Queremos tanto a Julio. Irremediablemente, uno vuelve a chapotear cada cierto tiempo en los mismos arroyos literarios. Hay libros que nunca deben ser exiliados del buró, cuentos que siempre cae bien releer. Mi primera experiencia cortazariana fue Casa Tomada, cuento que aparece en la antología del Cuento Hispanoamericano (en realidad esa condenada antología compilada por Menton fue mi puerta de entrada a muchísimos autores) Leí Rayuela en la sierra de Aramberri, en donde pasé más una semana cubriendo unos devastadores incendios cuando era un joven reportero de 22 años. En un viejo y desvencijado cuarto de una pensión rural, pasaba las horas del atardecer reinventando a La Maga y Oliveira. Mi lado de allá no es Montmatre y mi lado de acá no es Barracas. Ambos lados son las sierras chamuscadas de Nuevo León a donde siempre regresa mi mente cada que pienso en Rayuela. Extrañas conexiones tiene el vicio literario. Dos años después de esa experiencia, Carol y yo fuimos a visitar al buen Julio en el cementerio de Montparnasse (donde habita en bonita vecindad con Baudelaire, Ionesco, Don Porfirio, Gainsnbourg, Sartre y Simone) Hace poco me deleité con los sorprendentes Papeles Inesperados (en verdad inesperados que me hizo llegar mi colega Yolanda Morales) y en la pasada Feria del Libro de Tijuana, me hice de La Vuelta al Día en 80 Mundos en Librería Sor Juana en dos tomitos (80 mundos y 80 días de mi vida que ya quiero dejar atrás) . Sin embargo, si tuviera que elegir un libro de Cortázar para llevarme a mi isla desierta (Isla al Mediodía por cierto) sería Todos los Fuegos el Fuego. Si algo ha quedado claro en estos 25 años, es que hay un antes y un después de Julio Cortázar. Más que una escuela, Cortázar creó un universo con leyes propias. Sí, es fácil reconocer la pluma de Cortázar, pero resulta imposible imitarla.
Friday, April 13, 2012
Queremos tanto a Julio. Irremediablemente, uno vuelve a chapotear cada cierto tiempo en los mismos arroyos literarios. Hay libros que nunca deben ser exiliados del buró, cuentos que siempre cae bien releer. Mi primera experiencia cortazariana fue Casa Tomada, cuento que aparece en la antología del Cuento Hispanoamericano (en realidad esa condenada antología compilada por Menton fue mi puerta de entrada a muchísimos autores) Leí Rayuela en la sierra de Aramberri, en donde pasé más una semana cubriendo unos devastadores incendios cuando era un joven reportero de 22 años. En un viejo y desvencijado cuarto de una pensión rural, pasaba las horas del atardecer reinventando a La Maga y Oliveira. Mi lado de allá no es Montmatre y mi lado de acá no es Barracas. Ambos lados son las sierras chamuscadas de Nuevo León a donde siempre regresa mi mente cada que pienso en Rayuela. Extrañas conexiones tiene el vicio literario. Dos años después de esa experiencia, Carol y yo fuimos a visitar al buen Julio en el cementerio de Montparnasse (donde habita en bonita vecindad con Baudelaire, Ionesco, Don Porfirio, Gainsnbourg, Sartre y Simone) Hace poco me deleité con los sorprendentes Papeles Inesperados (en verdad inesperados que me hizo llegar mi colega Yolanda Morales) y en la pasada Feria del Libro de Tijuana, me hice de La Vuelta al Día en 80 Mundos en Librería Sor Juana en dos tomitos (80 mundos y 80 días de mi vida que ya quiero dejar atrás) . Sin embargo, si tuviera que elegir un libro de Cortázar para llevarme a mi isla desierta (Isla al Mediodía por cierto) sería Todos los Fuegos el Fuego. Si algo ha quedado claro en estos 25 años, es que hay un antes y un después de Julio Cortázar. Más que una escuela, Cortázar creó un universo con leyes propias. Sí, es fácil reconocer la pluma de Cortázar, pero resulta imposible imitarla.
Desde hace más de 35 años el rock tiene bajo la manga un as de espadas, un puño de hierro que ha nacido para perder y vive para ganar, un motor de ruda energía que hace vibrar cualquier cabeza.
Esa declaración de principios pronunciada por Lemmy al arrancar cada concierto parece simplificarlo todo: “We are Motörheadand we play rock and roll”. Y los conciertos como los álbumes son igualitos, rituales donde nada cambia. Gira tras gira abren con Doctor Rock y We are Motörhead e invariablemente cierran con Ace of Spades y Overkill. Uno sabe lo que va a escuchar y sin embargo lo desea tanto.
Una leyenda viviente del rock and roll cuyos integrantes no le piden nada en experiencia, edad y energía a los mismísimos Rolling Stones.
Una reliquia ancestral del rock auténticamente pesado y corrosivo. Y es que cuando los integrantes de Metallica y Slayer eran todavía unos mocosos de secundaria que se exprimían los barros frente al espejo, existía ya un trío capaz de devastar los tímpanos de la audiencia más feroz.
