Si hoy el mundo entero supo que existimos no fue por el par de goles que le anotamos hace una semana a un equipo centenario, sino por la maldita oveja que no me dejaron matar. Esa estúpida oveja escocesa que ahora mismo debe estar balando en algún corral y que mañana o pasado será finalmente degollada en un rastro sin que nadie salga protestar por su asesinato. Esa condenada oveja cuya sangre debió mojar el pasto donde al final caímos derrotados. Derrotados por mi culpa, porque yo este día tenía una misión y no fui capaz de cumplirla, así que el único responsable de ésta catástrofe soy yo y nadie más. Porque la única razón por la que he me he subido a un avión y he salido de Kazajistán por vez primera en mi vida fue para ejecutar la misión que debía cumplir y no pude. La prensa podrá perorar lo que quiera para explicar nuestra derrota, pero verdad hay una sola y esa verdad absoluta es que bastaba una gota de sangre de la oveja para que en este momento estuviéramos festejando bañados en vodka y no con esta cara de funeral.
Hoy la prensa deportiva, la que pasa un día sí y otro también hablando del Manchester y del Barcelona, de Messi y de Ronaldo, se ha enterado que existe un equipo llamado Shakhter Karagandy y les han dicho que ese equipo, cuyo nombre ni siquiera pueden pronunciar, es el actual campeón kazajo. He vivido más de medio siglo de vida y desde que era un mocoso mi felicidad y mi tristeza han estado unidas al destino del Shakhter Karagandy. Este club fue fundado en 1958 y puedo jurar que desde el instante de su nacimiento, nunca, pero lo que se dice nunca se había hablado tanto de nosotros en el mundo como este día. El problema es que la prensa no está hablando del equipo que tuvo en la lona al Celtic Glasgow de Escocia y que estuvo a unos minutos de colarse por la puerta grande a la Champions League, sino de una pandilla de bárbaros que matan ovejas antes de los partidos. Para ellos esa es la noticia. Mañana nos olvidarán u olvidarán nuestro nombre, si es que no lo han olvidado ya y recordarán tan solo la historia de un equipo de un país raro que pudo ser Azerbaiyán o Turkmenistán o Kurdistán o cualquier monte de salvajes, cuyo mayor mérito en el mundo era matar ovejas antes de los partidos. La prensa no está hablando de nuestros delanteros o nuestro heroico arquero. Están hablando de la maldita oveja y esa era mi responsabilidad y de nadie más. Este fracaso no puedo compartirlo con nadie. Así como los delanteros debían meter goles y el arquero debía taparlos, yo debía matar a esa condenada oveja y no lo hice. Por eso estamos derrotados y por eso mañana estaremos de vuelta en ese mundo donde nadie volverá nunca más a voltearnos a ver. Hoy conocimos la luz y hoy mismo volvemos a la oscuridad. Hoy, los que pronuncian todos los días el nombre del Real Madrid y el Chelsea, pronunciaron por primera vez nuestro nombre, pero yo sé bien que no lo volverán a pronunciar. A partir de mañana nuestro destino es el olvido.
Saturday, August 31, 2013
Tuesday, August 27, 2013
Me confieso un lector omnívoro. Así como existen animales cuyo organismo digiere lo mismo vegetales que carne fresca o carroña, mi sistema digestivo bibliófilo suele procesar con apetito casi cualquier papel con tinta. La regla no escrita es que sobre el buró puede haber obras gourmet en promiscua convivencia con vil chatarra editorial. Un umbral tan amplio de tolerancia acarrea ciertos riesgos inevitables. La probabilidad de tragar textos podridos que inducen al vómito casi inmediato es amplísima, pero acaso el gusanito que mantiene vivo este vicio es la posibilidad siempre latente de encontrar un diamante en la más insospechada piedra de carbón. Por fortuna en esta adicción no hay reglas inamovibles. De la misma forma que un exquisito producto intelectual de vanguardia puede resultar un bodrio, una novelucha de supermercado sin otro propósito que el entretenimiento puede resultar una agradable sorpresa. La lectura debe ser un acto hedonista. Lo