sí, aquello era la auténtica Biblioteca de Babel. La casa no existe más y el tesoro de Basave fue legado a su alma mater, la Universidad Autónoma de Nuevo León, pero aquellos libros marcaron un tatuaje en mi alma. Esa biblioteca definió mi vida, pues siendo muy pequeño adquirí una adicción que a la fecha no supero: La Historia, un bosque eterno por donde un día empecé a caminar y de donde a la fecha no he salido. Un mar cuya profundidad parece ser infinita o acaso una arena movediza envolvente donde cada nuevo libro o cada conversación me va sumergiendo más. En cada momento de mi vida ha habido siempre un libro de Historia como fiel compañero de viaje y guardián de buró. Ahora, toca acompañarme de mío. DSB


Narrativa Negra Azabache

Caigo en la cuenta de que muchas de las lecturas comentadas en los últimos años en este blog comparten la característica de explorar lados oscuros y tentar el sueño de nuestros demonios. El gótico tradicional y la novela negra ortodoxa son dos de mis pasiones nocturnas de buró desde la más temprana adolescencia. Tal vez no son las únicas, pero son compañeras de viaje inseparables. En los espacios periodísticos donde desparramo letras cada semana, he aprovechado para hablar de infinidad de novelas oscuras, buscando motivar al lector a apartarse del oportunismo chatarrero para sumergirse profundidades capaces de dejar algún tatuaje en su memoria o en su alma.
Después de todo, ellos también son excavadores de lados oscuros y se han encargado de develar esas caras ocultas omnipresentes en nuestras vidas, esa sombra que nos acompaña y camina a nuestro lado y que surge de repente en esa lectura de madrugada. Esos fieles demonios que han sido inseparables compañeros en el viaje de un periodista para quien la caída de la noche significa siempre una copa de vino y un paseo por esa omnipresente narrativa negra azabache.