Sucede a veces en el día de la Guadalupana que me da por mentar al más ilustre mis regios paisanos, un tal Fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra. Releo esta mañana el celebérrimo sermón del 12 de diciembre de 1994 en mi edición de Cal y Arena. Fray Servando, por cierto, no planteó la inexistencia de la Virgen, sino una teoría aún más alucinada: según mi paisano, la imagen de nuestra Señora de Guadalupe no está pintada en la tilma de Juan Diego, sino en la capa de Santo Tomás, que habría venido a América al principio de la era cristiana. De acuerdo con esta proposición que acabó por costarle su primer encarcelamiento, los habitantes de Mesoamérica adoraban a la Guadalupana mucho antes de la llegada de los españoles, pues el propio Santo Tomás le erigió un templo en la sierra de Tenayuca. Cara le costó semejante herejía al regiomontano, aunque las múltiples cárceles que visitó en América y Europa le vinieron guangas. Qué Chapo Guzmán ni que ocho cuartos. De siete prisiones se fugó Fray Servando a lo largo de su vida. Almoloya y Puente Grande le habrían quedado muy chiquitas de haber vivido en nuestra época. En mi ensayo Cartógrafos de Nostromo planteo un hipotético y nada improbable encuentro en las calles de Londres entre el Padre Mier y el mismísimo Lord Byron. La historia de lo que pudo haber sido. Mi paisano también “alucinó” al cubano Reinaldo Arenas, quien inspirado en sus picarescas andanzas escribió El Mundo Alucinante, una entretenidísima novela de aventuras escrita (como me gusta) en segunda persona. De hecho, mi inocentona novela 1991, concluye con la imagen de un lindo primer beso de dos enamorados sentados al pie de la estatua de Fray Servando en la Macroplaza. Como podrán ver, le tengo ley a mi paisa.
PD- ¡Arriba los Tiguereeesss!!!
Saturday, December 12, 2015
Thursday, December 10, 2015
1- Hay lecturas con las que sin decir agua va y sin razón aparente, experimentas eso que en el amor llaman “buena química”. Es como si desde los primeros párrafos el libro te dijera: “voy a atraparte entre mis páginas, voy a sacudir tus pensamientos y no voy a dejarte ir hasta que llegues al final”. Eso me está pasando con Viaje al Fin de la Memoria de Gastón García Marinozzi, cuya lectura comencé ayer durante un peregrinaje sandieguino. Llevo apenas 51 páginas, pero el pronóstico es más que favorable. El punto de encuentro que me llevó hasta esta crónica caminera, fue mi propia historia no escrita del 11 de septiembre. Gastón narra en estas páginas su periplo como enviado a la Gran Manzana, a donde viajó en carro desde la Ciudad de México cuando las torres caídas aún humeaban. Yo también fui un enviado improvisado al apocalíptico otoño neoyorkino de 2001 y aquellos días en Manhattan, debo admitirlo, son la gran deuda periodística y literaria de mi existencia. Inocultable la influencia del Martín Caparrós de Los Living y traicionera la jugarreta de la memoria y el subconsciente, que hace cometer al autor un grave error cronológico con su anecdotario de Argentina 78. Este tipo de trampas de los recuerdos siempre rejegos acaban dándole sabor al caldo.
2- Alternando con Gastón leo la vida de Tolstói de Romain Rolland. El francés funge como retratista ontológico del ruso, un impertinente explorador de las profundidades de un espíritu en guerra. Cierto iluso endiosamiento de la literatura me hace creer que toda gran obra fue escrita en éxtasis, pero con sorpresa me entero que Tolstoi se confiesa aburrido y hastiado de la escritura de su Ana Karenina. “¡Me resulta insoportablemente repulsiva!” Me aterra encontrar tantas afinidades con el anarco-místico de Yásnaia Poliana. No todo fue Zorro Rojo en la FIL. También pepené un par de hermosísimos Acantilados. Qué chingona editorial.
