yo ya había visto sangrar y morir sin alterarme y sin derramar una lágrima
A una edad
en que las niñas todavía vendan a sus muñecas con papel del baño o se encierran
a jugar al doctor con el primito precoz,
yo ya había visto sangrar y morir sin alterarme y sin derramar una lágrima.
Cuando aún
no cumplía siete años de edad, vi a mi
abuelo quedarse tieso en el sillón de la sala. Era una tarde de lluvia fría en
que me había quedado sola con Papá Lencho
y cuando de pronto lo vi ahí,
duro e inmóvil con el cigarro todavía humeante, supe sin lugar a dudas que
estaba muerto.
Fue también
en aquel año cuando vi a un compañero morir atropellado afuera de la escuela.
Cruzó la calle a ciegas, dos segundos antes que yo y de pronto estaba ahí,
boqueando sobre el pavimento, escupiendo sangre y entonces supe que lo único
que me quedaba por hacer era taparle la cara con mi suéter escolar.
Ya más
grandecita viví de cerca la larga agonía de mi abuela que se había ido a vivir
con nosotros. Afectada por una insuficiencia renal, el final
de Mamá Nacha se prolongó más de la cuenta y como en la familia nadie
tenía demasiado tiempo para hacerse cargo de ella ni dinero para pagar a
alguien que la cuidara, yo, que apenas había cumplido doce años, acabé como la única responsable de ayudarla
a bien morir.
Aunque la
abuela era una monserga a la que mis padres y hermanos preferían evitar, todos
en la familia se aferraban a repetir como mantra que pronto se pondría bien y
que sin duda la Virgencita haría el milagro de conservarla con vida. Por eso se
indignaron tanto cuando un día, como si tal cosa, les dije que se fueran
despidiendo de Mamá Nacha, pues ya no llegaría viva al amanecer. No les
expliqué si yo había visto algo en particular en su cuerpo o si era simple
corazonada. Yo misma no habría sabido definirlo. Por supuesto hubo reclamos: “tú qué vas a
saber chamaca pendeja, estás echando la sal, decir eso es de mal agüero”, pero
al final fui la única que se quedó a pasar la noche con la abuela para verla
morir poquito antes de las cuatro de la mañana. La muerte irrumpió de puntitas
y sin aspavientos. Sus ojos me dijeron más que cualquier palabra. Había llegado
la hora final. Simplemente le tomé la
mano y la acaricié la cara. Adiós Mama Nacha. Ni siquiera me molesté en
despertar a nadie. Le cerré los ojos, le cambié
la ropa guacareada por el vestido de flores que usaba para ir a misa y
cuando mis papás y mis hermanos bajaron a desayunar, me limité a decirles que
llamaran a quien tuvieran que llamar para el funeral y el entierro.
Tampoco me
aterraron nunca las heridas abiertas ni los gritos de dolor. En la parte alta
de la colonia Libertad en donde transcurrió mi infancia, era común que las
reyertas de cholos acabaran con navajeados o baleados. Mi prueba de fuego fue
cuando a mi hermano mayor Radamel, de 17 años,
le vaciaron la cuenca del ojo de un botellazo en una bronca de
pandillas. Llegó a casa con un geiser de sangre bañando su cara y el globo
ocular aun colgando. Mientras mamá yacía en crisis de histeria y al borde del
desmayo, yo, que aún no cumplía los 15, me di a la tarea de limpiarle la cara,
desinfectar la herida y llamar a la ambulancia.
Tú estás
que ni pintada para enfermera, me dijo papá
la primera vez que tuvimos alguna conversación sobre el futuro. Mis
hermanos habían salido vagos, mariguanos
y dados a la malandrada, mientras que yo, aunque burrita y desobligada
en la escuela, parecía tener mano santa para enfermos y heridos.