En cualquier escenario del mundo que se encuentren, Motörhead cierra religiosamente sus conciertos con su himno Ace of spades antes de arrojar todo el acero de guerra con la matadora Overkill y poner de manifiesto que los viejos metaleros son como los mejores vinos.
Creo que si hay un tipo del medio artístico con quien desearía tomarme una foto y beberme una cerveza o un Jack Daniels, ese es Lemmy Kilmister.
Los placeres simples son los que hacen que la vida valga la pena ser vivida y Motörhead es uno de ellos.
Wednesday, April 11, 2012
El universo Kundera fue de mis 18 a mis 22 años una suerte de altar literario. Por alguna razón consideré a Milan la más alta expresión de lo contemporáneo y me fleté absolutamente todas sus novelas y ensayos, al menos todas las existentes en español. Pero algo ocurre conmigo y ciertos autores. Después de un periodo de luna de miel me alejo un poco de ellos. Hay tres etapas en la vida de Kundera que se han visto plenamente reflejadas en su producción literaria. La primera es la del escritor checo combativo, la segunda la del escritor checo exiliado y la tercera la del escritor francés. En sus libros la filosofía de la historia parece explicarse a través del ser erótico, personajes que desnudan el absurdo del totalitarismo comunista al enfrentarlo al territorio erótico y lírico del individuo. Libros prohibidos en su momento, copiados y distribuidos en forma clandestina, hicieron de Kundera la voz humana que gritaba en el maquinal desierto totalitario. Pero hay algo que parece haberse ido para siempre cuando Milan decidió dejar de escribir en checo. Acaso su pluma se sintió extraña ante la blanca llanura de papel o tal vez una musa que no entiende la lengua Rabelais y añora la de Kafka, decidió morir y dejar al escritor a la deriva y ahora imagino a este otro K. checo pensando en francés mientras camina por los Campos Elíseos o los Jardines de Luxemburgo, como un Ulises en busca de su Ítaca literaria que ya nunca encontrará.
Tuesday, April 10, 2012
La moda y el poder
Por Daniel Salinas Basave
El espíritu de una época suele verse irremediablemente reflejado en la forma de vestir y el estilo personal de los hombres del poder. Por frívolo que pueda parecer, las modas de los políticos son a menudo el lenguaje que sintetiza un momento histórico y sus ideales. Por ejemplo, en la Revolución Francesa, usar el llamado gorro frigio era toda una declaración de principios de adhesión a las causas populares. Esta caperuza en forma de cono y con la punta curvada que hemos visto en los cuadros de Delacroix, era el símbolo que identificaba a su portador como simpatizante revolucionario. Por el contrario, vestir con demasiada opulencia o llevar ropajes de noble, era algo que podía costar la guillotina en el París de 1794. En los primeros años del México independiente, el quebrado imperio de Agustín de Iturbide no fue capaz de diseñar un modelo político para la nueva nación, pero sí en cambio fue capaz de diseñar los caros trajes de los caballeros de la Orden de Guadalupe y el manto de armiño que lució Agustín I el día de su coronación. Algo similar ocurría con Antonio López de Santa Anna, su “Alteza Serenísima” que vistió a su escolta de opereta como si fueran la guardia imperial de la reina de Inglaterra. Muy pocos años después, con el triunfo de la Revolución de Ayutla en 1855 y la llegada de los liberales al poder, la austeridad republicana reinó en la moda. Benito Juárez y los suyos vestían trajes siempre oscuros y nada ostentosos y predicaban con un estilo de vida modesto en donde cualquier forma de lujo era mal vista. En tiempos de Porfirio Díaz, la moda fue tratar de parecer francés. Con el ministro de Hacienda Yves Limantour como máximo referente, los funcionarios porfiristas trataban de vestir como señoritos parisinos y llegaban al colmo del ridículo de hablar en francés. Todo aquel que quisiera triunfar en política debía autoproclamarse cientificista (seguidor de la doctrina de August Comte) y pasear en su carruaje por Plateros con un sombrero de copa y un bastón. Con el triunfo del nacionalismo revolucionario las cosas cambiaron. La reivindicación de lo indígena y la exaltación todos los símbolos que pudieran interpretarse como nacionalistas o patrióticos, fue la moda en tiempos de Obregón y Calles, reflejada en el movimiento muralista. El odio a lo extranjerizante y el anticlericalismo a ultranza como religión fue la marca de una época en donde todos los políticos bautizaban a sus hijos con nombres en náhuatl. Luis Echeverría quiso sintetizar la estética del tercer mundo en su inseparable guayabera y en los trajes de tehuana de su esposa, mientras que Salinas de Gortari empezó a poner de moda el moderno estilo del tecnócrata neoliberal. ¿Cómo es el político actual? Un tipo con complejo de metrosexual, que las más de las veces se preocupa mucho más por su imagen que por sus ideas. La imagen de un legislador eternamente pegado a su iPad mientras en tribuna se define el futuro de la nación, parece ser la estampa de nuestros tiempos, pero sobre ello ahondaremos en el próximo número.
