Este cuadro de Francisco Cabello es simplemente alucinante. Desde que puse mis ojos en estas surrealistas figuras, supe que la imagen es la elegida.
Liturgia Bicentenaria
Este se publica en el InfoBaja que sale el lunes.
Símbolo y liturgia de poder, celebración casi eucarística en busca de un orgullo nacional que trascienda un poco más allá de un golecito mundialista y un tequila al son del mariachi. Eso es el Bicentenario, la gran fiesta de cumpleaños en una familia en donde no reina precisamente el jolgorio. Para qué internarlo maquillar: el ánimo simplemente no es el mejor para andar en tertulias. Vaya, el cielo está nublado, hay amenaza de lluvia, nos sentimos indispuestos, pero hay que festejar, pues la fecha ha llegado, los músicos ya están pagados y la mesa está servida. Qué empiece la fiesta. En un país cuya única gran alegría nacional en medio de un océano de pesimismo es una Miss Universo, lo que resta es festejar con la alegre resignación de una canción de José Alfredo Jiménez, gritándole al vecino, caballito tequilero en mano, “pero cuántos millonarios quisieran vivir mi vida…” como el buen hijo del pueblo. Demasiadas esperanzas canceladas, más de una primavera pospuesta y los sueños de grandeza derretidos en el bulevar de los sexenios fracasados. Tal vez los cronistas de aquella época eran dueños de una pluma seductora, pero algo me hace pensar que el Centenario de 1910 celebrado con bombo y platillo por Porfirio Díaz con casa tirada por la ventana, se vivió con mayor euforia. El 15 de septiembre de 1910 el viejo Porfirio celebraba 80 años de vida y el mundo entero se rendía a sus pies. Aquel México, un país con un 80% de analfabetos y un sistema agrario casi feudal, era un milagro mundial, aunque los fusiles revolucionarios ya cargaran la pólvora. En apariencia no habría mucho que festejar y sin embargo la Ciudad de México, al igual que el París de Hemingway, era una fiesta. Visto a la distancia y cada vez que me siento tentado a afirmar que Porfirio Díaz ha sido el mejor presidente que ha tenido este país en toda su historia, caigo en la cuenta de que a lo mejor sí había razones para armar un festejo de ese tamaño. Ya en la columna Mitos del Bicentenario hemos hablado mucho de la superchería y las mentiras que inundan nuestra historia. El 15 y 16 de septiembre no se festejan 200 años de ser mexicanos, por la simple y sencilla razón de que en ese momento nadie, empezando por el cura Miguel Hidalgo, tenía la idea ni la intención de formar una nueva nación independiente de España, pero de eso ya hemos hablado mucho.
Lo que cabría preguntarnos es: ¿hay algo que festejar ahora? La respuesta, con todo el pesimismo a cuestas, es sí. Hay razones para festejar. De entrada, festejar que aún existimos como nación, lo cual no es para echar a saco roto. Aún en años recientes, demasiados pueblos del mundo se dormían o se duermen sin saber si al amanecer seguirían existiendo como país o sino que le pregunten a los Balcanes, a Europa del Este o tantas repúblicas africanas abortadas entre genocidios fratricidas. A mediados del Siglo XIX, en medio de la gula expansionista de Estados Unidos y los delirios colonialistas de Napoleón III, había razones de peso para creer que México no podría sobrevivir mucho tiempo como un estado nacional soberano. El hecho de que sobrevivamos, mutilados pero vivos, es ya una razón para festejar. También podemos festejar que somos libres. Vivimos con miedo al crimen e incertidumbre frente a la economía, pero tenemos cada vez más libertad, al menos mucha más que hace 20 años. Queda el consuelo de que en este país nadie te cancela el sacrosanto y placentero derecho de mentarle la madre al gobierno sin ir a la cárcel por ello. No te dejarán de cobrar ese impuesto abusivo, pero al menos te queda la satisfacción de poder manifestar tu coraje sin que nadie te censure por ello. Cierto, tenemos por ahí algunos cardenales y obispos con complejo de inquisidores que sin duda se morirían de ganas de poder encender una hoguera y girar un garrote vil sobre los herejes, pero al final sus rabietas son eso, simples berrinches de una ridícula casta desposeída, pero no el poder castigador de una teocracia al estilo Afganistán donde una adúltera puede ser lapidada. Aunque sui generis, nuestro laicismo existe y vale la pena festejarlo. Tenemos también una democracia, carísima, pero democracia al fin. Podríamos sin duda tener menos zánganos y vividores que se hagan llamar diputados o partidos emergentes, pero al menos vivimos en un país donde podemos votarlos y botarlos. Otra cosa es que no votemos y hagamos de la apatía un sacramento. Y bueno, también es justo festejar este fantástico pretexto. Gracias a este Bicentenario tan incomprendido, la Orquesta de Baja California y la Ballena de Jonás se funden en un mágico abrazo con el Océano Pacífico y se han editado varios cientos de libros, algunos de ellos dignos de ser colocados en un altar.
Cierto, los funcionarios, empezando por el Presidente Calderón, siguen usando términos litúrgicamente cursis como “héroes que nos dieron Patria”, “guirnaldas de oliva, sepulcros de honor y retiemble en sus centros la Tierra”. Los funcionarios, la inmensa mayoría, festejan porque ese mandato burocrático incomprensible llamado calendario cívico impone festejar, aunque nadie se cuestione, ni revise, ni medite las razones del festejo El gran día del Grito pregúntele usted al alcalde o a su delegado si acaso pudieran ellos dar un argumento sólido de por qué Hidalgo es el padre de la Patria o por qué razón Iturbide no es reconocido como consumador de la Independencia y es condenado a ser un eterno maldito. Aquí le firmo la apuesta a que no sabrán qué contestar. Pero bueno, es tiempo de fiesta, somos un País Bicentenario y al menos en este 2010 unas cuantas personas se han interesado un poco más en la historia y uno que otro aferrado revisionista, nos hemos dado gusto derrumbando ídolos. DSB