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Hoy que Estados Unidos vive sus horas más oscuras y pestilentes, a mí me
ha dado por caminar sobre las huellas de sus dos narradores más injustamente
estereotipados: Poe y Bukowski. En este febrero tan denso estoy empezando a
leer un ensayo llamado La razón de la oscuridad de la noche. Edgar Allan Poe y
cómo se forjo la ciencia en Estados Unidos, escrito por el profesor británico
John Tresch. Me ha bastado navegar por
los primeros párrafos para intuir que estoy ante una obra mayor. Los grandes
libros irradian algo, como si un olor los delatara y me parece que este es uno
de ellos. Se trata de un sui generis ensayo biográfico sobre Poe cuya columna
vertebral es su compleja relación con el espíritu de la época reinante en la
primera mitad del Siglo XIX, específicamente con la ciencia y sus puntos ciegos.
El nombre Edgar Allan Poe evoca cuervos, gatos negros, mansiones lúgubres y
pálidas doncellas moribundas, pero la realidad es que el autor de El pozo y el
péndulo fue alguien obsesionado con desentrañar los orígenes del universo, a
medio camino entre el entusiasmo divino y el gélido materialismo. Leyó a los
atormentados poetas del Romanticismo, pero su verdadera obsesión eran Newton, Kepler
y Laplace. Con un respetable andamiaje
teórico en materia de física y matemáticas, Poe se obsesionó con desentrañar
los enigmas del Cosmos. La catarsis de esta búsqueda se refleja en su ensayo
poético Eureka, leído ante un escaso público en una noche de furiosa tormenta en 1848,
un año antes de su muerte. En Eureka Poe se proponía, según sus propias
palabras, “desentrañar los misterios del Universo físico, metafísico y
matemático; material y espiritual; de su esencia, origen, creación; de su
condición presente y de su destino”. Poe murió prematuramente a los 40 años.
Una borrachera fulminante aparentemente inducida por mapaches electorales acabó
con su vida. Sus últimas horas fueron un delirium tremens por las calles de
Baltimore. ¿Hasta dónde habría llegado de haber seguido por el sendero
científico?
El otro libro que estoy leyendo es La enfermedad de escribir, de Charles
Bukowski, acaso el más estereotipado de los narradores estadounidenses. Confieso
que yo mismo, durante mucho tiempo, me alejé de Bukowski como una forma de
rechazo a los no pocos bukowskianos que conocí en algún momento de la vida. De
una u otra forma, el tremendo Hank se ha convertido en un cliché, el santo
patrono de nihilistas teporochos. La enfermedad de escribir compila las cartas que
el Buko escribió a no pocos de sus colegas a lo largo de más de 48 años, entre
1945 y 1993. Al leer su correspondencia, te das
cuenta que el Bukowski real va mucho más allá de su personaje. Cierto, es un crítico
feroz del establishment literario pero también das cuenta que es un tipo
cultísimo con un vasto arsenal de lecturas que van de Shakespeare a
Dostoievski o Celine. Pero sobre todas las cosas, lo que acaba por resultar
hasta conmovedor es el aferre del Buko a la escritura, su canija terquedad a la
hora de tocar puertas para ser publicado. No le importó acumular un rechazo
tras otro. Él no perdía el entusiasmo a la hora de mandar sus cuentos y poemas a
todas las revistas y periódicos imaginables. Poe tuvo un fugaz pero intenso
estrellato. Aunque siempre fue pobre, llegó a recitar El Cuervo en salas repletas
ante auditorios de más de 3 mil personas. En cualquier caso, no vivió para
contarla. A Bukowski, en cambio, el
estrellato le llegó en la madurez luego de perrearla en empleos pordioseros y de
someter a su hígado a los peores licores imaginables. Hoy ambos habitan en la
jaula del estereotipo, pero me queda claro que sus mentes fueron mucho más
complejas de lo que su personaje público aparentaba.
Lo cierto es que debe ser duro ser escritor en un país tan mierda como
Estados Unidos. Cuestión de analizar el destino de los grandes literatos del patio
vecino. Hemingway, Faulkner, Fitzgerald, Lovecraft, Foster Wallace, Salinger, Pynchon,
Sylvia Plath. La mayoría
alcohólicos, deprimidos, psicóticos, suicidas. Ese país te hace reventar por
dentro.