Eterno Retorno

Friday, December 25, 2015

Escribir a mano es como matar con cuchillo. Es un ritual de sangre caliente e intimidad con las palabras. Hay pulso, temperatura corporal, nervio y temblor derramados en cada palabra liberada. A menudo extraño hacer de la escritura una ceremonia de entrega y agotamiento en donde una mano adolorida me jura que voy a morir de algo que ha valido la pena. Si escribir es acuchillar, puedo afirmar que durante las últimas dos décadas del Siglo XX me dediqué a inmolar letras a navajazo limpio. Lo atípico, lo artificial era escribir en el hostil teclado. Aporrear la máquina de escribir o la computadora era un asunto de transcripción, de pasado en limpio. Cuando me sentaba a teclear (necesariamente en un artefacto prestado) era porque el texto en cuestión aspiraba a publicarse, pero hasta los tardíos noventa no hubo un solo desparrame escritural cuya vereda no fuera de mi cabeza al papel. Su vehículo natural, el único médium posible, era la pluma. El teclado era por definición un transcriptor, un editor, pero nunca un hechicero capaz de transformar en palabra la locura. Escribir necesariamente implicaba sostener una pluma o un lápiz entre pulgar, índice y mayor y desparramar tinta en un papel mostrenco. No había conteo de palabras ni caracteres. Hablar de pluma no era en absoluto metafórico. Los primeros textos que publiqué en mi vida nacieron a mano. Durante el tiempo que acudí al taller de Rafael Ramírez Heredia llevaba mi nonata novela escrita en un cuaderno Scribe verde. Mi desastre de caligrafía corría libre y creo que menos de la décima parte de las letras que desparramé en aquella época arribaron a alguna máquina. El problema es que en cuestiones de motricidad mi mano ha sido siempre un desastre y la caligrafía desparramada en el papel fue un homenaje a la catástrofe. Aun así, con pluma y papel he ido liberando por ahí millones de palabras que jamás tendrán lector por la simple y sencilla razón de que nadie podrá descifrar un amasijo de patas de araña. El mejor candado para garantizar la privacidad de mis diarios íntimos es la imposibilidad de leer una sola palabra. Esa escritura autista me acompañó a lo largo de toda mi juventud, pues mi relación con las computadoras comenzó muy tarde. No estoy seguro, pero creo que mi primer texto que llegó de la imaginación al teclado sin hacer escala en papel alguno fue un furioso desparrame en segunda persona llamado Odiando a Dios en Tijuana parido en 1999. Desde entonces dejé de agarrotar la palma de la mano sosteniendo un yacimiento de tinta o carbón y me dediqué a aporrear teclas. Sin embargo, cuando el aburguesamiento y la zona de confort merodean por mi existencia, siento la necesidad casi fisiológica de escribir en libreta, arrojar palabras sin otro deseo y pretensión que verlas correr libres por la estepa del papel en blanco sin desear a priori un improbable lector o un incierto destino editorial. Palabras prófugas, liberadas al vuelo, como quien arroja piedritas al agua