único que justifica el vicio literario es el disfrute. Si en lugar de disfrutar sufres, es mejor dejarlo. Lo importante es tratar de liberarse de prejuicios a la hora de empezar a leer y dejar que el texto hable por sí mismo e intente defenderse solo. Si el texto acaba por naufragar será como consecuencia de su lectura y no de ideas preconcebidas. Esta condición de lector omnívoro y promiscuo ha dado lugar a improbables vecindades en páginas de reseña. Hoy en Biblioteca de Babel hemos puesto a convivir a un producto del underground norteño con un best seller de aeropuerto. Cierto, los separan varios millones de ejemplares vendidos y mientras a uno puedes encontrarlo en la sección de libros de casi cualquier supermercado, al otro debes buscarlo con paciencia en santuarios de bibliófilos exigentes. Da lo mismo: ambos han vivido en amasiato sobre mi buró y a cada uno lo disfruté a su manera. Empecemos con el producto del underground, un libro de cuentos llamado La marrana negra de la literatura rosa. Algo está pasando en Coahuila que desde un tiempo para acá arroja agradables sorpresas literarias. Al menos en este año han caído en mis manos dos buenos libros “made in Saltillo”. Primero fue Canción de tumba de Julián Herbert, que hasta este mes de agosto sigue siendo lo mejor que he leído en lo que va de 2013. Ahora cayó en mis manos esta sui generis marrana negra. Parece ser que a esa bestia mitológica llamada narrativa norteña le ha llegado muy pronto su caricaturización. Si Daniel Sada hizo del desierto y la casa de adobe un malabar prosístico extremo y Elmer Mendoza puso a los portugueses a traducir “culichi”, ahora ha llegado una generación de narradores jóvenes dispuestos a hacer del gran Norte una caricatura, una suerte de cómic rebosante de humor negro. Acá en Tijuana ya lo hizo el colega Julio Cruz con su Prosa lavada, que parece proceder de la misma hormona de donde brotó la negra marrana. Tampoco es para tirar a loco a quien caricaturiza el cliché. A Carlos Velázquez se le agradece, sobre todo, el sentido del humor. Sus personajes son ridículos y extremos. Se tornan verosímiles en la medida que son exagerados. Al no haber ni asomo de solemnidad en ellos, el lector acaba por aceptarlos aun sabiendo que son imposibles. El contexto de las historias, con personajes marginales sometidos a situaciones absurdas, me recuerda a los relatos cortos del escocés Irvine Welsh. En el primer relato, un gordo acomplejado que desea juntar dinero para una liposucción, planea el despiadado asalto de su abnegada madre ciega, azuzado por una trepadora esposa que aspira raya tras raya de cocaína con ocho meses de embarazo. En el segundo relato, una escultural “vestida” con una nariz de Cyrano, se liga un beisbolista cubano estrella. La única meta en la vida del travesti es poderse operar su descomunal nariz, causa de su eterna derrota en los certámenes de miss gay. Encontramos a un joven con síndrome de down, que de pronto se convierte en la estrella de una banda punk y a una extraña marrana negra capaz de dictar monumentales novelas rosas. El lenguaje es híbrido y contrastante. La voz de los personajes es néctar de calle, aunque al final se impone la voz neutral del narrador, que acaba por dar aderezar al relato con cierta pizca ensayística. El humor negro es la herramienta que nos permite creer en la posibilidad de esos personajes de circo bizarro. Sabemos de antemano que estamos frente a una narrativa que hace de la exageración una virtud. Al ser personajes circenses, el lector se olvida de exigir realismo o solemnidad. Es como pretender dar dramatismo al asesinato en una película de Tarantino. Mención aparte merece la editorial que publica a Carlos Velázquez, Sexto Piso, sin duda el sello que más agradables sorpresas me dado en los últimos meses, pues lo mismo podemos encontrar mozalbetes irreverentes de taller marginal, que incomprendidas plumas de eruditos decimonónicos o joyas balcánicas como Milorad Pávic y Goran Petrovic.
