Leer y viajar son placeres simbióticos, encarnados e inseparables como hermanos siameses. No concibo el viaje sin letras y cuando de salir a vagar se trata, los libros compañeros suelen ser más importantes que la mochila. Los aeropuertos, los aviones, las centrales camioneras, los cuartos de hotel y los improbables rincones que voy descubriendo en la ciudad visitada son santuarios de lectura. Nunca leo tan bien como cuando viajo. Desde hace algún tiempo, mi compañera inseparable es una bolsa de mezclilla que me regaló mi amigo José Garza en la Casa del Libro de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Es el artefacto ideal para vagar a la deriva cargando una biblioteca. Ni el trato rudo ni los kilos de papel y tinta transportados le han podido generar aún su primera rasgadura. La regla no escrita, es que siempre salgo de casa con por lo menos tres libros para leer durante el viaje, además de cargar unos cuantos de mi autoría para intercambiar o vender según sea el caso. Adentro de esa bolsa suelen ir por lo menos diez libros al momento de tomar camino rumbo al aeropuerto. Si bien los ejemplares con mi firma suelen quedarse a vivir en los sitios que visito, el inalterable ritual de travesías marca que siempre retorno a casa con el doble de libros con el que salí. A cualquier ciudad donde voy siempre busco sus librerías. En algunos casos, como Ciudad de México o Buenos Aires, el excursionismo bibliófilo toma días enteros de compulsiva exploración en mil y un minas de letras. A los libros que compro se suman los que me regalan, que casi siempre son más. Desde hace algunos años, siempre que un avión me lleva fuera de Tijuana es para sacar a pasear algún libro. De una forma u otra, todos mis viajes tienen que ver con la literatura. Ferias del libro, presentaciones, charlas o –como ocurrió en este otoño- recibir un par de premios. Al final de las charlas o en los pasillos de las ferias siempre hay alguien que me regala algún libro de su autoría mientras que las instituciones culturales anfitrionas suelen darme ejemplares o colecciones editados por ellos. El día que retorno a casa, mi bolsa de la UANL (en donde la palabra libro viene escrita en ocho idiomas) retorna con un terrible sobrepeso y vago por el aeropuerto como una suerte de Pípila cargando una descomunal piedra de palabras.
En mi reciente viaje a Cuernavaca, del que retorno este día, encontré un alucinante rincón de lectura llamado La Rana de la Casona. Es una librería de techos altos, pero funge también como biblioteca y uno puede sentarse en un sillón a leer cualquier de los libros de los que ofrecen. Pude explorar a placer e incluso me permití subir a una enorme escalera para explorar los anaqueles pegados al techo. Mi elegido fue La boca llena de tierra del escritor montenegrino Branimir Scepanovic en editorial Sexto Piso. Vaya alucinante serendipia. En otra librería llamada Eureka pepené un improvisado rompecabezas de Sergio Pitol llamado Adicción a los ingleses, diez ensayos sobre la vida y obra de diez creadores en lengua de Shakespeare. Me hice también de Monsieur Pain de Bolaño, de Las llaves de la ciudad del cronista urbano David Lida, del breve diálogo entre Claudio Magris y Vargas Llosa titulado La literatura es mi venganza . Mis anfitriones del Instituto de Cultura de Morelos amablemente me regalaron Archivo Lowry de Raúl Ortiz y Ortiz, híbrido entre ensayo y compilación de cartas y rarezas, un hermoso libro ilustrado de poemas en náhuatl y español llamado Hablar con el corazón (Moyol nohino tsani) un ejemplar con fotografías del arquitecto diseñador Oscar Hagerman y México y otros infiernos, compilación de poemas de Malcolm Lowry y a estas alturas de la vida, el único dilema es si en mi biblioteca sobrevive medio resquicio para albergar a estas letras viajeras.