3- En la fila me aguardan los diarios de mi viejo conocido Emilio Renzi y los dispersos testimonios de Marina Tsvietáieva sobre la Revolución de 1917. Me aguarda el farandulero premio Herralde que se ganó Marta Sanz y la ilustrada Leyenda del Santo Bebedor de Roth. Exploro los
sótanos de la Casa del Dolor Ajeno del gran Julián Herbert solo para reparar en que cuando fu vestido de Tigre al estadio Corona me salvé de acabar como un chino lagunero en 1911. En desorden leo al poeta maldito paceño Víctor Bacalari mientras nuestro pequeño cumpleañero surca la casa entera de líneas ferroviarias. Ni Porfirio Díaz puso tantos rieles alrededor del país
PD- Acaso todos estos entremeses y desvaríos literarios sean solamente un distractor para no admitir lo evidente y confesar, con pelos y señales, que estoy nervioso ante la proximidad del duelo felino. En mi vida como aficionado Tigre he admitido mil y un hecatombes y crucifixiones pero esta noche el felino mayor no puede fallar. Hoy no estoy para tragedias. Vamos Tigueres. Es tiempo de cantar un himno de victoria.
Monday, December 07, 2015
Mi abuelo Agustín Basave, quien heredó a la Universidad de Nuevo León una biblioteca personal de más de 33 mil ejemplares, fue un bibliófilo bastante austero. A menudo en las entrevistas le pedían que nombrara algún ejemplar raro, atípico o de plano extravagante incluido en su acervo. Sin duda los periodistas culturales imaginaban que poseía incunables del Siglo XV o la primera Biblia impresa por Gutenberg en Maguncia, pero mi abuelo no era dado a coleccionar libros como piezas de arte ni hubiera estado dispuesto a pagar demasiado solo por la antigüedad del objeto. Siempre y cuando la edición y la traducción fueran dignas, mi abuelo apostaba por la opción más sencilla. Para él lo de acumular rarezas como piezas de museo para admirarlas sin leerlas era cosa de coleccionistas extravagantes y no de verdaderos lectores. Los libros son para leerse, no para exhibirse, solía decirme. Heredero de su pasión, en cierta forma he seguido su fórmula y no he caído nunca en la tentación de invertir fortunas en primeras ediciones con dedicatoria. Sin embargo, debo confesar que en esta edición de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, caí seducido por algunos objetos artesanales que se impusieron a la novedad editorial. Muchos de los libros que compré en la FIL ya las tengo en mi biblioteca, pero las ediciones que encontré en el sello argentino Zorro Rojo fueron simplemente irresistibles. Desde hace años poseo en Anagrama La Trilogía de Nueva York de Paul Auster, pero no pude resistir la atracción del hermoso ejemplar del zorro. Poseo al menos tres ediciones de La Metamorfosis de Kafka, pero fue imposible no sucumbir al deseo de tener la versión traducida por César Aira e ilustrada por el artista Luis Scafati, quien estaba en el puesto de venta del Zorro Rojo y cuya dedicatoria fue una acuarela personalizada. Emocionado, también me hice de una versión de La Ciudad Ausente de Ricardo Piglia que por supuesto poseo en Anagrama, pero no con el detalle de una acuarela única, pintada por Scafati frente a mí. Mi hermano Adrián, siempre visionario, fue contundente en su vaticinio: este es el futuro del libro. Dado que hoy casi cualquier obra puede ser obtenida en archivo digital, lo único que puede motivar a alguien a pagar por papel y tinta, es que el libro sea un objeto hermoso, único, con valor artístico. Algo similar sucede con la música. Un joven melómano con un acervo digital de más de 30 mil canciones en su iPad, puede estar dispuesto a pagar 50 dólares por un solo disco de vinilo. Yo sigo creyendo que lo importante es el contenido. Muchas de las mejores lecturas de mi vida han llegado a mí en ediciones baratísimas, como fue el caso de los Sepan cuántos de Porrúa o la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica en donde descubrí a decenas o acaso cientos de autores que han sido fundamentales en mi vida. Creo, como mi abuelo, que lo importante es leer y no adornar una biblioteca con un bello ejemplar, pero hoy en Guadalajara, debo admitirlo, el libro artesanal ganó la batalla.