Cambiemos de canal y de vibra literaria. Bienvenidos a los reinos de las superventas millonarias. Por favor no se asusten. Aun en la comida rápida existen categorías y escalafones. Uno puede probar una plástica hamburguesa maquilada en un microondas o una suculenta hamburguesa al carbón con carne de primera. Algo similar ocurre en el mundo de los best seller. No todo lo que vende millones es desechable. Aunque un talibán hardcorero de Anagrama pueda sentirse ofendido y afirmar, como Roberto Bolaño, que vale más una mala película que un best seller, lo cierto es que no todos los libros con cifras de seis ceros son basura. De acuerdo, hay obviedades insultantes como Dan Brown o las Sombras de Gray, pero también gratas revelaciones como Gillian Flynn, una gringuita del Medio Oeste que anda rozando la cuarentena y derrocha una buena dosis de cacumen narrativo. Cierto, si de literatura estadounidense hablamos, es obvio que Gillian pertenece a la estirpe de Stephen King y no a la de Franzen, Foster Wallace o Pynchon. Por supuesto Flynn no pretende jugar al experimento ni al malabarismo. Ella se limita a contarnos una historia, pero tiene la habilidad de saberla contar muy bien. Si un adormilado lector agarra el libro a la luz de la lámpara, la autora se encarga de espantarle el sueño y regalarle una deliciosa noche de insomnio. Perdida (Gone Girl) es por la trama un típico thriller de manual. En el día en que Amy y Nick celebran su quinto aniversario de bodas en un villorrio deprimente a orillas del Mississippi, ella desaparece sin dejar rastro. Las sospechas fluyen desconcertantes y empiezan a apuntar hacia el errático marido. Como en todo buen thriller, hay un misterio sin resolver y un hilo negro que se va jalando capítulo a capítulo. Tal vez el gran aporte de Gillian Flynn es el buceo en las profundidades psicológicas de sus personajes. La salsa de la novela es el suspenso y la expectativa, pero su centro neurálgico es la psicología de una relación matrimonial. Amy y Nick son, dentro de sus particularidades, personajes ordinarios y absolutamente verosímiles. El guiño cómplice de la narradora con el lector, es la permanente sensación de que ese personaje podrías ser tú o podría ser yo. La resolución del misterio es inteligente y aporta lo que tiene que aportar: suspenso y entretenimiento. En ese sentido, Perdida no es muy diferente de otros best seller. Lo extraordinario yace en la disección del complicado tejido que construye una relación. Gone Girl es una gran novela sobre ese complicado universo llamado matrimonio. Sus cimientos, sus piedras angulares, sus grietas, su néctar y sus demonios. Un matrimonio del Siglo XXI, una pareja joven en la era de la recesión, navegando a la deriva entre sus anhelos y la adversidad de las circunstancias. Amy y Nick eran jóvenes profesionistas de Nueva York cuyo tren de vida de moderado hedonismo descarrila en el momento en que el cáncer del desempleo los alcanza a ambos. Poco después, la pareja está probando fortuna en el pueblo natal del marido, una villa fracaso perdida en el estado de Missouri. El castillito de su matrimonio se vuelve de arena mojada. La desaparición de Amy es la punta del iceberg que sale a la superficie desde un abismo oceánico de profundidad inabarcable. El gran misterio de esta novela no es dónde está la mujer perdida. El gran misterio es lo que hay dentro de los pensamientos de la persona que duerme a lado tuyo. DSB
CUANDO EL ESCRITOR SE TRANSFORMA EN SOUVENIR- Por Daniel Salinas Basave
En La Ignorancia, una de sus novelas tardías, Milan Kundera incluye entre los personajes a un bobalicón turista sueco llamado Gustaf quien luce orgulloso una camiseta con el dibujo de un escuálido tuberculoso bajo el cual se lee “Kafka was Born in Prague”. La playera es representada en la historia como el non plus ultra de lo kitch y lo banal, un símbolo ridículo para reflejar la Praga de los 90, cuyas calles están atiborradas de extranjeros sedientos de cerveza y fotografías góticas en este viejo edén redescubierto tras la caída de la cortina socialista. De pronto, el autor de El Proceso se ha transformado en suvenir turístico. El rostro de Franz Kafka yace en llaveros, tazas, gorras, camisetas y los guías ofrecen tours kafkianos por la ciudad, esa Praga que nunca es nombrada en su obra y que sin embargo es omnipresente. La misma Praga en donde Kafka fue profundamente infeliz. Es obvio que el asunto molesta a Kundera, sin embargo Kafka no es el único monstruo sagrado de las letras cuyo destino ha sido ir a parar a la camiseta de un turista que nunca lo ha leído ni lo va a leer en su vida. Hay ciudades cuyos literatos se transforman en atractivo turístico. La estatua de Fernando Pessoa en el Café de