Monday, April 09, 2012
Sí, esto también es del Racimo de Horcas, esa caótica creación multipolar (¿novela? ¿ensayo?) que navega en mis amaneceres en busca de sentido.
En México el amarillismo del corazón se ha reservado al mundo de la farándula, una galería de artistillas de la tele cuyos romances, infidelidades e imperfecciones anatómicas parecen obsesionar a millones de personas. Cuestión de fijarse en la caja de cualquier supermercado y contar cuántas revistas con grandes culos en la portada tratan de seducir al comprador, que intenta ajustar los centavos para pagar su despensa semanal. Revistas con culos grandes y una nota espectacular sobre alguna infidelidad matrimonial, un divorcio inminente o el acecho de la celulitis en el cuerpo de una diva sorprendida in fraganti en la playa luciendo unos aberrantes kilos de más. La prensa política, por ácida y crítica que sea, siempre ha retratado a los funcionarios en su dimensión formal. Puede retratarlos dormidos en las sesiones de la cámara o profiriendo insultos a sus rivales, pero siempre en su dimensión de políticos. Tarde comprendieron los empresarios de la información que a la inmensa mayoría de los mexicanos eso les vale madre. Si hay un artículo constitucional que genera complejos en este país, es el doceavo, que prohíbe los títulos de nobleza. Somos una nación de vocación aristocrática, de príncipes y plebeyos, donde los hombres que mecen la cuna y controlan millones de vidas, sufren al no poder aspirar a ser llamados vizcondes, duques o cualquier título que marque diferencias con las míseras plebes. El infaltable “licenciado”, símbolo máximo de nuestra coloquial pleitesía, ya no traza límites ni encumbra a nadie en altares, pues hoy cualquier pelagatos carga consigo una licenciatura en una universidad patito. Pero los millonarios mexicanos, cuyos capitales envidiaría cualquier principito europeo ahogado en deudas, no tienen derecho al título de nobleza que les coloque esa piel de dioses a la que sólo pueden aspirar las familias reales. Entonces estalló el boom de las revistas políticas del corazón. Si los europeos tienen su revista Hola para hacer lucir a sus princesas, los mexicanos tendríamos nuestras revistas dedicadas a elevar a los patanes de nuestra política a su soñada condición de reyes. En el país donde el desempleo se reproduce como plaga y donde la mafia compite por ver qué ejecución resulta más dantesca, las revistas del corazón político multiplican sus ventas. Una nación de esclavos del salario mínimo, martirizada por bancos e inmobiliarias, aterrorizada por el crimen organizado y desorganizado, se entretiene leyendo notas sobre las fiestas a las que acuden los seres que la tienen agarrada del cuello. Los personajes que una semana salen en portada de la revista Proceso presentados por los militares como criminales, aparecen un mes después en la portada de la revista Caras regodeándose en una fiesta o mostrando sus mansiones. Los corruptos legales caminan sonrientes en pasarelas mientras millones de mexicanos miserables los admiran y envidian. Los odian, sí, pero no porque piensen que el origen de su riqueza es ilegal o porque se enriquecen gracias a un sistema económico diseñado para aplastar a la clase media; los odian porque el común de los mexicanos desean ser como ellos: millonarios, frívolos e irresponsables, célebres por sus escándalos de faldas y sus hijos no reconocidos. La política asumida y reconocida abiertamente como el gran circo del ridículo y el cinismo, donde el debate de propuestas e ideas se limita a las 140 palabras de twitter. En ese escenario de legisladores jovenzuelos ensimismados en sus iPads mientras en tribuna se juega el futuro del país, de caras de candidatos cuarentones diseñadas por el cirujano facial y postizas sonrisas de dentista, fue donde irrumpió el ser que encarnaba esa esencia de frívola estupidez en cada costado de su ser.
Sunday, April 08, 2012
En sus párrafos yace el olor del viento en el Golfo de México, la atmósfera de sudores dulzones en una cantina del centro de Tampico. Aunque leas en silencio y con la boca seca, cuando estás frente a un libro de Rafael Ramírez Heredia estás escuchando música y tus labios se mojan con una cerveza de puerto. Sin haber estado en Tapachula, siento que con La Mara he respirado el aire de la tijuanita del Sur, de la misma forma que Tepito y sus santas muertes se reinventan cada que releo Esquina de los Ojos Rojos. Pero si como narrador es extraordinario, como tallerista fue un fuera de serie. Si en esta enlodada cancha literaria a alguien puedo llamar Maestro, así con mayúsculas, es al gran Rayito Macoy. En su taller en la vieja estación ferrocarrilera de Monterrey, aprendí que uno no puede andar por la vida defendiendo sus textos como un papá-cuervo y que debe liberarlos y dejarlos vivir. Intuí que existe algo llamado malicia literaria y me di cuenta que encontrar un buen tallerista que no se limite a decirte “qué chingón escribes” sin leer jamás un párrafo, es algo así como un diamante en el carbón. La última vez que lo vi, fue cuando vino a presentar La Mara a Tijuana, justo la noche del funeral de Francisco Ortiz Franco. Creo que si pudiera pedirle un deseo al genio de la lámpara, sería poder encontrar algún día un tallerista tan bueno como él.