Sólo al momento de ser elevado por el elevador de la torre Auriga sintió el paulatino retorno de la serenidad a su ritmo cardiaco. Contra esos ataques no hay mejor medicina que la contemplación de la ciudad desde la altura de su ventanal. El paraíso, la plenitud, lo inmaculado sólo pueden existir en las alturas, se dijo al mirar la noche sampetrina salpicada de neón. En las alturas no hay perros muertos ni infectos pordioseros moribundos. En el imaginario cristiano el hombre virtuoso asciende a los cielos y el malvado desciende a los infiernos. La liberación sólo es posible elevándose, pero sus pesadillas son pertinaces y ascienden junto con él en el ascensor, viajan en el helicóptero y brotan furtivas y traicioneras en la zona límbica de la madrugada.
Ahora está despierto, coronado por el sudor frío y sin acertar a borrar las imágenes que irrumpen como infernales diapositivas: perro muerto, acróbata mutilado, manos pringosas, baba en su mejilla. La cama lo expulsa. Imposible permanecer bajo las sábanas cuando en su mente desfila el museo de los espantos. Descalzo camina por la habitación a oscuras hacia el gran ventanal panorámico de la sala. El único sosiego posible es certificar con la mirada los cientos metros que lo separan del pestilente suelo, pero ni siquiera la visión de la ciudad desde el piso 39 alcanza a consumar inmediatamente su exorcismo.