la Brasileira de Lisboa nunca está sola. El pedazo de bronce que evoca al poeta se ha acostumbrado a los abrazos de atolondrados turistas. Frente al monumento llegan incluso a formarse filas y los visitantes son capaces de esperar largos minutos (hay crónicas que hablan de media hora en temporada alta) con tal de poderse tomar su foto compartiendo un café con la estatua. Es obvio que muchos de los visitantes que aguardan en la fila nunca en su vida han leído a Fernando Pessoa, pero posiblemente algunos de ellos se animen a leerlo después de tomarse la foto. Junto con las camisetas y los llaveros, en las tiendas de recuerditos y en los aeropuertos también se venden pequeños compendios de su obra que algunos sin duda leerán en el avión de regreso. Que el recuerdo de un escritor se transforme en postal o suvenir no me parece tan mala idea. Los puristas dirán que el turismo lo banaliza o lo convierte en una caricatura. Yo pienso que, pese a todo, lo mantiene vivo. Hay ciudades cuyas calles están impregnadas por la esencia de los escritores que las habitaron (o que aun las habitan). Muy pocos de los turistas que celebran en Dublín el Bloomsday bebiendo cerveza oscura y comiendo riñones fritos, se han animado a entrarle a ese reto de lectura olímpica llamado Ulises. Da lo mismo; con o sin lectores reales, Joyce ha creado el día más largo de la literatura universal y el 16 de junio es, después del Día de San Patricio, la segunda gran fiesta de Irlanda. La Taberna de Auerbach, en Leipzig, es el sitio en donde Fausto y Mefistófeles inician su recorrido por el mundo sensual y en donde el tentador brinda y dialoga con unos parroquianos. Esta taberna, que fue frecuentada por Goethe en sus tiempos de estudiante, fue también visitada (cuenta la leyenda) por el original doctor Johan Faust (inspirador de la figura de Fausto en Marlowe y Goethe). Los ejemplos son inagotables. En Londres hay un parque temático llamado Dickens World, mientras que la única razón que puede llevar a un turista a navegar en Mississippi a bordo de un vapor en Hannibal, es sumergirse en el mundo de Mark Twain con niños vestidos de Tom Sawyer. El tucumano Tomás Eloy Martínez juega con el tema en su novela El Cantor de Tango, al imaginar como la casa de la calle Garay en el barrio de Palermo en Buenos Aires, donde Jorge Luis Borges sitúa El Aleph, es transformada en atracción de tour. Por unos cuantos dólares, los turistas pueden entrar a la casa que en el cuento de Borges fue de Beatriz Elena Viterbo, bajar al sótano y contemplar el Aleph representado por un juego de luces y sombras en el techo. Si tal recorrido existiera, no dudo que habría miles de turistas dispuestos a pagar por él. Pero no solo los escritores clásicos se transforman en suvenir. También los escritores vivos y activos inspiran peregrinajes por las calles de sus novelas. Tal vez el extremo de la cuerda sea el turco Orhan Pamuk, que no conforme con impregnar Estambul con su narrativa, ha abierto un museo real para escenificar su locura de amor reflejada en el Museo de la Inocencia, una casa de tres pisos cercana a la Plaza Takzim, escenario recurrente de su obra. En Brooklyn, por ejemplo, existe un tour para contemplar escenarios de las novelas de Paul Auster, quien ha habitado y sigue habitando ahí, mientras que el Tokio de Murakami empieza a convertirse en recorrido obligado para sus miles de lectores alrededor del mundo. Lo cierto es que esnobismos aparte, poder recorrer el espacio donde transcurre una novela que ha sido significativa en nuestras vidas trae consigo su dosis de magia. El primer capítulo de Sobre Héroes y Tumbas de Ernesto Sabato transcurre en un lugar muy específico: la banca ubicada a un lado de la estatua de Ceres en el Parque Lezama de Buenos Aires. En ese lugar se da el primer encuentro de Alejandra y Martín. Cuando una mañana nublada y solitaria fui a sentarme en esa banca a un lado de la vieja y derruida estatua, donde no hay ninguna placa ni recuerdo alusivo a la novela, tuve la extraña sensación de estar acompañado por el espíritu de seres nacidos en la imaginación de un escritor hace más de medio siglo. De acuerdo, es absurdo recorrer calles tratando de seguir el rastro de personajes imaginarios, pero ese es precisamente el hechizo de la literatura. Personajes nacidos en la cabeza de un loco acaban por adueñarse del territorio que inspiró su creación. Nadie sabe a ciencia cierta dónde exactamente están Macondo y Yoknapatawpha y sin embargo, ni el Caribe colombiano ni el Sur Profundo de Estados Unidos son los mismos después de García Márquez y Faulkner. Tan potente es la literatura, que es capaz de marcar y transformar geografías como lo haría un desastre natural o una arquitectura extrema