En los últimos meses he estado escribiendo algo que quiso nacer como cuento y ahora es una bestia amorfa disfrazada por momentos de novela, si bien al final acaba por tener cara de ensayo mentiroso, o al menos eso me jura cuando releo con más dudas que certezas. Se llama El Minuto de Alcides y es un relato cuyo contexto es el futbol, aunque su centro neurálgico tiene que ver esos instantes-tatuaje capaces de definir, condicionar y esclavizar una vida entera. Los instantes que se quedan a vivir con nuestro nombre y definen (a menudo involuntariamente) el recuerdo que quedará para la siempre injusta posteridad. El futbol es casi siempre mi mejor parábola para tratar de explicar la vida. Pues bien, esta tarde el siempre cruel futbol me ha dado un nuevo ejemplo de un instante que se quedará a vivir por la eternidad como un tatuaje en un rostro; un segundo de infortunio que dará nombre y apellido a una trayectoria entera. No sé cuánto tiempo vaya a durar la carrera de Israel Jiménez. Puede durar diez o quince años más. Puede jugar cien o quinientos partidos en el tiempo que siga en las canchas. Puede ir a la selección, ser campeón con un equipo, meter algunos goles, pero necesitaría suceder algo realmente extraordinario, algo fuera de serie para borrar de la memoria colectiva y del subconsciente de una afición el segundo más desafortunado de su carrera profesional. El podrá levantarse temprano a entrenar con alma fuerte en mil y un mañanas. Puede hacer lo que quiera. De poco o nada le servirá. Hasta el día de su retiro y aun después de éste, Israel Jiménez no será ante la posteridad un simple defensa mexicano que jugó en los Tigres de la UANL, sino el jugador que metió el autogol más tonto, más absurdo, más triste y más devastador en la historia de una institución que para sus seguidores no es un club, sino una iglesia. A lo mejor Israel Jiménez tratará consolarse con algunos mantras de superación personal y dirá que un error lo tiene cualquiera, que es un accidente del futbol y que la vida sigue. ¿La vida sigue? Te equivocas Israel. La vida no sigue. Hoy empezó el resto de tu vida. Esta mañana eras todavía Israel Jiménez. Hoy, mientras cae la noche, eres ya el jugador que ha tenido la jugada más desafortunada en la historia de un equipo y con esa sombra vivirás el resto de tu existencia. Lo sé Israel, no es tu culpa. Es un accidente y le pudo pasar a cualquiera, pero esa dama caprichosa e injusta llamada Posteridad es una hija de puta y hoy te ha tocado. La Posteridad ya ha decidido a partir de esta noche cómo serás recordado. Si vives 80 años de edad, puedo apostarte a que hasta el último día recordarás ese instante desgraciado en que metiste el pie, como lo recordaré yo y lo recordará cada seguidor Tigre. Bienvenido al resto de tu vida Israel. Bienvenido a tu triste posteridad. DSB
Saturday, May 11, 2013
Wednesday, May 08, 2013
Toda memoria es injustamente selectiva. Ninguna historia es capaz de dimensionar el tamaño del olvido y ningún personaje es capaz de gobernar los designios de la posteridad. Héroes o villanos colgados por la eternidad de un minuto; de esa absurda alineación de astros capaz de colocarnos en el momento y el lugar indicados que sellarán su pacto con el infinito. Tamaña injusticia no es solamente obra de la liturgia mediática y sus designios. Tu vida misma y lo que de ella crees recordar, son tres o cuatro minutos mostrencos; un olor, una melodía, una imagen pesadillesca. El primer beso torpe y baboso de tu adolescencia; el dolor de tu brazo partido en esa absurda caída; tu premio de empleado del mes en McDonalds; la muela arrancada por un dentista tosco; tu hijo chorreado fluido de placenta en la maternidad; el médico advirtiéndote de las maldades de esa enfermedad crónico-degenerativa que va a matarte. Tú recuerdas eso, pero ante unas cuantas personas para las que tu cara y tu nombre pueden llegar a significar algo, lo que sobrevive es una anécdota aun más absurda: unas palabras estúpidas que no recuerdas haber pronunciado (y que tal vez ni siquiera pronunciaste) una travesura ridícula o tu pelo ingobernable en la foto de grupo que te recordará ese compañero de la secundaria a quien muchos lustros después encontraste en un elevador. Y la vida es eso: un océano de olvido, un cofre de anécdotas que yacen refundidas en algún pozo del subconsciente. El irremediable naufragio de la memoria que algunos intentamos sin éxito conjurar mientras desparramamos palabras.